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Tomás Calvillo Unna

22/02/2017 - 12:00 am

El otro idioma

… operador siniestro de los grandes sistemas, tengo las manos llenas

Perspectiva, por Tomás Calvillo Unna. Foto: Especial.

… operador siniestro

de los grandes sistemas,

tengo las manos

llenas

de azules continentes.

La lengua electrónica del norte

deja sentir su orgullo y temor

 

Las ráfagas de viento helado y polvo

nos sacuden.

Un presentimiento advierte que el sol se debilita.

 

El viento no cesa, estruja los arboles

las ramas secas se desprenden, caen.

El azul del mediodía desaparece.

A nadie interesa;

prefieren inmiscuirse en sus pantallas

minúsculas medianas grandes.

 

Otra vez ese oleaje,

al menos así se escucha

en la aridez del Altiplano

esos aires que parecen anunciar

la jauría de tormentas mayores.

 

Las urbes ignoran esta cadencia de los tiempos

El sol en su distancia medida

deja sentir su lesión:

cicatriz oscura espiral serpentina                 ya en los anillos de Júpiter

a Venus escupe

su fuego.

Danza ajena y no

la condición humana en su inmensidad tira.

 

Quién puede mirar ese espectáculo

cuando los cuerpos asumen el dolor

por el nudo que arde

en el paisaje del corazón.

 

Quién puede soportar ese ulular

entre las copas de fresnos y eucaliptos

que ahuyenta a las aves

despreciando sus nidos;

ese agudo sonido que punza en las sienes

y obliga a recluirse en la oscuridad.

 

Cómo saber entonces

que estación es está

donde la luz escapa.

 

Por momentos el viento pareciera rendirse

pero otra vez como las olas del mar

retorna con más ímpetu y se arroja

sobre el mundo nuestro de cada día.

Quién sabe de ello

Quién

Quién

 

La luz misma oculta en el eco

 

Quizá en este páramo de silencio

-el decir sin palabras-

la mueca siniestra lejana

se disuelva en el ácido invisible

de la meditación

Ahí asistidos por esa pausa

que nombramos vida,

recuperamos nuestro viento interno

al respirar entre la otredad de los sueños

y la visión.

 

Este esqueleto de minucias

no es ni siquiera un desahogo,

es el latido que abreva en la hondura

del día que prepara su retirada,

a sabiendas que cada noche

es un apunte del gélido viento

que circunda nuestros pasos.

 

¿Cómo entonces reparar

en otra advertencia falaz

y mundana

de que ya no hay fecha

ni celebración posible?

Tal vez sea eso:

la ingrata certeza de que el sol

también se muere día a día

en su infernal fuego

que inventó nuestro único paraíso:

la Tierra.

 

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