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Alma Delia Murillo

20/01/2018 - 12:00 am

Mi monstruo favorito es la Ciudad de México

Cuando no había libro o no había modo de leer en medio de aquel congal que parecía un festival incesante con música, borrachos y carros alegóricos de la vida misma, salía a caminar y pasaba los días merodeando por ahí.
Los años que viví en una vecindad fueron determinantes para que me entregara, hambrienta, a dos de los placeres que hoy más disfruto: leer y recorrer las calles en busca de más calles.

“Cuando no había libro o no había modo de leer en medio de aquel congal que parecía un festival incesante con música, borrachos y carros alegóricos de la vida misma, salía a caminar y pasaba los días merodeando por ahí”. Foto: Especial

Para mi amigo Arturo, cómplice de nuevas batallas

El infinito cabía en aquel pasillo de vecindad.
En cada puerta se alojaban demonios, hadas y otras divinidades cotidianas.

Era la colonia Santa María La Ribera, la calle de Eligio Ancona, el Distrito Federal, el código postal de la vulnerabilidad.
Mi rostro era redondo y unos tímidos pechos, queriendo ser redondos también, asomaban bajo mi camisa de uniforme escolar, tendría doce años. Un derroche de hormonas me pedía crecer y yo, que atisbaba que crecer era una chingadera, me resistía.
Todo me parecía inmenso, todo me aterraba, no le entendía ni a mi cuerpo ni a mi cabeza. Imaginaba que podía pasar mucho tiempo sola, que podía tener una casa entera para mí, un mar, una montaña, un árbol, o al menos una cama.
Pero no había modo, yo crecí en bola, entre siete hermanos y en una vecindad. La soledad anhelada se veía imposible. Entonces me refugiaba en los libros, pues sí, ni modo que no.
Porque el libro sí era enterito para mí, ahí estaba mi isla, mi tierra prometida, mi paraíso privado.

Cuando no había libro o no había modo de leer en medio de aquel congal que parecía un festival incesante con música, borrachos y carros alegóricos de la vida misma, salía a caminar y pasaba los días merodeando por ahí.
Los años que viví en una vecindad fueron determinantes para que me entregara, hambrienta, a dos de los placeres que hoy más disfruto: leer y recorrer las calles en busca de más calles.
Las vecindades son un engendro sui generis por su condición de umbral entre el afuera y el adentro, la privacidad es cosa complicada y, quieras o no, terminas viviendo en una pasarela de intimidades ventiladas a toda hora. La puerta de la calle siempre estaba abierta porque doña Luisa vendía quesadillas y tlacoyos en la entrada. La música del temible don Leobardo (todo tatuajes y testosterona) retumbaba hasta el hipotálamo. Él me presentó Goodbye Horses de Q. Lazzarus y Loosing My Religion de R.E.M. Los gritos de la señora Elvia intentando que su hija Esmeralda terminara con aquel pinche vago con el que la dulce muchacha ya cogía, eran también cosa que retumbaba en los oídos de todos.

En lo alto del portón —metálico y pesado, de un tono verde decadencia— pendía una imagen de la Virgen de Guadalupe. Pues sí, ni modo que no. La Virgen ostentaba flores frescas y velas aromáticas. Esa Venus del Tepeyac era lo único que los vecinos se esforzaban por conservar en buen estado.
Una noche volví de mi caminata, dispuesta a reencontrarme con Frankenstein de Mary Shelley que había dejado a la mitad unas horas antes y que masticaba pensando que era monstruosamente parecido a mí con ese cuerpo que no se decidía a crecer, la cara redonda, llena de incontables cicatrices por los barritos que masacraba con mis uñas y aquellas piernas flacas como carrizos. Crucé el umbral de la puerta cuando me di de frente con Esmeralda y su novio que ¡ay, dios mío! era novia. Fue apenas un segundo pero vi claramente que la novia —pelo corto, botas, camisa— tenía unos pechos bien definidos (no como los míos que sí pero no) en un bonito brassiere de encaje blanco que dejaba ver la camisa desabrochada. Seguí de largo y entré corriendo al cuarto donde vivíamos. Me senté en la orilla del sillón. Respiré.

Leí Frankenstein sin leerlo, otros seres extraños me ocupaban. Mi vecindad era un monstruo flaco y torpe, yo era una hembra de monstruo adolescente, flaca y redonda a la vez; la ciudad de México era un monstruo inmenso donde podías esconderte de todo. Pero esas dos chicas, no. Ellas no encajaban. Había en su imagen una belleza implacable, dos venus a los besos debajo de una venus guadalupana lustrosa y beata. Y ahora yo era su cómplice.

Las siguientes noches que escuché gritar a doña Elvia, me puse tensa. Algo en mí quería que el regaño terminara. Luego dejé de tensarme. Y empecé a sonreír con cierto orgullo cada vez que la señora arremetía contra ese pinche vago que su hija tenía por novio.

@AlmaDeliaMC

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