CUENTOS DE NAVIDAD (1): Algunas condiciones indispensables para que nazca un dios

21/12/2011 - 12:00 am

El libro se llama EL ÚLTIMO ÁRBOL, Cuentos de Navidad. Circula bajo el sello Planeta. La selección y el prólogo son de Mónica Maristain, escritora, periodista, agente literario. Y ya está en su tienda o librería más cercana.

Las historias y los mismos autores dan garantías a este libro. Bien editado, cuidado, selecto,  EL ÚLTIMO ÁRBOLes una excelente opción para los días sueltos del fin de año. Se lee rico, rápido. Muy recomendable. Escriben:

Héctor Abad Faciolince – Federico Andahazi – Edgardo Cozarinsky – Álvaro Enrigue – Rodrigo Fresán – Santiago Gamboa – Ana García Bergua – Francisco Hinojosa – Mónica Lavín – Norma Lazo – Elvira Lindo – Élmer Mendoza – Andrés Neuman – José Ovejero – Alejandro Páez Varela – Pedro Ángel Palou – Santiago Roncagliolo – Alberto Ruy Sánchez – Antonio Ungar – Juan Pablo Villalobos 

“A fuerza de negarla, la tradición de los cuentos de Navidad, cuyo paradigma inevitable es, sin duda, la historia del huraño Ebenezer Scrooge, contada magistralmente por Charles Dickens, se niega a perecer en la Literatura. Aunque los cuentos contemporáneos no suelen traer moralejas ni participar en esa magia redentora por medio de la cual los malos se convierten en buenos y los buenos en mejores el día en que se celebra el nacimiento del niño Dios, se erigen de todos modos en un testimonio irrebatible de que la ocasión navideña es todavía un buen tema para los escritores”, explica Maristain en la presentación.

En los siguientes días, SINEMBARGO.MX les llevará a ustedes un cuento diario; sólo nos han autorizado algunos de toda la colección, pero creemos haber seleccionado textos poderosos. ¡No se los pierda!

Y, ¿sabe qué?, lo mejor será que busque el libro. Muy, muy recomendable.

Por lo pronto, los dejamos con esta primera entrega, de un autor mexicano bien conocido.

Sin más, damos paso al inicio de la serie…

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Algunas condiciones indispensables
para que nazca un dios

Por Álvaro Enrigue

Augusto, César Augusto, sabe que Júpiter no lo está viendo cuando se detiene frente a los escalones del Senado para contarlos; son siete, uno por cada colina. Los jardines ya cuajaron de flores sin que pese todavía el calor; un viento frío y húmedo que cruza el Foro castiga sus pantorrillas. Se talla un hombro, más para recuperar la seguridad que para matar el escalofrío que implica detenerse bajo la sombra ominosa que arroja la basílica. Pese a que ya es mediodía, la plaza está silenciosa y desierta. Es el tipo de paz que más disfruta: la impuesta.

En Nazaret, Miriam ya está hilando. La casa de Joseph, su guardián, se ha quedado vacía, como pasa siempre des- pués del almuerzo y la siesta.

Si Júpiter atara un cordel infinito a una de las patas de su asiento del príncipe en la Curia de Roma y trazara con él un círculo que fuera cubriendo todo el imperio, el hilo alcanzaría su máxima extensión en Judea: el fin del mundo. Sería un cordel que jalarían todos los dioses de todos los hombres rendidos a Roma. Lo jalarían los titanes de los desiertos de África, las diosas agrícolas de los iberos, los ancestros de los galos, los señores guerreros de los godos, los leones alados de los babilonios. En Judea, Yahvé, siempre indiferente y de malas, siempre metido en pleitos más bien indignos de su estatura, dejaría caer el cordel.

El príncipe aguanta la respiración y sube tan aprisa como se lo permite la dignidad imperial. Un grupo de gente que lo espera en el corredor comienza a aplaudir. Sabe que son burócratas llevados ahí expresamente para ovacionarlo; aún así, el lugar es incómodo. Gira la cabeza para abarcar su entorno completo en una sola mirada. Está en el cuarto escalón; todas las entradas al sitio se encuentran resguardadas. Saluda con una mano y, mientras lo hace, verifica el número de pretores que lo cuidan: cuatro arriba, cinco abajo, y dos apostados en cada una de las esquinas del edificio; además, hay un grupo de cinco en cada acceso; en total cuarenta y tres soldados. Los que lo vitorean son apenas seis. Suelta el aire que ha estado conteniendo. Agradece con una inclinación de cabeza. Las aclamaciones no se detienen, al contrario, suben de tono; dos viejos particularmente desagradables lo llaman divino. Hace un gesto con una de las manos y todos los guardias a su espalda integran un círculo en torno a él. Los de arriba forman una valla ridícula para contener a los burócratas que hayan expresado un entusias- mo exagerado. Justo antes de cruzar el umbral de la curia se vuelve y dice: “Soy solo su príncipe”.

Judea está más seca que nunca durante las primeras se- manas de la primavera. Las tardes caen francamente tibias. Joseph, que camino al taller se detuvo a convencer a algún cliente de que le diera unos días más para terminar un trabajo, recuerda a su padre. Se pasa la lengua por los labios, se talla la cara. Detiene su marcha y mira al vacío durante un momento; después se desvía rumbo a la fuente. Camina lento, como si estuviera adolorido. Antes de agacharse por la jícara, se vuelve a tallar la cara; casi puede sentir la mirada rasposa de Yahvé en la nuca. La noche anterior decidió que usaría su preeminencia de guardián de Miriam para pedirla en el Templo como esposa. Al principio había considerado un despropósito que se la hubieran encargado a él —tan agobiado siempre porque sus hijos no terminaban de irse de la casa paterna— pero con el transcurso de las semanas se había ido prendado de sus ausentes ojos iranios, su nariz y boca casi africanas, el color aceitunado de sus manos, la ligereza con que se movía por la casa riéndose de cosas que nadie había notado que tenían gracia.

Dentro de la basílica, Augusto se siente a sus anchas. La gritería le recuerda los días en que nadie sabía cuántas guerras se estaban peleando y él caminaba sin miedo entre la gente. Algunos de los senadores —sobre todo los de las provincias más distantes— guardan un silencio respetuoso al verlo entrar. Unos cuantos lo aclaman. Va contando a los presentes mientras avanza. La mayoría, los romanos viejos, siguen sus discusiones, dirigiéndole un gesto cordial cuando pasa frente a ellos.

María sigue hilando, sola en la casa.

Frente al espejo quebrado del agua de la fuente, Joseph recuerda cuando hacía muchos años —casi treinta— le anunció trabajosamente a Jacobo su primera boda. El viejo respondió: “Ya sabes lo que pienso, sería mejor que siguieras los pasos de tu hermano y te retiraras a una de las cofradías de célibes del desierto: si no hay semilla, no hay maldición”. Estaban en la carpintería. El viejo se limpió el sudor de la frente y siguió aserrando un madero, su hijo volvió a lo suyo. Después de un tiempo, se animó a insistir: “No tengo vocación para el retiro, y alguien tiene que ayudarte con la carpintería”. “Piénsalo bien, ya no eres un niño y conoces los augurios; para nosotros no es igual tener descendencia”.

“Ya lo pensé”. “Entonces para qué me preguntas”. Unos meses más tarde, en su lecho de muerte, Jacobo insistió en el asunto cuando se vio a solas con Joseph: “Prométeme que bajo ninguna circunstancia vas a permitir que tu mujer dé a luz en la ciudad de David”. Hacía generaciones que la descendencia del rey de los judíos prefería no llamar a Belén por su nombre.

El príncipe sube los dos escalones del templete desde el que preside las sesiones y recorre de un vistazo a la concurrencia antes de sentarse parsimoniosamente. “¿Comenzamos?”, le pregunta un patricio. Levanta las cejas y responde: “Faltan los meridionales”. Una risotada general señala que ya todos le están atendiendo. Espera un poco e impone silencio con un gesto de la mano.

Miriam sigue hilando. Augusto dice: “El Imperio ha crecido hasta más allá de lo que sospechamos y ya no sabemos ni a quién cobrarle impuestos”. Joseph hunde la jícara en la pileta. Otro dios, uno nuevo que no es ni el del carpintero ni el de su príncipe tan remoto, despierta y jala el cordel de Júpiter. Joseph sufre un escalofrío al contacto del agua helada con la coronilla. Augusto propone: “¿Por qué no hacemos un censo?”. La rueca de Miriam va a dar al suelo.

Álvaro Enrigue. México, D. F., 1969. Vivió en la ciudad de México y en Washington D.C. Ha sido profesor de Literatura en la Universidad Iberoamericana y de Escritura Creativa en la de Maryland. Se dedica desde 1990 a la crítica literaria y ha colaborado en revistas y periódicos de México y España. A su regreso a México, después de una breve etapa como editor de literatura del Fondo de Cultura Económica, pasó a formar parte de la revista Letras Libres, fue editor en Conaculta y ahora vive en Nueva York. Ganó el Premio de Primera Novela Joaquín Mortiz con La muerte de un instalador (1996). Otras de sus obras son Hipotermia (2005) y Vidas perpendiculares (2008). Fue seleccionado por la New York Public Library como escritor residente en 2011 y 2012 junto a Jonathan Safran Foer y James Fenton, después de la publicación en México y España de Decencia (2011).

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