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Sandra Lorenzano

20/12/2015 - 12:00 am

Navidades eran las de antes

El árbol que poníamos dentro de la casa -a diferencia del que languidecía bajo la lluvia-, cobijaba paquetes de todos los tamaños. Con los años pasé de ser parte de la cuadrilla que envolvía regalos, a ser una Santa Claus bajita y pelilarga que llegaba cuando se apagaban las luces y sonaban las campanillas, con una almohada en la panza y barba de utilería, a repartir regalos.

El árbol que poníamos dentro de la casa -a diferencia del que languidecía bajo la lluvia-, cobijaba paquetes de todos los tamaños. Foto: EFE
El árbol que poníamos dentro de la casa -a diferencia del que languidecía bajo la lluvia-, cobijaba paquetes de todos los tamaños. Foto: Cuartoscuro

Para Papá y Mariani

Tengo el recuerdo de que siempre llovía. Todos los 24 de diciembre de mi infancia llovía. Corríamos entonces a quitar las luces del árbol del jardín. Eso era lo más importante. Que al día siguiente la estrella de Belén estuviera casi deshecha y más de una esfera se hubiera caído por el viento, era algo a lo que estábamos acostumbrados.

La verdad es que nos hubiera gustado tener una navidad como la de las películas: con árboles que brillan en la nieve. Las tormentas de verano que nos visitaban con exactitud matemática en aquellos sures, no alcanzaban, sin embargo, a cancelar nuestro deseo: cada año pensábamos que “ahora sí” tendríamos la presencia brillante de un verdadero árbol de navidad en el medio del jardín.

Si lográbamos siquiera eso, podíamos llegar a prescindir del tema de la nieve. Nuestro árbol era un pino, por supuesto, que llegó casi niño y que fue creciendo tanto que pronto fue imposible ponerle nada en la punta. Lo había plantado Don Spada, el jardinero que me enseñó a amar cada hoja, cada arbusto, cada centímetro de tierra de esa casa en la que viví los primeros dieciséis años de mi vida. Llegaba una vez por semana cargando su guadaña y su dulce dialecto italiano, incomprensible para mí; pero yo sabía que no hacía falta entenderle, lo suyo eran los silencios, y en ellos lográbamos encontrarnos él y yo.

Pero la verdadera artífice de esas navidades que -a pesar de la lluvia, y del fracaso del pino en cumplir la misión para la que había sido concebido- eran casi tan mágicas como las de Fanny y Alexander, era mamá. La historia de esto es larga. Tan larga como los cinco mil y tantos años de la cultura judía. Mamá, que había sido una niña judía, hija de ateos, librepensadores y comunistas, lloró cada nochebuena de su infancia por no poder celebrar (como celebraban casi todas las personas que la rodeaban) la llegada del Mesías, ni siquiera la de Santa Claus.

Así que mientras sus vecinos festejaban con sidra, pan dulce, brindis, música y cañitas voladoras, mi mamá se encerraba en su cuarto, lloraba y se prometía que el día que tuviera hijos, les celebraría las navidades más maravillosas de la historia. Y así fue. Abría la casa luminosa y generosa para quien quisiera sumarse a la fiesta familiar. Llegaban entonces parientes y amigos; había comida, bebida, risas, juegos, y regalos para todos. El árbol que poníamos dentro de la casa -a diferencia del que languidecía bajo la lluvia-, cobijaba paquetes de todos los tamaños. Con los años pasé de ser parte de la cuadrilla que envolvía regalos, a ser una Santa Claus bajita y pelilarga que llegaba cuando se apagaban las luces y sonaban las campanillas, con una almohada en la panza y barba de utilería, a repartir regalos. Recuerdo la cara de felicidad de mis hermanos menores cuando me veían hecha toda una Papá Noel. Ahí descubrí que uno ve lo que quiere ver (perdón por citar al buen Pero Grullo).

Esas nochebuenas maravillosas se terminaron al mismo tiempo que nuestra infancia. Cuando, ya adulta, he intentado reproducirlas me ha pasado lo mismo que al pino del jardín: nomás no lo logro, y languidezco como si estuviera bajo la lluvia. No heredé el optimismo y la alegría a toda prueba de mi madre, sino una mezcla bastante poco útil, en especial en estas fechas, de melancolía e incapacidad para el goce navideño.

Estas líneas van dedicadas especialmente a mi hija, porque ella ha sido la primera víctima de mis fracasados festejos. Y ha aceptado con la misma alegría de su abuela la posibilidad de ser feliz el 24 de diciembre de otras maneras: leyendo en una playa solitaria, cenando en una mesa de dos en un restaurante cualquiera, o viendo por enésima vez en nuestra vida “Love actually”. Así de paso lloramos, también por enésima vez en nuestra vida, con las escenas de los encuentros y las despedidas en el aeropuerto; tan parecidas para nosotras a las que vivimos cada vez que viajamos al sur.

Quizás me equivoque, pero creo que estas fechas (por lo menos una vez que hemos dejados de ser niños) han sido inventadas para llorar a lágrima suelta sin pudores de ningún tipo. ¿O no es así?

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).

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