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ESPECIAL | El culo es un asunto delicado: la breve historia del papel de baño

20/04/2015 - 9:48 am

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Por Mar Abad, especial para SinEmbargo

Madrid, 20 de abril (ElDiario.es/SinEmbargo).– El culo es un asunto delicado. Especialmente cuando, al limpiarlo, raspa. Por eso el humano lleva buscando un método de limpieza apropiado desde el día en que se agachó al suelo a deshacerse de lo que ya no le servía.

Primero fue la naturaleza. Allí los esquimales encontraron la nieve y los costeros descubrieron las conchas de mar. También fue la hoja de una lechuga, la cáscara de manzana, el musgo, las flores, la arena, las piedras y el agua fría de la orilla de un río. Todo asumía la función de una fregona para arrastrar los desperdicios. Y el uso se extendió hasta hoy. El cosmos sigue siendo, al mismo tiempo, escoba planetaria y vertedero universal.

Después llegó la técnica. El mundo antiguo inventó un artilugio similar a los bastones de los oídos pero en otra dimensión. Era mucho más grande. El palo tenía que llegar al culo sin que el hombro se desarticulara y, al final, en vez de una bola de algodón, había una esponja liada. La escobilla mágica esperaba la llamada a filas en un recipiente lleno de vinagre, vino o agua y sal. Esa era la pócima encargada de disolver los restos del trabajo realizado y dejar la vara intacta para el siguiente uso. El siguiente uso, no del individuo que se marchó, sino de otro diferente.

La distancia entre los ricos y los pobres también entró en el aseo. Los poderosos del Imperio romano usaban lana empapada en agua de rosas y en los palacios de la Francia absolutista despertaron el gusto por la seda y los encajes. La exquisitez nunca tuvo hartura y así se fue estirando hasta llegar al aterciopelado cuello de un ganso.

Fue en el siglo XVI. En la provincia francesa de Poitou vivía un cura que amaba el humor. Era el renacentista François Rabelais, un médico y académico al que muy pocos tomaban en serio por su afición a las bromas escatológicas. Pero eso no lo abatió. Al contrario. El humanista se escondió en un seudónimo y escribió un libro titulado Gargantúa y Pantagruel. En ese relato, el padre, Gargantúa, utilizaba cuellos de gansos vivos para sentirse reluciente. Nada, decía, podía ser más suave.

Pocos años después John Harington inventó el inodoro con cisterna. El artista británico había leído la historia de Gargantúa, y como él, intentaba hallar el mejor limpiador del mundo. De ello habló en su libro La metamorfosis de Ajax (1596). «El papel blanco es demasiado suave. El marrón, demasiado áspero. La tela de algodón, demasiado rígida. La tela de raso, demasiado resbalosa. El tafetán, demasiado delgado. El terciopelo, demasiado grueso o, quizá, demasiado caro».

El rumor traspasó los siglos y debió llegar al rey del rock. Dicen que Elvis Presley tiró el papel a la basura y metió en el baño un puñado de cuellos de ganso. Pero esta historia flota en dudas. Es una leyenda urbana que, más allá de ser verdad o ser mentira, rueda por el mundo en beneficio de los excéntricos. Richard Smyth cuenta en su libroBum Fodderan absorbing history of toilet paper que una revista de música preguntó a Liam Gallagher, en el año 2000, por qué sentía esa fascinación por Elvis. El cantante de Oasis respondió:

—¿Mi fascinación por Elvis? Me basta con su manía de limpiarse el culo con cuellos de ganso, tío. Eso me mata.

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El país famoso por copiar viene de un pasado lleno de inventos. De allí viene la pasta, el compás, la seda, la pólvora, la imprenta y también el papel como tecnología para limpiar. Richard Smyth cuenta en su libro que en la China del siglo II antes de Cristo nació el primer papel del mundo de una mezcla de mora, redes de pescar, paños viejos y cáñamo. En algún momento entre esa fecha y el siglo VI el papel demostró sus habilidades higiénicas. Esto se sabe por un texto que escribió el oficial de la Corte china Yan Zhitui: «En el baño no hago uso de papeles con citas o comentarios sobre los Cinco Clásicos de Confucio».

El papel aún no había llegado al resto del mundo. El autor de Bum Fodder relata que en el siglo IX un musulmán viajó a China y escribió que los asiáticos no eran muy cuidadosos con la limpieza. No se lavaban con agua para cerrar capítulo. Utilizaban papel.

Quinientos años después, la industria del papel higiénico explotó. Bajo la dinastía Yuan producían un millón de paquetes de papel en la provincia de Zhejiang, según Smyth. «En 1393 manufacturaron 720.000 hojas de unos 60 por 90 centímetros para la corte imperial de Nanjing. La familia del emperador Hongwu recibía 15.000 hojas más suaves que el resto y, además, estaban perfumadas». Era un trabajo artesanal. Hoy la tradición continúa en algunas zonas de China, Birmania y Vietnam.

El papel higiénico entró en las tiendas en 1857. El inventor estadounidense Joseph Gayetty presentó un ‘papel medicinal para el cuarto de baño’ que prometía aliviar los sinsabores de las hemorroides. El poder reparador procedía del aloe vera del que se impregnaban sus hojas. Entonces el papel no entraba en los hábitos diarios y, mucho menos, rociado de una crema hidratante. El invento era un lujo para la época.

Aunque en esta historia, como en casi todas, no falta un Tesla para Marconi ni un Leibniz para Newton. Antes de que les otorgaran la medalla a Gayetty, hubo alguien que marcó el camino. Esta vez fue GW Atkins & Co, según Smyth. La compañía británica aseguró que, 40 años antes del ‘producto medicinal’, ya tenía una orden real para producir papel higiénico en Inglaterra.

El invento de Gayetty empezó a aparecer en prensa. En los anuncios decían: «No daña a las personas sanas y es un lujo dentro del chollo. Está garantizado, déjenos repetir, en la cura y prevención de almorranas. Es una comodidad para el hogar. Se convertirá en una necesidad popular».

Después llegó eso que llaman democracia en el mercado, es decir, papeles de batalla y precios más baratos. Marcas como Jeyes, Izel, Springfield o Prince hacían sus productos con esparto y, según Smyth, eran brillantes y tenían la ruinosa capacidad de absorber de un martillo. El tiempo fue expulsando los materiales más duros y suavizando el papel. En 1935 una marca anunció un ‘papel libre de astillas’. Era un paso. Solo faltaban 22 años más para que otra enseña, Andrex, presentara un papel ‘con la suavidad del algodón’ y lo pintaran de rosa para que no hubiera dudas.

Pero eso fue una anécdota. La limpieza siguió siendo blanca durante mucho tiempo. El color entró de verdad en el cuarto de baño por la influencia de la física cuántica. Un doctor en la materia, Paulo Pereira Da Silva, estaba en Las Vegas y acudió a una función del Circo del Sol. Los acróbatas lanzaron cintas negras al aire y el portugués pensó que los lazos voladores podrían convertirse en rollos de papel higiénico. Al volver a casa, decidió hacerlo. Al presidente de la compañía Renova nadie podía decir que no.

«Fue un hito. The New York Times publicó un reportaje cuando lo lanzamos en 2005. Es más que papel higiénico. Es un objeto de diseño que ha dado la vuelta al mundo», explica Lorenzo de Cárdenas, responsable de marketing de Renova España. El cambio cromático se hizo noticia en los medios y, a la vez, sembró una duda. Mil veces se oyó esta pregunta: ¿Cómo puedo saber si estoy limpio?

Después del negro llegó el azul, el amarillo, el rojo, el fucsia, el violeta, el naranja y el marrón. El marrón. Pero la sombra del negro permanecerá en todos ellos. En sus tripas. En sus entrañas. En el mandril, el cartón donde el papel se enrolla y, una vez gastado, aparece a menudo tirado como un cadáver en el cuarto de baño de un bar.

Todos los colores se vendían por separado hasta que en 2011 Benedicto XVI visitó España un verano en que el país ardía en los calores del infierno. La compañía dio la bienvenida al religioso con un ‘papel papal’. Era un paquete de dos rollos con los colores de la bandera vaticana: blanco y amarillo.

«El sueño de nuestro presidente es que el papel higiénico deje de ser el patito feo de la cesta de la compra», indica De Cárdenas. «Quiere que sea un objeto placentero y un regalo». Por eso le ha alzado un altar en la plaza del Comercio de Lisboa. «Al entrar hay un pasillo con una pequeña galería de arte. De ahí llegas a ocho cabinas grandes. Son baños insonorizados, con distintos diseños y varios tipos de papel higiénico. La entrada cuesta 50 céntimos y puedes llevarte el rollo entero que has utilizado por un euro». El lugar se llama ‘El cuarto de baño más sexy del mundo’.

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En el pasado, la partícula más ínfima del significado del mundo era la energía. En el presente, los científicos decidieron que, mejor, sería la información. Los tecnólogos, mientras tanto, armaban un siglo XXI lleno de aparatos que hablan, envían y reciben mensajes con el mismo desenfreno que esos desconocidos que desprecian que te blindes detrás de unos auriculares y te cuentan su vida, sin piedad, por el mero hecho de haber caído en el asiento de al lado.

La conversación digital es como la del incontinente de autobús. Se mete por todos lados. Hasta en el cuarto de baño, y en su desesperación, ha invadido la tersura del papel higiénico. Hace unos años apareció una aplicación que sabía cómo trasladar el timeline de Twitter de un individuo a las hojas de un rollo. Lo hizo la compañía Collector y se llamaba Shitter.

El uso del papel higiénico se alarga del amor al odio. De las bodas a las contiendas. Del Toilet Paper Wedding Dress Content a la guerra del Golfo. Este concurso de trajes de novias se celebra cada año en EE UU. Lo organizan dos mujeres, Laura Gawne y Susan Bain. Dos hermanas que dicen que lo pasaron tan bien organizando sus ceremonias que decidieron montar un negocio de ‘bodas elegantes baratas’. Lo llamaron Cheap Chic Weddings y desde entonces celebran cada año un desfile de mujeres que parecen un repollo blanco.

En la guerra del Golfo obligaron al papel a alistarse en las filas estadounidenses. Los soldados no contaron con que la arena del desierto no estaba de su lado. Iba a favor de su país y por eso, con el reflejo del sol, convertía el suelo en un grito de alarma: «Los tanques enemigos están aquí». El ejército de EE UU decidió envolver los carros de combate en papel higiénico para mimetizarse con la tierra y permanecer ocultos para los ojos del cielo.

En la Segunda Guerra Mundial también introdujeron el papel limpiador en la estrategia de guerra. En esa época las despensas de Europa estaban vacías y cualquier forma de avituallamiento, aunque viniese del enemigo, era una bendición. Cuenta Smyth en Bum Fodder que el director de Operaciones Morales de la Oficina de Servicios Estratégicos de EE UU, William J. Donovan, mandó a los aviones aliados fumigar Alemania con una campaña de propaganda contra los nazis. En cada hoja había un texto escrito en alemán que decía: «¡Camaradas! Ya tenemos suficiente de esta mierda. No vamos a luchar más contra Alemania. Solo contra Hitler y Himmler. El Partido Nazi nos ha llevado a todos por estos puñeteros derroteros y ahora solo piensan en salvar su pellejo. Dejémosles morir en la mugre. Vamos a intentarlo hasta acabar con nuestro último cartucho, pero necesitamos esos últimos cartuchos para liberar a Alemania de la mierda de las SS. ¡¡Acabemos!! ¡¡Paz!!».

También lanzaron hojas donde aparecían caricaturas de Hitler y otros dirigentes nazis. El papel mostraba el dibujo en una cara. En la otra no había nada. Eran dos lados y siempre que hay dos, hay que elegir. Las instrucciones que aparecían junto al rostro del Führer indicaban el uso correcto: «Utilice este lado».

El papel baja a menudo a las trincheras, pero ahí no está el límite. Puede llegar hasta un lugar más hondo. Hasta el propio averno de una sola tirada. Para los judíos ortodoxos el rollo de papel puede ser más peligroso que la ruleta rusa. Durante seis días a la semana no entraña riesgos. En sábado, es mejor no despistarse. En Sabbath, cortar las hojas por la línea de dientes se convierte en el formulario de entrada al orco. Es tan imprudente como afilar cuchillos, afinar instrumentos o pulsar el botón de un ascensor. Dios explotaría en ira.

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Los tentáculos digitales esperan en la puerta del cuarto de baño. Están entrando en el frigorífico, la lavadora, las persianas, la televisión. Todo empieza a conectarse desde el cuartel general del móvil. El baño queda ahí, al fondo, y no tardarán en entrar. «Imagino que en el futuro podría haber papeles que nos ayudasen a diagnosticar algún tipo de patología», indica el tecnólogo Mauro Fuentes. «Al contacto con el residuo, lo analizarían y podrían alertar si se detectara sangre o agentes patógenos».

Ese futuro supondría que el papel más vanguardista, en vez de incorporar microcápsulas de crema hidratante, como ocurre ahora, tendría sensores que enviarían información a un dispositivo.

Podría ocurrir también que el estado de los residuos apareciera en la pantalla de los aparatos que hoy miden los pasos caminados, las calorías fulminadas y los latidos del corazón. «Si el papel se volviera aún más tecnológico, podría incluirse en las estrategias de cuantificación», indica el director de Social Media de Ogilvy&Mather España. «Todos llevaríamos las pulseras en la muñeca y recibiríamos, en tiempo real, la consistencia de las heces desde un papel con sensores. Cada día se guardaría un registro de qué número hemos obtenido en la escala de Bristol».

O peor aún. Podría producirse la muerte del mundo tal y como fue hasta hoy. El creativo y tecnólogo Rafa Soto fantasea con un futuro así: «Empieza la lenta e imparable despedida de la escatología. De la observación recreativa de la parte final del ciclo alimenticio. Una pena, quizás, porque como decía Gaudí, Dios es el mejor artista. Pero dentro de muy poco esto cambiará. Vamos a entregarnos en los brazos de la tecnología. De la nanotecnología. Los japoneses ya toman pastillas para que sus deposiciones huelan a lo que pone en el paquete de píldoras. Que no está mal, pero que muy pronto llevará a algo más avanzado. Tomaremos pastillas con microchips incorporados. O sea, que serán deposiciones inteligentísimas y vete tú a saber todo lo que podrán aprender».

O mejor aún. Podría producirse el advenimiento de la Pootopia. Ese día en que, según Dave Praeger, «la sociedad se libere de la tiranía de los intestinos». El autor del libro Poop Culture: How America Is Shaped By Its Grossest National Product lleva años investigando sobre el inodoro como herramienta propagandística y arma opresiva, sobre lo que cuesta a la economía y a la salud del planeta cada vez que alguien tira de la cisterna, y sobre el cuarto de baño como salvación de la humanidad.

El autor propone construir una utopía. Quiere un mundo en el que hablar de estos asuntos no suponga angustia ni vergüenza. «Es la experiencia humana más universal», declara en la web de Poop Report. Porque hoy, todavía, el culo es un asunto sensible. Sobre todo, en Estados Unidos, el país que más papel higiénico compra en todo el mundo y donde más refunfuñan por la suavidad.

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