“Cutberto quedó de venir”, dice familia de uno de los 43; culpa al gobierno “corrupto”

21/12/2014 - 12:05 am
La familia de Cutberto aún lo espera. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
La familia de Cutberto, uno de los 42 normalistas desaparecidos, aún lo espera. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

Atoyac de Álvarez, Guerrero, 21 de diciembre (SinEmbargo).– Berenice Ortiz Ramos ha soñado que su hermano Cutberto, uno de los 42 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos aún desaparecidos desde la noche del pasado 26 de septiembre en Iguala, regresa a casa.

¡Hey, hermana!, le dice Cutberto en el sueño, y ella le pregunta que cómo los tenían a él y al resto de sus compañeros normalistas.

Cutberto le contesta que estaban mal, pero que les daban de comer.

Ayer se cumplieron 12 semanas de que Berenice, su madre María Araceli Ramos, su padre Óscar Ortiz Serafín y cuatro de sus hermanos nada saben sobre el mayor de ellos, Cutberto Ortiz Ramos.

Cutberto tiene 22 años y es uno de los 43 normalistas que fueron atacados, detenidos y desaparecidos por policías municipales de Iguala y Cocula, según la versión oficial, entre la noche del 26 de septiembre y la madrugada del día siguiente.

Fue el día 27 de septiembre cuando la familia Ortiz Ramos recibió la noticia.

La familia de Cutberto vive en San Juan de las Flores, un pueblo enclavado en la sierra de Atoyac, al noreste del estado. De esa comunidad también es Bernardo Flores Alcaraz, otro de los 42 normalistas que aún está desaparecidos.

Además de vecinos, Cutberto y Bernardo comparten el hecho de provenir ambos del mismo municipio que Lucio Cabañas Barrientos, profesor rural, guerrillero y líder del Partido De Los Pobres.

En el caso de Cutberto, además, su abuelo materno, Felipe Ramos Cabañas, y los hermanos de éste están desaparecidos desde 1975.

La madre del normalista dice que la gente de la comunidad asegura que ella y su familia tienen parentesco con Cabañas Barrientos, pero ella no lo sabe.

La amarga noticia sobre la desaparición de los dos muchachos llegó primero a los padres de Bernardo. Fueron ellos quienes se la comunicaron al padre de Cutberto.

“Ese día sentí tan feo porque pensaba y sentía lo peor, como que jamás lo volvería a ver”, recuerda Berenice, una adolescente de 15 años, piel morena y figura menuda. “Pero después me llega el consuelo de que sí va a regresar”.

María Araceli soñó despierta a su hijo un día que iba a realizarse una marcha en la cabecera municipal de Atoyac.

“Yo estaba despierta. Él me dijo que no fuera a la marcha, que él ya venía. Y yo le dije, platiqué que me decía él que no fuera yo a la marcha, que él ya venía, que ya estaba aquí en Atoyac, que no fuera yo a la marcha”.

Les contó del “sueño” al resto de sus hijos y ellos le dijeron que no fuera a la marcha. Pero al final, ella optó por acudir.

Su hijo no apareció entonces ni ha aparecido hasta ahora.

A veces, María Araceli también oye que su hijo la llama desde la calle. La voz que le habla dice “Merry”, como Cutberto la llamaba.

“De repente oigo que me hablan. Él. Y salgo corriendo y no es nada”.

Al principio –cuenta María Araceli sentada en la entrada de su casa, una sencilla construcción de adobe con techo de lámina– les dijeron que los chicos habían sido detenidos. Eso la tranquilizó.

“Fue un consuelo para nosotros, que dijeron: ‘Está detenido’. En unos dos, tres días él sale”, recuerda que pensó entonces.

Pero la noche de ese 27 de septiembre, los mismos mensajeros les dijeron que no se sabía nada del muchacho, que estaba desaparecido, que era mejor que su padre fuera a la Normal a Ayotzinapa, a unas cuatro horas de camino.

Al otro día, Óscar Ortiz Serafín se fue a Tixtla, municipio donde se encuentra la escuela a donde su hijo se fue a estudiar, y que desde esos días se convirtió en la morada de padres, madres, hermanos y demás familiares de los normalistas desaparecidos.

El pasado 8 de diciembre, Óscar regresó a su casa por primera vez desde que salió a buscar a su hijo mayor. Volvió solo y sin muchos de los kilos con los que se fue.

Vino sólo por cuatro días, apenas para levantar su milpa, que ya estaba siendo devorada por los animales.

María Araceli no ha ido a Ayotzinapa, pues alguno de los dos tiene que quedarse a cuidar al resto de los hijos, cuyas edades oscilan entre los 7 y los 21 años. Desde aquí, ella y sus hijos reciben las noticias sobre la búsqueda de los muchachos a través de Óscar, con quien habla por teléfono a diario.

Si la comunicación es tan constante es porque su esposo es diabético y María Araceli lo llama para recordarle que tome sus medicamentos, “porque estando allá a lo mejor se le olvida”.

Pero sobre lo que a María Araceli realmente le interesa es poco lo que su esposo le logra comunicar.

“Que no se sabe nada, pues, que nomás los tienen en reuniones y reuniones, no le dicen nada: qué cosa, a dónde los tienen, qué pasó de ellos. Nada”, se lamenta.

Óscar es los ojos y los oídos de su familia. Por él van conociendo lo que se sabe, lo que se dice, lo que se especula.

La madre de Cutberto ha optado por no enterarse de nada a través de las noticias, para no mermar su ánimo ni su salud. Ella también está enferma, tiene diabetes y padece de la presión.

En la casa de los Ortiz Ramos no hay televisión. Hace poco, cuenta María Araceli, les vinieron a instalar la línea de teléfono; hasta entonces, las llamadas con su esposo las hacía en casa de su madre.

Sobre lo que le platica su esposo, sus ojos en Ayotzinapa, dice: “Cuando habla, hay veces que habla que está tranquilo, nos platica bien. Y hay veces que no, que se siente…se me figura que está desesperado por lo mismo, que no sabe nada de él y pasan los días, y días van, y días vienen, y nada”.

De Cutberto son pocos los objetos que hay en su casa para recordarlo mientras regresa. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
De Cutberto son pocos los objetos que hay en su casa para recordarlo mientras regresa. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

De Cutberto son pocos los objetos que hay en su casa para recordarlo mientras regresa.

En la hamaca color café donde le gustaba dormir reposa envuelta una de sus hermanas. De una de las paredes de donde pende la hamaca está colgada la única fotografía que adorna los muros de la casa.

Es una imagen de Cutberto cuando era niño. Junto a él está una de sus hermanas, más pequeña que él.

El niño de la vieja fotografía se parece mucho a otro niño, el hermanito menor de Cutberto –los ojos más despiertos, la cara más sonriente–, quien acompaña a su madre mientras ella se mueve por su sencilla morada, compuesta por dos habitaciones.

En una, la cocina con su fogón de adobe y una amplia cama. En la otra, una segunda cama, también grande, la hamaca donde le gustaba dormir a Cutberto, algunos costales, un par de sillas y bancos de plástico y, en una esquina, un modesto altar para el joven normalista.

Casi todo en el altar son veladoras, aunque también hay un par de plátanos y en un plato queda una rebanada de jitomates. Había ahí unos tacos, pero se los comieron los hermanitos de Cutberto, se disculpa su madre.

Dos imágenes destacan en el altar, ambas de Cutberto. Son apenas fotocopias en blanco y negro ampliadas de lo que posiblemente son fotografías de menor tamaño.

Una es de una credencial escolar; la otra, más reciente, es la que acompaña a su padre en las marchas, sobre una lona de fondo blanco.

Es la del chico de los párpados caídos, la nariz ancha, los labios breves y el cabello lacio y rebelde engominado hacia la derecha. Es la del joven de rostro redondo, semblante serio.

Es la misma imagen que está en un pupitre vacío en la cancha de basquetbol techada de la Normal de Ayotzinapa y es la misma que durante las protestas por la aparición de los normalistas muchos ciudadanos han cargado solidariamente.

Fuera de las fotografías y la hamaca, no hay otro objeto en casa de los Ortiz Ramos que recuerde a Cutberto.

Cutberto tocaba el trombón, el clarinete y el saxofón en la banda de viento de la comunidad, pero como los instrumentos son de la banda, ninguno de ellos estaba en su casa.

“Él desde niño le ha gustado participar en poesía, bailables, desde niño, desde que entró al jardín de niños”, dice María Araceli, orgullosa.

En la primaria participó en concursos de poesía; en la secundaria, concursó en oratoria. También comenzó a participar en competencias pecuarias, donde se calificaba su habilidad para tareas como vacunar vacas o enlazarlas. En eso llegó a obtener el primer lugar.

Cuidar gallos era otro de sus afanes.

Su madre dice que no hay cosas de él en casa porque prácticamente todo se lo llevó cuando se fue a Ayotzinapa, a donde iría a prepararse durante cuatro años como maestro de primaria.

“Desde niño él decía que quería ser maestro, y así se ponía a enseñarle a los demás, se ponía a jugar a la escuela. Y su intención era ser maestro para apoyar a los que no saben, y así con esa intención se fue con gusto, pues”, dice María Araceli, el semblante cansado y los ojos hinchados como de quien ya se ha acostumbrado a no dormir.

MAMÁ: VOY A IR A HACER EXAMEN

“Desde niño él decía que quería ser maestro, y así se ponía a enseñarle a los demás”, dice María Araceli. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo
“Desde niño él decía que quería ser maestro, y así se ponía a enseñarle a los demás”, dice María Araceli. Foto: Antonio Cruz, SinEmbargo

La mujer de 43 años recuerda cuando Cutberto se fue a hacer el examen para ingresar a la Normal.

“Se fue contento a hacer examen”, recuerda.

Luego, le hablaron para comunicarle que había pasado el examen.

Mami, ya pasé el examen, ahora sí me voy a hacer las pruebas.

Las pruebas también las pasó.

Mamá, ya pasé las pruebas, me voy ahora sí, me voy ahora sí a echarle ganas.

“Y así le acomodé todos sus papeles. Se fue con ganas él de seguir adelante”.

El 12 de septiembre, dos semanas antes de que ocurriera la masiva desaparición forzada de los estudiantes, Óscar viajó a la escuela de su hijo para acudir a una reunión.

Cutberto le dijo entonces que le avisara a su madre que iría el último fin de semana de septiembre.

El martes 23 fue la última vez que hablaron con él. Dos días después, el jueves 25, fue cumpleaños del padre de Cutberto.

El viernes, día 26, una de las hermanas del estudiante le llamó para confirmar si iría a la casa, pero él ya no contestó.

“Y hasta la fecha, pues, que él quedó de venir y no vino”.

María Araceli culpa al gobierno de la desaparición de los jóvenes.

Primero habla suspicaz sobre lo que considera una complicidad con el caso de José Luis Abarca, edil de Iguala cuando ocurrió la desaparición forzada, y de Ángel Aguirre Rivero, ex Gobernador de Guerrero, depuesto semanas después de la desaparición masiva.

“Se sale el Presidente [municipal] y se sale el Gobernador. No se hubieran salido si no tenía nada de culpa, no se hubiera salido el Gobernador, hubiera luchado hasta encontrar a los jóvenes. No, se sale. Es que tiene que ver algo, también”, reflexiona.

De la suspicacia pasa a la indignación, y luego al hartazgo de los políticos.

“Lo que quieren el puro voto, nada más. Yo como ahorita digo: yo el voto no lo doy a ninguno, porque todo el gobierno es el mismo, corrupto”.

María Araceli intenta articular su argumento sobre la responsabilidad del gobierno. Contiene el llanto, pero llega un punto en el que su voz se quiebra y, entre pausas, dice: “No es poco el dolor que sentimos nosotros… Si no hubiera sido por el gobierno, nosotros no estuviéramos enfermos… Pero no, no chistan nada de a dónde los tienen o qué pasó con ellos. Eso es lo que quisiera saber yo… Porque aquí nosotros nomás estamos sufriendo, no sabemos ni qué cosa… Y yo quiero, pues, que Peña exija la justicia de ellos, porque no es uno, son 43”.

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