Las Rastreadoras del Valle del Fuerte

23/09/2016 - 12:00 am
Al frente de ellas va la imagen del familiar y el nombre que buscan bajo el sol ardiente de este verano. Foto: Noroeste.
Al frente de ellas va la imagen del familiar y el nombre que buscan bajo el sol ardiente de este verano.
Foto: Noroeste.

Son mujeres de bajo perfil que tienen en común un levantado-desaparecido. Han decidido abandonar el llanto solitario y se han organizado para salir en busca de los restos de sus familiares que fueron secuestrados, asesinados y enterrados en uno de los valles más ricos del país.

Llevan toda la voluntad de encontrarlos haciendo honor de la máxima registrada en sus camisetas cafés: ¡Te buscaré hasta encontrarte!

Al frente de ellas va la imagen del familiar y el nombre que buscan bajo el sol ardiente de este verano.

Han perdido la esperanza de encontrarlos con vida y seguramente han llegado a la conclusión que no tiene ningún sentido seguir yendo a pedir resultados a autoridades policiales indiferentes que han demostrado, una y otra vez, que no tienen órdenes ni voluntad de encontrar a los desaparecidos. Quizá, evitan que esas muertes los terminen por alcanzar y los señalen de complicidad.

Es, por eso, que ellas se han organizado con el apoyo de otros familiares y amistades que igualmente no soportan la ausencia del padre, la madre, el hermano (a), el hijo (a) o el amigo (a) y menos todavía, la congoja que provoca no hacer nada y evitar esa muerte impune.

Entonces, con ánimo reivindicador, van con palas escarbando, botando tierra, buscando algún indicio que los oriente hasta un destino incierto, vale una tierra fuera de lugar, un pedazo de pantalón o un trozo de camisa, un zapato y un cinturón sin dueño, o el vuelo, si el vuelo, de unas aves de rapiña.

Cualquier hallazgo de ellos les agita el corazón, estremece su pensamiento, moviliza los brazos y piernas, recupera la esperanza de que algún día encontraran los restos de cada uno de ellos para darles sepultura sin que puedan quitarse de encima esa “rabia, dolor, impotencia”.

Esa triada infame que traen encima desde que se llevaron a su ser querido y reposan cuando encuentran cualquier indicio, pero llegan luego a una desilusión cargada de dramatismo porque ese bulto de tierra, el pedazo del pantalón o de la camisa o playera, el zapato sin dueño, no pertenece a ninguno de sus familiares.

Sin embargo, eso no evita, que ellas se hinquen y recen al unísono un Padre Nuestro mirando impávidas el hallazgo de un ser que no hace mucho tiempo quizá andaba como el suyo por este valle donde estalla la flor de cempasúchil, las motas de algodón y el brillo de cereales y leguminosas.

No ha sido en vano. Al momento de escribir este texto han descubierto restos de ocho cuerpos y los videos incorporados en la prensa digital muestran cómo pasan de la sorpresa al llanto, de los murmullos al rezo unísono en medio de ramas secas, el aire caliente y la humedad marina.

Sin embargo, pese a esas condiciones adversas, que debilitan el cuerpo pero no desaniman su esperanza, es más grande el pesar que la desazón de quedarse en la casa con los brazos cruzados esperando que algún día llegue alguien a decir que han sido localizados rastros de ropa y pedir que pase a reconocer esas piezas apagadas por el sol, la lluvia, el viento, el olvido.

Saben que eso nunca sucederá y es qué, como lo ha señalado un sector de la prensa crítica sinaloense, hay mucho que pudiera aportar la propia policía, pero opera en ese cuerpo una singular omertá (ley del silencio) por los riesgos que conlleva para quien se decida romper –qué, quizá, en más de alguno de ellos, podría significar temor pero también sufrimiento por lo que vio, escucho, sintió, siente.

La tarea silenciosa de este grupo de mujeres decididas, que sin duda tienen miedo de ser identificadas y seguramente por eso, al menos en los videos, no es fácil identificarlas y sólo se les conoce como las rastreadoras de fosas clandestinas, ha empezado a escalar mediáticamente y dejan de ser un asunto local, doméstico de la violencia sinaloense, para inscribirse en la lucha que sostienen otros valientes e indómitos que van en busca también de sus familiares desaparecidos en lugares distantes, igual inhóspitos.

Como son el caso de Chilapa e Iguala, en Guerrero; en Ciudad Juárez, Chihuahua; en Amatlán, Veracruz; en Tamaulipas y Morelos, donde como dice un activista de esta dura y dolorosa empresa: “Basta un hueso del tamaño de una uña para devolverle la paz a una familia”.

Hace algunos años estando en Buenos Aires pedí a un taxista que me llevara al memorial de la llamada guerra sucia que estremeció ese hermoso país durante los años setenta y principios de los ochenta. Viajamos desde el centro de la ciudad hacia el norte y luego de más de una hora de trayecto se detuvo el vehículo y estaba frente a la entrada del también llamado Parque de la Memoria. A medio camino se veía el monumento que es un gran muro donde están registrados los nombres y la de edad de los detenidos desaparecidos por las fuerzas de seguridad de la junta de dictadores Videla, Galtieri… y al fondo el cauce del Río de la Plata, donde muchos argentinos fueron arrojados para que murieran en sus aguas mansas.

Hace menos tiempo estuve en New York y visite el memorial a las víctimas del 11 de septiembre, y toqué algunos de los nombres grabados de quienes fallecieron aquella mañana veraniega de 2001.

En los dos memoriales tuve un sentimiento de tristeza y compasión por las personas que abruptamente vieron interrumpidas sus vidas. Aquellas que incluyen la alegría de su familia y los amigos. Los sueños y anhelos. Y dejan a sus deudos huérfanos de una sonrisa, un abrazo, un beso…

Hoy, que se de las rastreadoras del Valle del Fuerte y sus penurias cotidianas, me invade el mismo sentimiento, sólo que aumentado, ellas son mis paisanas y están haciendo la tarea que les corresponde a las autoridades, no tienen, digamos, un memorial, sino una tumba donde llorar al esposo, al hijo e hija…

Tanto el gobierno de Sinaloa, como el federal y el de otros estados, debe mucho a estas familias que están viviendo una película del horror, como calificó Meché Murillo el trabajo de las rastreadoras por sus familiares desaparecidos y su lucha contra el olvido.

En definitiva, a dos años de los acontecimientos de Iguala y la desaparición de los 43 estudiantes normalistas, las rastreadoras de este Valle representan una lucha más contra el olvido.

Ernesto Hernández Norzagaray
Doctor en Ciencia Política y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel I. Ex Presidente del Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales A. C., ex miembro del Consejo Directivo de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política y del Consejo Directivo de la Asociación Mexicana de Ciencia Política A.C. Colaborador del diario Noroeste, Riodoce, 15Diario, Datamex. Ha recibido premios de periodismo y autor de múltiples artículos y varios libros sobre temas político electorales.
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