ENTREVISTA | “Adiós a Dylan”, algo más que el retrato de un fanático: Alejandro Carrillo

21/01/2017 - 12:04 am

La novela ganadora del Premio Mauricio Achar está dedicada a Dylan. Pero no. Hay algo como Dylan en la apariencia, pero luego se despacha con el intrincado de una relación amorosa sin éxito, uno de esos complicados vínculos con los que aprendemos a crecer.

Ciudad de México, 21 de enero (SinEmbargo).- La novela Adiós a Dylan, ganadora del Premio Mauricio Achar organizado por Literatura Random House, está ideada con un sistema más que beneficioso: la enunciación de una canción por cada capítulo.

Está dedicada a Dylan. Pero no. Hay algo como Dylan en la apariencia, pero luego se despacha con el intrincado de una relación amorosa sin éxito, uno de esos complicados vínculos con los que aprendemos a crecer.

Es interesante ver cómo los nuevos mecanismos de lectura, destinados a esos jóvenes que no tienen como nosotros la misma mirada sobre los textos, encuentra aquí un nuevo caudal.

Sara, la chava de la que se enamora Omar, un obsesionado fan de Bob Dylan de 19 años. Sara, la Diosa Trágica que coincidentemente tiene el mismo nombre que la primera esposa de su ídolo. Sara, el ideal de la pureza y la sordidez que lleva a Omar a un viaje a través de la obsesión y la orfandad. Sara, la encarnación de todas las historias que el protagonista quiere vivir para tener “una vida de verdad”, llena de mierda y alegría, virtud y dolor, amor y hambre; una vida afuera de su mente, lejos de su existencia clase mediera.

Y en el medio, la música de Bob Dylan.

–¿Eres más fanático de Bob Dylan o de la novia?

–Pues el protagonista de los dos, lo que necesita es agarrarse a algo para salvarse.

–De todas maneras es un tema literario muy interesante el de Bob Dylan

–Sí, por supuesto. Es una figura mítica y poética que funciona, para mí escribir sobre él es lo que me encanta, me fascina él, me gustan sus imágenes. Yo creo que es un poco de trampa mía, lo primero que se me ocurrió fue tomar cada canción de Dylan y eso sirvió como una muleta para mí. Como un acordeón y te sientes más acompañado al escribir una primera novela.

–¿Sientes que Adiós a Dylan es una novela para jóvenes?

–Pienso que es para jóvenes, pero no sólo para jóvenes. No comparto mucho estas ideas nuevas de novelas para adolescentes, es lo mismo que decir que Guardián en el centeno es un libro para jóvenes y es mucho más que eso.

–Esta desconfianza en el amor igual es lo primero que te pasa en la vida

–Sí, claro, son experiencias que indudablemente te conectan con esa etapa de la vida, con la adolescencia, con el descubrimiento del amor, son épocas muy importantes.

–¿Cómo empezaste a escribir?

–Empecé a escribirla en 2010, tenía 28 años y empecé a tener claro a que el protagonista fuera fanático de Bob Dylan y los títulos como una canción, nada más. Y la fui escribiendo hasta que nació mi hijo, los primeros dos años de la vida de mi hijo casi no escribí nada. Después hice seis borradores de la novela, hasta que llegué al final y la mandé a un montón de concursos. Hasta que llegó la sorpresa y la alegría de haber ganado este Premio Mauricio Achar, que sirve para que mucha gente pueda ver la novela.

­–Fue muy bueno el discurso del jurado…

–Sí, desde Cristina Rivera Garza, que tiene una literatura mucho más ortodoxa, hasta el de Julián Herbert, más a mi tono. Ha podido llegar a gente que lee de maneras distintas.

–Me hizo acordar un poco a Nick Hornby

–Me fascina Nick Hornby. Creo que esta novela es muy distinta a él en el sentido de que llega a una profundidad que él no llega. Es muy bueno llegando desde la apariencia, desde la estética, desde el humor, me fascina eso de él. Llegas a sus libros, te ríes mucho, pero en el fondo pega donde tiene que pegar. Pero sí creo que se parece a Hornby en lo que tiene la novela de cultura pop, del rock…

–Vamos a hablar de la chica, ¿cómo la defines?

–Bueno, creo que Omar se está intentando salvar a través de Bob Dylan y Sara está haciendo lo mismo a través de Nacho. Está intentado salvarse a través del sexo. A ella le hace falta una figura materna y paterna.

–Lo que pasa es que la onda de Omar es más lógica, para su edad

–Sí, lo de ella es más peligrosa.

–¿Qué piensas del Nobel a Bob Dylan?

–A mí me hizo muy feliz, porque vino a agitar las aguas. Justamente es como cambiar las perspectivas de lo que debe ser literario, la literatura está en la voz, en los hiphoperos que están en las calles, no está sólo en los libros.

–¿Qué viene ahora?

–Ahora viene una novela, está bastante avanzada, sobre una reggaetonera, amante de San Judas Tadeo. Es esta exploración muy diferente y me tiene muy emocionado. Es enfrentar lo que está en la realidad, el reggaetón es muy misógino, pero dice las cosas que tiene que decir.

Lo que primero tenía era que se la quería dedicar a Dylan y la mención de una canción por capítulo, dice Alejandro Carrillo. Foto: SinEmbargo
Lo que primero tenía era que se la quería dedicar a Dylan y la mención de una canción por capítulo, dice Alejandro Carrillo. Foto: SinEmbargo

Por cortesía de Literatura Random House, transcribimos un párrafo de la novela.

Fragmento

It’s All Over Now, Baby Blue

4:12 Track 11 del Bring It All Back Home, 1965

Sara está muy seria y ya sé lo que me va a decir. Cuando por fin me explica que no quiere volver a verme, que lo siente pero se enamoró de Nacho, lo primero que me viene a la cabeza es It’s All Over Now, Baby Blue, la canción que Bob Dylan grabó el 15 de enero de 1965 en la tercera sesión de su álbum Bring It All Back Home.

En vez de la voz de Sara en mi mente ahora escucho los primeros tonos de la armónica y luego a Bob gritar con rabia que debo irme, que todo se ha acabado.

Los enormes ojos de Sara, su cara bajo la luz de la tarde, me hacen pensar que no podía acabar de otra forma. Una parte de mí siempre supo que este momento llegaría y nada lo describiría mejor que esta canción, y aunque me siento de la chingada, esa parte siempre quiso que acabara así.

Había conocido a Sara hacía más de un año en la biblioteca Vasconcelos. Vi por primera vez su sonrisa que podría iluminar una ciudad, cuando se sentó enfrente de mí y abrió un libro de Allen Ginsberg. Fue como si un imán me absorbiera el estómago, como si el destino jalara los hilos para hacerme voltear a verla al mismo tiempo que en mi celular empezaba Sad Eyed Lady of the Lowlands, la canción que Bob escribió para su esposa, embobado, como si contemplara una visión.

Durante diez minutos la vi de reojo pasar las hojas del libro. Mi corazón pateaba como si quisiera romper las paredes de las costillas. No podía ser casualidad. La historia de Dylan y los Beats siempre estuvo entrelazada. Además, en mis audífonos, Dylan seguía soltando su larga canción de amor: su rezo salvaje se estrellaba en mi corazón aventándome al vacío. Las palabras subían y se arrastraban a través de mi garganta, luchando por salir, abriéndose paso entre las voces que me decían: “Eres un pendejo, si le hablas vas a hacer el ridículo, va a fingir que no te oyó y se va a cambiar de lugar”. Con las manos temblando, por fin pude decirle, muy bajito: “Hola. ¿Te gusta Ginsberg?”.

Sara está enojada. Porque no digo nada, porque sigo sentado, mirando cómo la luz que entra por la ventana le cae sobre el pelo y la hace más hermosa que nunca, como una revelación que hasta el final me dejara ver el verdadero poder de su belleza. Quiero irme pero no puedo. De veras. No puedo. Tengo los pies pegados al piso y estoy a punto de llorar como un huérfano, viendo cómo los millones de besos y tragedias que nos tocarían vivir juntos se hacen pedazos, cómo el futuro donde Sara cuida a nuestros hijos mientras corretean en las dunas de Bayberry Dunes desaparece.

Después de mucho me paro y camino a la puerta, pero las rodillas me tiemblan y me tropiezo. Una ola de náusea me dobla en el momento en que salgo de su departamento. Bajo las escaleras del edificio, me pongo los audífonos y busco la canción en la que he estado pensando. Vuelvo a ese día en la biblioteca, al momento más extraño de esa tarde y probablemente el más extraño de mi vida, cuando me dijo que se llamaba Sara, Sara Reyes.

Estaba tan sorprendido que los nervios se detuvieron de golpe. Me quedé en blanco y sin preocuparme por lo que pudiera pensar, le conté la serie de señales que me habían hecho hablarle. Le dije lo que Bob Dylan significaba en mi vida: había leído cada biografía y sabía todo de él: el hospital donde nació en una pequeña ciudad minera en el norte de Minnesota, que su primera novia se llamaba Echo Star porque vino al mundo una noche en la que apareció un cometa. Le dije de la conexión con Ginsberg y que en el momento que se sentó junto a mí yo oía una canción que Dylan había compuesto para su primera esposa, que se llamaba Sara, como ella.

Sara Lownds y Bob Dylan, por supuesto, no se conocieron en una biblioteca, sino en Nueva York, en Greenwich Village, en el barrio donde Dylan tocó sus primeras canciones y donde escribió sus primeros versos sobre antiguas melodías folk.

Por suerte Sara, mi Sara, no se espantó. Sonrió como si me entendiera, me agarró la mano y me pidió que le contara más.

Dejo atrás el edificio de Sara y camino sobre Churubusco hacia Insurgentes. Todavía me siento enfermo y mi mente repite y repite sus últimas palabras mezcladas con los acordes de It’s All Over Now, Baby Blue, que ha seguido repitiéndose, y que seguirá una y otra vez hasta llegar a mi casa. Después de encerrarme en mi cuarto, la canción habrá alcanzado exactamente cuarenta y cuatro reproducciones seguidas.

Tonight I’ll Be Staying Here with You

3:21 Track 10 del Nashville Skyline, 1969

A pesar de la misma mirada triste, Sara Lownds y Sara Reyes son muy diferentes. Lownds era flaquita y misteriosa. Sara Reyes es grande: las piernas, las nalgas, los labios y los ojos, sobre todo los ojos, grandes como tormentas.

Encerrado en mi cuarto, una semana después de que me terminó por Nacho, pienso en eso: en su cuerpo. Es la una de la tarde y estoy abajo de las cobijas, con los párpados pegados, oyendo a Dylan en los audífonos, porque la casa está llena de invitados y no quiero saber nada de ellos. Me duele la cabeza y tengo la boca amarga y reseca. No puedo dejar de pensar en ella y en las ganas que tengo de acariciarla, así que meto la mano en mis bóxers y me masturbo, otra vez, como lo he hecho desde que me desperté. El recuerdo de su cuerpo me aprieta y hace que mi pene lata con fuerza entre mis manos, regando olas de placer y tristeza mezcladas en una misma sustancia. Es una sensación oscura que no me va a llevar a ningún lado ni me va a hacer sentir mejor, pero que no puedo parar. Mientras mis manos suben y bajan sobre la pared de carne, me imagino respirando otra vez el olor de su vagina. Cuando me vengo y el esperma se riega sobre mi estómago, agarro un poquito con la mano y lo pruebo, como si el sabor hiciera el recuerdo más real. Alcanzo a oír que alguien toca la puerta de mi cuarto. Subo el volumen y me acuesto boca abajo para seguir pensando en Sara.

Lo mejor de coger con ella era que me hacía sentir otro: cuando estábamos juntos lo demás desaparecía. Entre más nos veíamos el efecto se alargaba y, aunque no estuviera con ella, su presencia seguía cuidándome, como una armadura que me protegía de las partes duras del mundo. Era como si en medio de una vida de mierda hubiera aparecido una canción extraña y sus acordes hicieran saltar sonrisas del fondo de mis huesos. La rutina se me hizo pedazos y me parecía un milagro llegar a su casa y coger con ella, como si fuera tan normal, como si pasara siempre.

Siguen tocando la puerta. Tocan y tocan hasta que me levanto y les abro. Es mi mamá, me dice que mi prima está preguntando por mí, que deje de hacer lo que estoy haciendo y baje a saludarla.

Las caras de mis tías me ponen más triste de lo que estaba. No importa que Julieta esté ahí, sentada en el sillón, sonriéndome. Supongo que a una parte mía también le da gusto verla, a la que siempre le han gustado sus pestañas larguísimas y sus labios de geranio, pero es una parte insignificante, porque la hago a un lado muy fácil. Les digo que me siento mal y regreso a mi cuarto.

Apago la luz, pongo la misma canción que estaba oyendo y me meto a las cobijas. La primera vez que cogí con Sara fue una semana después de la Vasconcelos. Apuntamos nuestros mails y teléfonos y nos despedimos. La noche después de conocerla no pude dormir. Escuché cuarenta y nueve veces seguidas Sad Eyed Lady of the Lowlands, lo que equivale a 9 horas con 13 minutos. Para las noches siguientes hice una playlist con 16 versiones de la canción: en mono y estéreo, la maqueta, 2 bootlegs y 10 covers. Las líneas digitales que formaban su número de teléfono apuntado en mi celular aventaban toneladas y toneladas de luz: cada vez que lo veía las ilusiones saltaban, se regaban adentro de mí. Repasaba el encuentro una y otra vez, encontrando parecidos entre la cara de Sara y los versos de la canción. Pero no me atrevía a hablarle. Así al menos tenía el impulso eléctrico de su número de teléfono y la posibilidad de algo más. Porque si le marcaba, la historia podía acabarse antes de empezar: si Sara no me contestaba o ni siquiera se acordaba de mí, se apagarían las ideas del futuro y yo regresaría a mi vida lenta y sin chiste.

Lo único que hice fue agregarla a Facebook, para que cuando aceptara mi solicitud de amistad pudiera decirle en el chat: “Qué suerte que te metiste al mismo tiempo que yo”. Nunca se conectó.

Pero dos días después me habló al celular.

“Hey, chavo. Ya oí la rola que me dijiste. Está chidita. Oye, ¿qué onda? Hay que vernos ¿no?”

El día que nos volvimos a ver fue en casa de Sara, un departamento en el primer piso de un edificio en la calle de Londres. Me llevé la guitarra y el soporte de metal de la armónica, aunque no sabía tocarla, sólo porque me gustaba cómo me veía con ella. Le canté Tangled Up in Blue, porque la rola habla de los primeros momentos de Dylan y Sara. Aunque también habla del final, de la mierda y la alegría, el principio y el adiós: una historia de amor completa comprimida en los 5 minutos con 40 segundos que dura la canción. Mientras yo cantaba, Sara sacó su celular y se puso a tomarme fotos. Cuando acabé, me quitó la guitarra, me agarró de la mano y me llevó a su cuarto.

La pared de atrás de su cama estaba tapizada con páginas completas arrancadas de revistas de rock. El foco del techo tenía una cubierta roja que transformaba la luz empapando el cuarto con un rosa pegajoso.

Sara se acercó a su compu, escribió algo en Facebook, prendió un cigarro, dio dos fumadas y me dijo que me sentara en la cama. Me besó como si ya nos conociéramos y lo hubiéramos hecho un millón de veces: sentí su lengua moverse despacito adentro de mi boca, chocando contra la mía, encimándosele, tapando los gritos de alegría que se me querían salir. Me soltó, regresó a la compu, puso otra canción, tal vez alguna cosa como Café Tacuba, dio otra fumada a su cigarro, agarró su celular y me quitó la sudadera y la playera.

“Ten, nene. Graba”, me dijo, y me dio su teléfono. Vi a través de la pantalla del celular cómo se quitó la blusa bailando despacio y agarrándose la cintura al ritmo de la música. Vi sus tetas enormes queriendo reventar los pixeles del teléfono y desparramarse afuera de la pantallita. Se desabrochó el cinturón y uno por uno los botones del pantalón de mezclilla. Después me empujó para que quedara acostado sobre la cama, boca arriba, y se paró encima de mí, con una pierna a cada lado de mi cuerpo para que la grabara desde abajo. Se quitó el pantalón y los calzones, todavía bailando. Desde esa posición se veía mejor, más grande y real: las tetas y la panza y las piernas y la vagina, rasurada, acolchonadita y perfecta. Parecía una diosa gigante que lo supiera todo, controlando cada segundo y cada movimiento de lo que pasaba en el cuarto y afuera, en el mundo, en el universo. Sara se agachó poco a poco hasta quedar sentada encima de mí. Con una mano me ayudó a quitarme el pantalón y los bóxers y con la otra se acarició los pezones. Yo ya lo tenía bien parado. ¡Era demasiado! Demasiada puta alegría y demasiados nervios y demasiado presente. Sara me masturbó, duro, apretándomelo mucho mientras cerraba los ojos. Le dije que me esperara, y casi sin moverme, para que no se rompiera el hechizo, me estiré para alcanzar mis pantalones y sacar el celular. Me puse los audífonos, busqué una canción y le di play. Volví a agarrar su celular y grabé su cara con los párpados cerrados, un close up de su lengua asomándose por los labios, sus dedos con uñas rosas de princesa, frotándome.

“Graba, nene. Sigue grabando”, me dijo, alzó las nalgas tantito, me acomodó el pene y se lo metió poco a poco, acompañando la entrada con unos gemidos roncos.

Se soltó el pelo. Seguía con los ojos cerrados y el color azul brillante, fosforescente, del maquillaje sobre sus párpados. Las gotas de sudor la hacían brillar como en una película. Y todo era perfecto por eso, porque la veía a través de una cámara y era como estar en el cine, viendo a una estrella: la canción en los audífonos golpeaba contra mis oídos, en oleadas, como el placer y las ganas que tenía de gritar y venirme. La batería, el órgano y Bob aullaban con locura, “Honey I want You! I want You! so bad”. Yo estaba adentro y afuera de mí, saltando de la cámara a la canción a mi cuerpo. Veía la escena desde afuera, queriendo capturar cada instante del milagro, guardar todo lo que no podía grabar la cámara: el olor agrio de su vagina, sus gemidos de otra dimensión, los golpes de mi corazón, la música de Bobby sobre nuestros cuerpos. Respiré profundo y dejé que el sonido de la armónica terminara de transformar la escena, de elevarla. El enterrador culpable, la reina de espadas y el pequeño niño con su traje chino, de la letra de la canción, cobraban vida alrededor del cuarto, corrían desquiciados sobre el tocador, abrazaban a los rockeros pegados en la pared, nadaban en el humo de cigarro que flotaba sobre nosotros.

Cuando me dijo: “Chavo, espérate. No te vayas a venir”, regresé desde la escena donde me contemplaba a mí mismo y me di cuenta que sí, que estaba a punto de venirme. Sara movió la cadera más y más rápido, aventándola contra mí. Los gemidos escurrían de su boca, uno tras otro tras otro tras otro, subiendo el volumen hasta llegar a un último crujido, un último grito rebotando contra las paredes del cuarto y de mis tímpanos y de mi corazón. “¿Sí aguantaste, verdad?”, le dije que sí y me sonrió con la sonrisa más dulce que jamás nadie me había sonreído. Me dijo que me parara. Ella seguía con las rodillas hundiéndose sobre el colchón y la cara, ahora, enfrente de mi pene. “No dejes de grabar”, me dijo, me lo agarró y me lo jaló muy rápido muy rápido muy rápido hasta que a través del celular vi cómo el líquido blanco saltó hasta su cara y se estrelló sobre la pintura azul de sus párpados, sobre su nariz, sus labios y sus dientes.

Después Sara me pidió el celular. Se limpió con un kleenex y se salió del cuarto. Yo fui al baño. Al salir me quedé parado enfrente del espejo. Prendí un cigarro y mientras soltaba el humo y éste subía despacio y se mezclaba con mi reflejo, me fijé que además de mi cuerpo flaco y moreno, de mi pelo largo, medio ondulado, y el fleco que me tapaba un poco los ojos, había algo más, algo que no había visto antes. Algo que me hacía más grande, más interesante y profundo. Más parecido a Bob Dylan.

Me quedé así un buen rato, contemplando al nuevo personaje del espejo, pensando que esta versión se parecía más a mí mismo que ninguna otra, y que si Sara también veía a este personaje guapo y misterioso, ésta iba a ser una buena historia.

Una novela con Dylan como centro. Foto: Especial
Una novela con Dylan como centro. Foto: Especial

She Belongs to Me

2:47 Track 10 del Bring It All Back Home, 1965

Las luces escurrían de su pelo y de sus ojos y salían de sus labios como un río. Estaba llena de piedras preciosas y era un solo de guitarra infinito. La noche ardía cuando estaba a su lado. Pero también el día y la gente a su alrededor: ardían y resurgían más hermosos que antes. El humo de sus cigarros formaba una cortina de la que se asomaba de vez en cuando y me sonreía. En sus ojos cabían miles de palabras y millones de canciones. Ella podía quitarle la oscuridad a la noche y pintar de negro el día. Se callaba cuando lo único que querías era oírla, y hablaba en las iglesias y en los panteones sin parar. No tenía vergüenza, las palabras no lo pensaban dos veces y se aventaban de su boca al vacío. Le valía madres todo. Le importaba todo. Caminaba sobre la cuerda floja como si fuera una avenida muy grande. Sus muslos eran una cerca electrificada quemando mi corazón. Tenía una voz grave, de acero, como un tren recién construido. Era fría, como un cuchillo recién afilado. Ardía y cuando su pecho se pegaba al mío hacía que mis deseos se cumplieran. Sara era como el ruido de neón de las ciudades, como una gitana leyendo la palma de una mano sin siquiera verla, como una virgen que conocía las respuestas antes de ser preguntadas. Sara era un amuleto. Y Sara era mía.

Había salido de su boca como si nada: “Hey, nene. Ahora soy tuya”. Me dio miedo, que me lo dijera así, como cualquier cosa. Y no era cualquier cosa: esas palabras terminaron de hipnotizarme. Me lo había dicho unas tres semanas después de la primera vez que cogimos, en su casa, a las dos de la mañana. Traté de detener el momento, de ponerle música: ¡al fin estaba adentro, en el corazón oscuro de una historia de a deveras, de las que consumen y duelen y te hacen sentir vivo! Aunque era de madrugada yo quería salirme a la calle a gritar con ojos inyectados de amor que ella era mi gitana, que podían todos irse a la chingada: ya no tenía que buscar, ya sólo había que abrir bien los ojos para no perderme ni un detalle. Para aprenderme cada capítulo de la historia.

Una semana después de su declaración desvelada yo estaba esperándola en mi cuarto, recordando la escena: mi mente sumergida en el sonido místico de sus labios soltando las sílabas que confirmaban el Sueño: “Nene, ahora soy tuya”. Vi la hora. Apagué el estéreo, me puse los audífonos y bajé corriendo las escaleras todavía tarareando She Belongs to Me. Mi papá estaba, como siempre, encerrado en su estudio, y mi mamá, como siempre, con mi tía o con sus amigas del catecismo, así que, como siempre, salí sin avisarle a nadie y me senté en la banqueta a esperar a Sara.

Estaba muy cabrón sentir eso: como un rumor o una luz fosforescente vibrándome abajo de la piel. ¡Tenía que ser lo mismo que Bob había sentido por su Sara! Seguro a él también se le había llenado el cuerpo de luces cuando la veía. Me puse a pensar en ellos, a reconstruir la escena de su casamiento a escondidas en algún lugar en Nueva York, cuando Sara, mi Sara, me tocó el hombro. Llevaba una blusa sin mangas con un logo de las Ultrasónicas y en la frente un fleco partido en dos que le caía a los lados de la cara como relámpagos.

“Hey, chavo. Qué onda. Tengo dos minutos estacionada enfrente de ti. ¿En qué piensas?”, me dijo y me dio uno de esos besos lentos, donde la lengua se toma el tiempo necesario para arrastrarse adentro de la otra boca intercambiando su saliva. Luego me jaló del brazo y me dijo que me subiera al coche. Se estacionó enfrente de la casa de su amiga Rosa, en una vecindad vieja en la colonia Guerrero. Rosa medía más o menos lo mismo que Sara, pero estaba más flaca. Era güera y aunque se le veían las raíces negras, estaba, y seguro sigue estando, muy bonita. Llevaba un vestido negro, pegado, con un escote enorme de los que hacen que las tetas se vean más grandes de lo que son. Se veía buena onda. Sara le dijo: “Güey. Éste es mi chico”, y me señaló. Se metieron a la vecindad agarradas de la mano. Yo las seguí, nervioso, porque no conocía a nadie.

La fiesta se desparramaba sobre el pasillo de la vecindad. Había un montón de punks y darketos en grupitos, tomando caguamas y fumando mota. De pronto sentí que estaba en una película. Eso me quitó los nervios: por fin pasaba algo interesante en mi vida, por fin se llenaba de callejuelas oscuras de mala muerte a la mitad de un barrio podrido y de personajes rotos salidos de Desolation Row. Gracias a Sara. Si no la hubiera conocido habría estado en mi cuarto, como todas las noches, viendo videos de cumshots en ampland.com y jalándomela como si se fuera a acabar el mundo. Pero estaba ahí, en el pasillo, embobado por la noche.

Saqué uno de mis cigarros y le di uno a la Morris, que se veía más tímida que yo y que no me había dicho nada desde que Sara me la presentó antes de meterse a la casa de Rosa y dejarme aquí afuera. La Morris aceptó el cigarro, sacó un encendedor de su morral y me lo dio para que prendiera el mío. Se veía que era chida, la Morris, pero estaba bien fea y no me podía imaginar cómo alguien se la iba a coger, nunca, por más que quisiera vivir una experiencia sórdida. Tenía una panza gigante, como una caja de cervezas, que hacía que la playera de Los Ramones se le levantara como lona de tianguis. Además estaba chiquita y su pelo formaba una hilera picuda de pelos rosas y morados de más de treinta centímetros.

“Entonces… ahh… ¿eres el novio de la Sara?”, me preguntó. “Sí”, le dije, y ella se quedó callada, como si fuera una compu muy lenta que tuviera que procesar cada pedacito de información, y por fin me respondió con un: “Y… oye ¿tú si vas mucho al Chopo?… porque es que… nunca te había topado”, “No, casi no”, le contesté y después de mucho, cuando creí que ya habíamos acabado de hablar, me dijo: “Ahhh, y… ¿oye? ¿Tú fumas?”. “Sí”, le dije, “Delicados”. “No. De ésos no. De la buena”. Sólo había fumado mota tres veces, una con mi hermano David, antes de que se muriera, una con Julieta y una con Sara, pero le dije que sí. “Chido… ¿Y tienes?”. Le dije que no y pasaron otros treinta segundos hasta que abrió su inmensa boca de tortuga y suspiró uno de sus largos “ahhhh” y luego, como en cámara lenta, buscó en el morralito de tela que llevaba colgando en el hombro y sacó una estopa húmeda y me la dio.

No había probado la mona y no tenía muchas ganas, pero no quería decirle que no y me quedé pensando. Nunca había leído que Dylan ni Kerouac hubieran escrito sus visiones después de meterse cemento o resistol cinco mil o lo que fuera eso. Pero a lo mejor sí lo habían probado y nunca lo dijeron y la experiencia podría servirme, en un tiempo. Cuando estuviera listo escribiría sobre esta noche: una cobija de alucinaciones metiéndose en mi cerebro, sacándome de mi mundo de niño y dejándome ver la vida como realmente era.

La voz del Profesor me sacó de mis pensamientos. Todavía no sabía que se llamaba así, pero el güey que acababa de llegar con un grupito de tipos de mi edad, se presentó con ese nombre.

“Buenas noches. Dígame. Usted debe ser el nuevo novio de Sara”, me dijo el Profesor.

Le regresé la estopa a la Morris sin haberla probado.

“Buenas noches para usted también, señorita Morris. ¿Cómo se encuentra?”, le dijo a ella.

“Ahhh… qué onda profe. Qué hay”, le contestó y le dio un jalón a la estopa.

“Entonces, caballero, ¿es usted o no el nuevo amante de Sara?”. Además de la forma ridícula en la que hablaba, el Profesor se detuvo en la palabra nuevo y la dijo con más ganas. Yo volteé con la Morris y vi cómo ella se encogió de hombros, y finalmente le contesté al Profesor que sí, hasta medio orgulloso.

“Muy bien. Muy bien. Entonces, ¿ya sabe usted que es una prostituta?”

El Profesor esperó mi respuesta sin quitarme los ojos de encima. Llevaba un saco de pana y seguro medía más de un metro ochenta y cinco. No sé. Creí que tenía unos cuarenta y algo de años. Como no le contesté, me repitió la pregunta, como si fuera un guión y yo debiera saberme la siguiente línea de memoria. Pero no me la sabía, así que volvió a repetirla y, esta vez, después de decir la palabra prostituta apretó los puños, y aunque sólo era un montón de huesos, mejor me hice para atrás. El Profesor trató de controlarse.

“¿Ya viste su página? ¿Ya sabes que es una meretriz?”

En eso llegó Sara, como si lo hubiera olido. La vi salir de casa de Rosa y pararse enfrente del Profesor.

“¿Qué quieres, güey? ¿Qué estás haciendo?”, le dijo, escupiéndolo con cada palabra.

El Profesor le contestó temblando de coraje. Parecía que había esperado mucho por esto y por fin podía decírselo en su cara.

“Nada, mi amor. Pero estaba a punto de decirle que escribiera ‘Zara con zeta, B. Mexican Bunny webcam’ en Google. Ahh. Y que eres una prostituta. Pero no se lo dije. No te preocupes. En eso llegaste y…”

Durante unos segundos todo, menos la batería y el bajo que golpeaba en las bocinas del estéreo, se quedó en silencio, o eso sentí, al menos. El Profesor se acomodó el pelo güero y grasoso atrás del cuello y apretó los labios como en una señal de victoria, como gritándole por dentro: ¡Ya te chingué! Y ya se estaba relajando y empezando a sonreír, cuando Sara lo empujó.

“¿Sí, pinche puto? Ándale. Sácalo todo, papito. ¿Qué más?, desahógate, puto.” El Profesor se puso a tartamudear, pero todavía estaba muy encabronado y eso le dio fuerza, aunque no tanta, porque ya nada más me hablaba a mí, como si Sara no existiera.

“Tu novia es una meretriz nihilista”, me dijo y se hizo para atrás agarrando valor para empujarme. Pensé en mi hermano David y en todas las veces que me dijo que lo acompañara a sus clases de box.

Sara se paró entre los dos.

“¿Ya acabaste, pendejo?”, le dijo y le dio un puñetazo en el estómago. El Profesor trató de jalar aire, pero Sara se le echó encima, lo tiró al piso y le siguió pegando en la cara. Él se tapó, como pudo, con las manos, pero no le servían de mucho. Ya hasta estaba llorando. “¡Pinche puto!”, le gritaba Sara, sin dejar de madrearlo. Yo traté de salirme y tomar aire porque me estaba mareando, pero no pude porque ya había un montón de gente alrededor de nosotros, emocionados por la sangre, como si estuvieran en la secundaria. Sara seguía aullando: “¡Pinche puto, pinche puto!”, y cuando la Morris y el grupito de adolescentes del Profesor reaccionaron y se la quitaron de encima, la cara del Profesor ya parecía un trapo viejo, empapado de sangre y con menos dientes. Entre tres agarraron a Sara para que no se le volviera a aventar, pero ella seguía soltándole patadas y se les zafó y le alcanzó a pegar otra vez, hasta que dos chavitos arrastraron al Profesor a otra parte. Yo no sabía qué hacer. Sara estaba en el piso y la Morris la estaba abrazando. Pensé que si me acercaba a lo mejor ni me reconocía, como esos perros doberman que …

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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