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Tomás Calvillo Unna

19/10/2016 - 12:00 am

En busca de saber dónde estamos

Si queremos tener al menos un poco de claridad tendremos que vencer uno de los obstáculos más arraigado entre nosotros y que es consecuencia del ropaje tecnológico que reviste nuestra cotidianidad: la soberbia, que no es otra cosa más que el envés de la ignorancia.

Si queremos tener al menos un poco de claridad tendremos que vencer uno de los obstáculos más arraigado entre nosotros y que es consecuencia del ropaje tecnológico que reviste nuestra cotidianidad: la soberbia, que no es otra cosa más que el envés de la ignorancia. Pintura: Mapa mental de cada quién, Tomás Calvillo Unna
Si queremos tener al menos un poco de claridad tendremos que vencer uno de los obstáculos más arraigado entre nosotros y que es consecuencia del ropaje tecnológico que reviste nuestra cotidianidad: la soberbia, que no es otra cosa más que el envés de la ignorancia. Pintura: Mapa mental de cada quién, Tomás Calvillo Unna

La atmósfera electrónica que respiramos nos ha convertido  en adictos. Las inyecciones aplicadas a la mente diariamente de todo tipo de información nos tienen adheridos a las pantallas diminutas, medianas y grandes, ligadas a la realidad virtual y a su continua carga de contenidos.

En segundos, la tragedia  de los migrantes asesinados en San Fernando aparecidos en fosas clandestinas se disuelve bajo el glamour de la entrega de los Óscares. Alepo y sus huérfanos, la niñez  mutilada de una región, cuna de la civilización se diluye con las medallas de oro que suman los norteamericanos, alemanes y japoneses en Río  de Janeiro. La yuxtaposición  como adición expresa la ruptura de la dimensión del tiempo y espacio que hoy es el mayor desafío.

La certeza del  precio que ya pagamos de vivir a una velocidad no esperada, ni deseada. Una velocidad encarnada en los medios de transporte y comunicación, desde el ferrocarril, hasta las computadoras, sin preverlo se soldó a la cortezas  de nuestros cerebros.  La vida biológica, tanto para hombres como para mujeres, en términos estadísticos, puede alcanzar más de 70 años, pero en realidad la experiencia mental puede ser solo la mitad, 70 años hoy en día significa 35 o tal vez menos.

Ese vértigo que alcanza a la  mayoría es parte de una angustia colectiva que carcome la paz y multiplica la violencia.

Estamos asfixiando el espacio y el silencio. Y nos involucramos sin saberlo y sin haber sido consultados o preparados para ello, en un tobogán civilizatorio donde la sociedad de consumo avasalla cualquier otra opción de convivencia.

Una sociedad que ya no puede detenerse, que tiene  que mantenerse encendida las 24 horas y que se descubre  en los confines de una experiencia inédita que involucra a cientos de millones conectados día y noche, cuyas mentes,  las nuestras, están expuestas en carne viva a todo tipo de imágenes, voces, notas, datos, fragmentos y cúmulos de información donde el conocimiento se absorbe en el instante que una y otra vez aliena el tiempo que creemos habitar.

Esta sensación de precipitación continúa que no logra encontrar un páramo de no movimiento, de aquello que los antiguos conocían como contemplación, un camino de conocimiento donde no existía mediación de ninguna tecnología, donde la mente se fusionaba con el paisaje, con su entorno, donde la ambición de saber descansaba en el silencio interior y exterior,  no está más.

Estamos conectados a circuitos donde cada uno pretende expresarse y participar en un intercambio febril de datos y emociones. La narración continúa de nuestros egos a la que sumamos millones de imágenes, voces, frases, como si buscáramos a alguien que  en realidad no terminamos de encontrar.

Individual y colectivamente apilamos las descargas de nuestro subconsciente que proyecta pesadillas reales y virtuales que trituran la intimidad de cada uno, vaciándonos cualquier posibilidad de sentido. Una historia tras otra se presentan y ya son pasado, triunfos y derrotas, hazañas y decepciones, alegrías y dolores, toda la gama de experiencias se anulan y son solo una: la transmisión permanente.

Esta adición aumenta una intoxicación cultural que penetra los complejos densos y sutiles de la mente, hasta colapsar las dimensiones tradicionales del espacio y tiempo. La ocupación del lugar, mejor decir su pérdida,  la invasión de la propia intimidad , por una producción exponencial de historias, argumentos, productos , mercaderías , y el espionaje sistémico que no se reduce a las ya populares guerras cibernéticas, vulneran así uno de los principios más apreciados de la modernidad en el ámbito social político: La libertad del ciudadano, incluso ésta corre el peligro de desaparecer, reduciendo sus facultades al de un consumidor adicto no sólo a los gadgets, sino a sus minúsculos y breves poderes que permiten definir segundos y metros de realidad.

La mente como territorio de conquista encarna una nueva esclavitud, retrocediendo así varios siglos, con la diferencia que está esclavitud aparenta ser voluntaria e incluso la víctima, que somos todos, se encarga de adquirirla con gusto lúdico.

Una clase de hipnosis se ha apropiado del devenir colectivo y nos arrastra a una experiencia inédita que por los signos visibles no augura nada grato.

La implantación de los cambios tecnológicos siempre va acompañada más temprano que tarde, de conflictos bélicos. No obstante en las condiciones actuales, a partir del uso militar atómico, los cuidados para evitar un conflicto armado de grandes proporciones se han incrementado, pero al mismo tiempo los medios de destrucción, los armamentos más sofisticados, también se multiplican.

Sin duda entramos en este primer cuarto del siglo XXI  al período más delicado de lo que podemos nombrar como un parto civilizatorio; los conceptos de trabajo, familia, género, tiempo, lugar y muchos más están trastocados, y su mutación como proceso de adaptabilidad recién inicia.

Si queremos tener al menos un poco de claridad tendremos que vencer uno de los obstáculos más arraigado entre nosotros y que es consecuencia del ropaje tecnológico que reviste nuestra cotidianidad: la soberbia, que no es otra cosa más que el envés de la ignorancia.

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