LECTURAS | James Ellroy escribe sobre “El gran desierto”

23/09/2017 - 12:04 am

Retrato único de una ciudad y sus entrañas, El gran desierto es la segunda novela del “Cuarteto de Los Ángeles”, tetralogía que se ha convertido en un clásico de la novela negra del siglo XX.

Ciudad de México, 23 de septiembre (SinEmbargo).- Los Ángeles, Nochevieja de 1949. El cadáver mutilado de un hombre joven, los ojos arrancados, mordeduras por todo el cuerpo… es el primer asesinato de la oleada que sembrará el pánico en los entornos comunistas de la ciudad.

Danny Upshaw, ayudante del sheriff, se obsesiona con el caso mientras se convierte en anzuelo contra los comunistas en Hollywood. Se sumarán a la caza de brujas Mal Considine, ambicioso teniente de la fiscalía del distrito, y Buzz Meeks, expolicía caído en desgracia. Considine busca un ascenso; Meeks, dinero. Tres hombres sumidos en una espiral de codicia y engaño que les confrontará con sus propios demonios.

El nuevo libro de James Ellroy. Foto: Especial

Fragmento del libro El gran desierto, de James Ellroy, publicado con autorización de Literatura Random House

Cayeron chaparrones antes de medianoche. Los truenos ahogaron los bocinazos y la algarabía que habitualmente saludaban el Año Nuevo en el Strip. El año 1950 llegó al cuartel de policía de Hollywood Oeste con una oleada de denuncias y llamadas a ambulancias.

A las 12.03, un choque múltiple en Sunset y La Cienega, con un saldo de media docena de heridos; los agentes que acudieron obtuvieron el testimonio de varios testigos presenciales: los culpables de la colisión eran el payaso del DeSoto marrón y el mayor del ejército que viajaba en su coche oficial de Camp Cooke; ambos conducían sin manos y llevaban perros con sombreros de cotillón en el regazo. Dos arrestos, una llamada a la perrera de la calle Verdugo. A las 12.14, un taller abandonado se derrumbó en Sweetzer y los escombros de material barato humedecido mataron a una pareja de adolescentes que se besuqueaba en el sótano: dos cadáveres al depósito del condado. A las 12.29, un letrero de neón que representaba a Santa Claus y sus ayudantes sufrió un cortocircuito; el cable eléctrico escupió llamas hacia su extremo interno –un enchufe conectado a un laberinto de adaptadores que alimentaban un enorme y luminoso árbol de Navidad y un mural navideño– y produjo graves quemaduras a tres niños que apilaban regalos envueltos en papel absorbente junto a un Niño Jesús que relucía en la oscuridad. Un coche de bomberos, una ambulancia y tres coches del Departamento del sheriff en el lugar del suceso; un pequeño conflicto jurisdiccional cuando apareció la policía de Los Ángeles, pues un novato pensó que ese domicilio de Sierra Bonita Drive era territorio de la ciudad, no del condado. Luego cinco sujetos que conducían ebrios; una tanda de borrachos y alborotadores cuando cerraron los clubes del Strip; un asalto a mano armada frente a Dave’s Blue Room: las víctimas, dos patanes de Iowa que visitaban la ciudad por el Rose Bowl; los delincuentes, dos negros que huyeron en un Mercedes 47 con guardabarros rojos. Cuando la lluvia amainó, poco después de las 3.00, el detective Danny Upshaw, agente de guardia, pronosticó que los cincuenta serían una década de mierda.

Salvo por los borrachos y otros revoltosos encerrados en la celda, estaba solo. Todos los coches patrulla, con insignias o sin ellas, estaban de servicio; no había cadena de mando, ni secretaria, ni policías de paisano. Ningún polizonte uniformado alardeando acerca de su espléndido trabajo: Sunset Strip, mujeres llamativas, cestos de Navidad de Mickey Cohen, el problema jurisdiccional con el Departamento de Policía de Los Ángeles. Nadie que frunciera el ceño cuando él tomara sus textos de criminología: Vollmer, Thorwald, Maslick, el examen de la escena del delito, el análisis de las manchas de sangre, cómo registrar un cuarto de seis metros por ocho en una hora.

Danny se puso a leer después de apoyar los pies en el escritorio y de bajar el volumen de la radio que lo mantenía en contacto con los coches patrulla. Hans Maslick hacía digresiones sobre el modo de tomar huellas digitales cuando había quemaduras en los dedos, los mejores compuestos químicos para extraer costras de tejido sin chamuscar la piel donde estaba el dibujo de la huella. Maslick había perfeccionado esta técnica después del incendio de la cárcel de Düsseldorf en 1931. Tenía muchos cadáveres y muestras con que trabajar; en las cercanías había una fábrica química, con un ambicioso asistente de laboratorio ansioso de ayudarlo. Juntos trabajaron deprisa: soluciones cáusticas que quemaban los tejidos, compuestos menos abrasivos que no penetraban en la carne cicatrizada. Mientras leía, Danny garateaba símbolos químicos en una libreta; se imaginó a sí mismo como ayudante de Maslick, trabajando a la par con el gran criminólogo, que le daría un abrazo paternal cada vez que hiciera una brillante deducción lógica. Pronto relacionó su lectura con los chicos quemados frente al mural navideño: actuaba solo, tomando huellas de dedos diminutos, cotejándolas con los registros de natalidad, una precaución que tomaban en los hospitales por si cambiaban de lugar a los recién nacidos.

–Jefe, tenemos un problema. Danny alzó los ojos. Hosford, agente uniformado a cargo de la frontera noreste de la división, estaba en la puerta.

–¿Qué? ¿Por qué no me avisaste?

–Lo hice. Su radio debe…

Danny ocultó el texto y la libreta.

–¿De qué se trata?

–Un muerto. Lo encontré en Allegro, a casi un kilómetro del Strip. Cielo santo, jamás había visto…

–Quédate aquí. Voy para allá.

Allegro era una estrecha calle residencial donde los patios de estilo español se combinaban con obras en construcción con letreros que prometían VIVIENDAS DE LUJO de estilo Tudor, francés rústico y aerodinámico moderno. Danny la atravesó en su coche sin insignias y aminoró la velocidad cuando vio una barrera de vallas con luces rojas. Detrás de las vallas, tres coches patrulla alumbraban con los faros un terreno lleno de hierbajos.

Aparcó el Chevy junto a la acera y se aproximó caminando. Agentes con impermeable apuntaban sus linternas al suelo; el fulgor color cereza de las luces intermitentes iluminaba un letrero: PLANTACIÓN ALLEGRO – TOTALMENTE OCUPADA PARA 1951. Las luces bajas de los coches patrulla formaban una maraña de haces en el terreno, iluminando botellas vacías, maderas mojadas y papeles. Danny se aclaró la garganta; uno de los hombres se volvió y manoteó el arma con un ademán nervioso.

–Calma, Gibbs –dijo Danny–. Soy yo.

Gibbs enfundó la pistola, los otros policías se separaron. Danny observó el cadáver. Se le aflojaron las rodillas. Decidió actuar como un criminólogo, sin desmayarse ni vomitar.

–Deffry, Henderson, alumbrad al cadáver. Gibbs, anota textualmente mis palabras.

“Sexo masculino, blanco, muerto. Edad aproximada, entre treinta y treinta y cinco años. El cadáver está en posición supina, los brazos y las piernas abiertas. Se observan marcas profundas en el cuello, le han arrancado los ojos y las cuencas vacías rezuman una sustancia gelatinosa.

Danny se acuclilló junto al cadáver; Deffry y Henderson movieron las linternas para que viera mejor.

–Los genitales están magullados e hinchados, hay marcas de mordeduras en el glande. –Palpó bajo la espalda del muerto y tocó tierra mojada; tanteó el pecho cerca del corazón; la piel estaba seca y el cuerpo aún conservaba un resto de calor–. No hay humedad sobre el cadáver y como ha llovido copiosamente entre la medianoche y las tres, podemos suponer que han dejado a la víctima aquí durante la última hora.

Una sirena se acercó gimiendo. Danny cogió la linterna de Deffry y se acercó más, examinando las partes más afectadas.

–Hay un total de seis heridas, ovales e irregulares, circunscritas al torso, entre el ombligo y las costillas. Hay jirones de carne en el perímetro, y de ellos sobresalen entrañas con una pátina de sangre coagulada. Alrededor de cada herida la piel está inflamada, perfilando las marcas, y…

–Besos, sin duda –intervino Henderson.

Danny olvidó su jerga de criminólogo.

–¿De qué estás hablando?

Henderson suspiró.

–Ya sabes, mordiscos de amor. Como cuando una tía te chupa el cuello. Gibbsey, muéstrale al amigo detective lo que la chica del guardarropía del Blue Room te hizo en Navidad.

Gibbs rió y siguió escribiendo; Danny se levantó, irritado por la insolencia del uniformado. Al callarse, el tufo del cadáver le pegó como un puñetazo. Se le aflojaron las piernas y se le revolvió el estómago. Apuntó la linterna hacia abajo. Alrededor del muerto, el suelo estaba pisoteado por botas reglamentarias del Departamento del sheriff. Los agentes habían borrado cualquier huella de llantas.

–No estoy seguro de haber escrito bien todas las palabras –dijo Gibbs.

Danny volvió a encontrar su voz de libro de texto.

–No tiene importancia. Conserva esas notas y dáselas al capitán Dietrich por la mañana.

–Pero salgo a las ocho. El capitán llega a las diez y tengo entradas para la bolera.

–Lo lamento, pero te quedarás aquí hasta que te releven o aparezcan los técnicos del laboratorio.

–El laboratorio del condado está cerrado en Año Nuevo y tengo las entradas…

Una ambulancia del médico forense frenó junto a las vallas, apagando la sirena; Danny se volvió hacia Henderson.

–Abandonad el lugar. No quiero periodistas ni curiosos. Gibbs se queda aquí. Tú y Deffry, indagad por el vecindario. Ya conocéis la rutina: testigos que hayan visto traer el cadáver, remolones sospechosos, vehículos…

–Upshaw, son las cuatro y veinte de la madrugada.

–Bien. Empezad ahora y a mediodía habréis terminado. Entregad a Dietrich un informe por duplicado. Anotad todas las direcciones donde no haya nadie en casa, las visitaremos después. Henderson se fue deprisa a su coche; los hombres del forense pusieron el cuerpo en una camilla y lo cubrieron con una manta mientras Gibbs les hablaba a borbotones del campeonato del Rose Bowl y del caso de la Dalia Negra, que seguía irresuelto y aún era un tema candente. El resplandor de las luces rojas, las linternas y los faros bailaban sobre el terreno revelando detalles: charcos de lodo que reflejaban el claro de luna y las sombras, la luminosa bruma de Hollywood a lo lejos. Danny pensó en los seis meses que llevaba como detective, sus dos sencillos casos de homicidio. Los hombres del depósito de cadáveres cargaron el cuerpo, giraron en redondo y se marcharon sin poner la sirena. Danny recordó una máxima de Vollmer: “En crímenes extremadamente pasionales, el asesino siempre revela su patología. Si el detective está dispuesto a clasificar las pruebas con objetividad y luego pensar subjetivamente desde la perspectiva del asesino, a menudo resolverá crímenes desconcertantes por su carácter fortuito”.

Ojos arrancados. Órganos sexuales golpeados. Músculos desgarrados. Danny siguió la ambulancia lamentando que su coche no tuviera sirena para llegar antes.

Los depósitos de cadáveres de la ciudad y el condado de Los Ángeles ocupaban la planta baja de un almacén de Alameda, al sur de Chinatown. Un tabique de madera separaba las dos instituciones: tablas para examinar cadáveres, refrigeradores y mesas de disección para los cuerpos hallados dentro de los confines de la ciudad; otro conjunto de instalaciones para los cadáveres de la zona perteneciente al Departamento del sheriff. Antes de que Mickey Cohen conmoviera al Departamento de Policía y a la Oficina del Alcalde con sus revelaciones sobre Brenda Allen –altos funcionarios que recibían dinero de las prostitutas más famosas de Los Ángeles– había existido una sólida colaboración entre la ciudad y el condado. Los patólogos y los camilleros compartían las mantas de plástico, las sierras para huesos y el líquido de conservación. Ahora que los policías del condado daban refugio a Cohen en el Strip, solo había roces entre ambos departamentos.

La oficina de personal del Departamento de Policía había promulgado edictos: prohibido prestar instrumentos médicos de la ciudad; prohibido confraternizar con el personal del condado mientras se estaba de servicio; prohibido hacer juerga a la luz de los mecheros Bunsen, por miedo a que se etiquetaran mal los cadáveres y que los fragmentos de cuerpos robados como recuerdos condujeran a escándalos que respaldaran las revelaciones de Brenda Allen. Danny Upshaw siguió la camilla que llevaba al cadáver 1-1/1/50 al depósito del condado, consciente de que las probabilidades de lograr que su patólogo favorito de la ciudad hiciera la autopsia eran casi nulas.

El depósito de cadáveres del condado era un hervidero: víctimas de accidentes en camillas, ayudantes colgando etiquetas en dedos gordos, agentes redactando informes y hombres del forense fumando un cigarrillo tras otro para matar el tufo a sangre, formaldehído y comida china rancia. Danny dobló hacia una salida de emergencia y se dirigió al depósito de la ciudad, interrumpiendo a un trío de policías que cantaban el villancico “Auld Lang Syne”. El ambiente era similar al del depósito del condado, excepto que los uniformes eran azul marino en vez de verde oliva y caqui.

Danny se dirigió al despacho del doctor Norton Layman, subjefe de investigación médica de la ciudad de Los Ángeles, autor de La ciencia contra el delito, y profesor de Danny en el curso nocturno de Patología Forense para Principiantes en la Universidad de California Sur. Había una nota clavada en la puerta. “Trabajaré en el turno de día a partir del 1 de enero. Dios bendiga esta nueva era con menos trabajo que en la primera mitad de este sangriento siglo. – N.L.”

Mascullando una maldición, Danny sacó su pluma y su libreta y escribió: “Doctor, debí suponer que usted se tomaría libre la noche más ajetreada del año. Hay un interesante 187 en el depósito del condado. Sexo masculino, mutilaciones sexuales. Material para su nuevo libro. Como recibí el aviso, estoy seguro de que conseguiré el caso. ¿Tratará usted de conseguir la autopsia? El capitán Dietrich dice que el investigador médico del condado que tiene el turno de día es jugador y susceptible al soborno. A buen entendedor… – D. Upshaw”. Dejó el papel sobre el secante del escritorio de Layman, lo sujetó con un cráneo humano ornamental y regresó al territorio del condado.

Había menos movimiento. La luz del día empezaba a filtrarse en el depósito; la pesca de esa noche yacía apilada sobre planchas de acero. Danny echó una ojeada y vio que la única persona viva del lugar era un ayudante de investigación sentado en una silla junto a la sala de despacho, que se escarbaba alternativamente la nariz y los dientes.

Danny se le acercó. El viejo, con aliento a licor, le preguntó quién era.

–Agente Upshaw, Hollywood Oeste. ¿Quién es el jefe?

–Bonita tarea. ¿No eres un poco joven para un trabajo tan duro?

–Me gusta trabajar. ¿Quién es el jefe? El viejo restregó por la pared el dedo con el que se escarbaba la nariz.

–Por lo que veo, no eres muy conversador. El doctor Katz llevaba la voz cantante, solo que unos tragos le hicieron cantar a él. Ahora duerme la mona en su coche. ¿Por qué todos los judíos conducen Cadillacs? Tú eres detective. ¿Tienes una respuesta para eso?

Danny hundió los puños en los bolsillos y los apretó, su recurso para conservar la calma.

–Ni idea. ¿Cómo se llama usted?

–Ralph Carty es mi…

–Ralph, ¿alguna vez ha hecho preparativos para una autopsia? Carty rió.

–Hijo, los he hecho todos. Rodolfo Valentino, que estaba seco como un grillo. Lupe Vélez y Carole Landis. Tengo fotos de ambas. Lupe se afeitaba la entrepierna. Finges que no están muertas y lo pasas bien. ¿Qué dices? ¿Lupe y Carole, cinco dólares cada una?

Danny tomó la billetera y extrajo dos billetes de diez; Carty metió la mano en el bolsillo interior y sacó un fajo de fotografías.

–No –atajó Danny–. El sujeto que quiero está allá, en una plancha de acero.

–¿Qué?

–Haré los preparativos. Ahora.

–Hijo, tú no eres un empleado calificado de este depósito. Danny añadió cinco dólares al soborno y se los dio a Carty; el viejo besó la borrosa fotografía de una actriz muerta.

–Supongo que ya lo eres.

Danny trajo su equipo del coche y se puso a trabajar mientras Carty montaba guardia por si aparecía el investigador médico de turno.

Alzó la sábana que cubría el cadáver y palpó los miembros buscando lividez post mortem; levantó los brazos y las piernas, los soltó y notó esa dureza previa al rigor mortis. En su libreta anotó: “Hora probable del deceso: alrededor de la una de la mañana”.

Luego embadurnó de tinta los dedos del cadáver y los apretó contra un cartón duro. Se alegró de obtener buenas huellas en el primer intento.

Luego examinó el cuello y la cabeza, midiendo las profundas marcas rojas con un calibrador y anotando los detalles. Las marcas abarcaban el cuello entero; demasiado largas y anchas para ser de una cuerda con simple o doble lazo. Entornando los ojos, descubrió una fibra bajo el mentón; la recogió con una pinza, la clasificó como un género de algodón, la puso en un tubo de ensayo y abrió con impulso las mandíbulas rígidas, manteniéndolas en esa posición con un depresor. Alumbró la boca con la linterna de bolsillo y encontró fibras idénticas en el paladar, la lengua y las encías. Anotó: “Estrangulado y asfixiado con tela de toalla blanca”. Respiró hondo y examinó las cuencas oculares.

El haz de la linterna iluminó membranas magulladas, manchadas por la sustancia gelatinosa que Danny había visto en la obra en construcción; con una tenacilla, Danny extrajo tres muestras de cada cavidad. La sustancia olía a compuesto medicinal mentolado.

Danny examinó cada centímetro del cadáver; algo le llamó la atención en la parte interior de los codos: viejas señales de agujas, borrosas, pero presentes en ambos brazos. La víctima era un drogadicto. Tal vez rehabilitado, pues ninguna de las marcas era reciente. Anotó el dato, cogió el calibrador y se armó de valor para examinar las heridas del torso.

Había tres centímetros de separación entre cada uno de los seis óvalos. Todos presentaban marcas de dientes, demasiado extendidas para sacar moldes. Eran demasiado grandes para que una boca humana los hubiera hecho de una dentellada. Danny extrajo sangre coagulada de los conductos intestinales que salían por las heridas, colocó las muestras en platinas y se lanzó a una audaz especulación que habría irritado al doctor Layman: el asesino había usado uno o varios animales para mutilar el cadáver.

Danny observó el pene del muerto, descubrió inequívocas marcas de dientes humanos en el glande: lo que Layman llamaba «afecto homicida», buscando risas en un aula atestada de policías ambiciosos. Sabía que debía registrar la parte inferior y el escroto.

Advirtió que Ralph Carty le observaba y puso manos a la obra. No encontró más mutilaciones.

–Lo han dejado seco –rió Carty.

–Cierre el pico –dijo Danny. Carty se encogió de hombros y siguió leyendo un ejemplar de Screenworld. Danny giró el cadáver y soltó un suspiro.

Una maraña de tajos profundos cruzaba la espalda y los hombros en todas las direcciones. Había astillas de madera pegadas a las angostas estrías de sangre reseca.

Danny comparó las mutilaciones del frente y la espalda tratando de llegar a una conclusión. Un sudor frío le empapaba los puños de la camisa, haciéndole temblar las manos. Oyó un rezongo:

–Carty, ¿quién es este tipo? ¿Qué está haciendo? Danny se volvió, luciendo una sonrisa pacificadora; vio a un hombre gordo con un delantal blanco manchado y un sombrero de cotillón donde decía “1950” en lentejuelas verdes.

–Agente Upshaw. ¿Es usted el doctor Katz? El gordo iba a darle la mano, pero cambió de parecer.

–¿Qué hace con ese cadáver? ¿Y con qué permiso entra aquí para interferir en mi trabajo? Carty se encogía a espaldas de Katz, dirigiendo una mirada de súplica.

–Me llamaron para este asunto y quise preparar el cuerpo personalmente. Estoy capacitado para eso. Le mentí a Ralph, diciéndole que usted decía que era kosher.

–Lárguese, Upshaw –espetó Katz.

–Feliz Año Nuevo –dijo Danny.

–Es la verdad, doctor –intervino Ralph Carty–. Que me trague la tierra si miento.

Danny guardó su instrumental, preguntándose adónde ir, si a la calle Allegro o a su casa, a dormir y a soñar: Kathy Hudgens, Buddy Jastrow, la sangrienta escena en una casa de un camino del condado de Kern. Mientras caminaba hacia la rampa, miró atrás. Ralph Carty estaba repartiendo el dinero del soborno con el mé- dico que llevaba sombrero de cotillón.

El teniente Mal Considine contemplaba una fotografía de su esposa y su hijo, tratando de no pensar en Buchenwald.

Eran poco más de las ocho de la mañana; Mal estaba en su cubículo de la Oficina de Investigación Criminal de la Fiscalía, después de un profundo sueño producido por un exceso de scotch. Tenía los pantalones llenos de confeti; la coqueta estenó- grafa le había dibujado besos en la puerta, poniendo la inscripción OFICIAL EJECUTIVO entre paréntesis debajo de Crimson Decadence de Max Factor. El sexto piso del Ayuntamiento parecía una plaza de armas después del desfile; Ellis Loew acababa de despertarlo con una llamada telefónica: tenía que encontrarse con él y “otra persona” en el Pacific Dining Car al cabo de media hora. Y había dejado a Celeste y Stefan solos en casa para recibir la llegada de 1950, pues sabía que su esposa transformaría esa ocasión en una guerra.

Mal cogió el teléfono y llamó a su casa. Celeste atendió al tercer timbrazo.

–¿Sí? ¿Quién es este que llama?

–La torpeza de la construcción indicaba que había estado hablando en checo con Stefan.

–Soy yo. Quería avisarte que tardaré unas horas más.

–¿La rubia se puso exigente, herr teniente?

–No hay ninguna rubia, Celeste. Sabes que no hay ninguna rubia, y sabes que siempre duermo en el Ayuntamiento después de Año Nuevo…

–¿Cómo se dice rotkopf? ¿Pelirroja? Kleine rotkopf scheisser schtupper…

–¡Habla en inglés, maldita sea! ¡No te pases de lista conmigo! Celeste rió: gorjeos teatrales que adornaban sus frases en lengua extranjera y siempre lo sacaban de quicio.

–¡Ponme con mi hijo, maldita sea! Silencio, y luego la rutina típica de Celeste Heisteke Considine.

–No es tu hijo, Malcolm. Su padre era Jan Heisteke y Stefan lo sabe. Eres mi benefactor y mi esposo, y el niño tiene once años y debe ser consciente de que su legado cultural no consiste en tu jerga policíaca amerikanisch, béisbol y…

–¡Ponme con mi hijo, demonios! Celeste rió suavemente. Lo había obligado a usar su voz de policía. Hubo un silencio; Celeste despertó a Stefan canturreando en checo. El niño se puso al aparato.

–¿Papá? ¿Malcolm?

–Sí. Feliz Año Nuevo.

–Vimos los fuegos artificiales. Fuimos a la azotea con par… par…

–¿Paraguas?

–Sí. Vimos el Ayuntamiento iluminado  y después estallaron los fuegos artificiales. Las llamas… ¿fisuraban?

–Siseaban, Stefan –corrigió Mal–. S-i-s-e-a-b-a-n. Una fisura es como un agujero en el suelo. Stefan repitió esa palabra nueva para él.

–¿Fisurra?

–Fisura. Tendré que darte una clase cuando llegue a casa. Podemos ir a Westlake Park a dar de comer a los patos.

–¿Viste los fuegos artificiales? ¿Te asomaste para ver? En el momento de los fuegos artificiales, Mal se había dedicado a rechazar el ofrecimiento de Penny Diskant: un polvo rápido en el guardarropa. Los pechos y las piernas lo apretujaban y él deseaba poder aceptar.

–Sí, fue bonito. Hijo, tengo que dejarte. Trabajo. Vuelve a dormir, así estarás descansado para nuestra clase.

–Sí. ¿Quieres hablar con Mutti?

–No. Adiós, Stefan.

–Adiós, p-p-papá.

Mal colgó. Le temblaban las manos y tenía los ojos empañados.

El centro de Los Ángeles estaba tranquilo como si durmiera la mona. Los únicos ciudadanos visibles eran borrachos que hacían cola para pedir café y bollos frente a la Union Rescue Mission; los coches estaban aparcados al azar –morros contra parachoques aplastados– frente a los hoteluchos de South Main. Había confeti mojado en las ventanas y la acera, y el sol que despuntaba sobre la cuenca del este tenía un regusto a calor, vapor y resaca alcohólica. Mal enfiló hacia el Pacific Dining Car deseándole una muerte prematura al primer día de la nueva década.

El restaurante estaba atestado de turistas con cámaras que pedían el Rose Bowl Special: pescado frito, Bloody Marys y café. El camarero le dijo a Mal que el señor Loew y otro caballero le esperaban en el Salón de la Fiebre del Oro, un reducto íntimo al que concurrían los leguleyos. Mal retrocedió y golpeó la puerta; la abrieron una fracción de segundo después, y el “otro caballero” sonrió.

–Toc, toc, ¿quién es? Es Dudley Smith. ¡Alerta, rojos! Adelante, teniente. Esta es una prometedora reunión de cerebros policiales y debemos celebrar la ocasión con el fasto pertinente.

Mal le dio la mano, reconociendo el nombre, el estilo y un acento con frecuencia imitado por otros. El teniente Dudley Smith, Homicidios, Departamento de Policía de Los Ángeles. Alto, tirando a obeso y rubicundo; nacido en Dublín, criado en Los Ángeles, educado en un colegio jesuita. Hombre fuerte de cada jefe de policía de Los Ángeles desde Dick Steckel. Siete hombres muertos en cumplimiento del deber. Corbatas especiales: sietes, esposas y escudos del Departamento bordados en círculos concéntricos. Según los rumores, llevaba un calibre 45 del ejército, cargado con balas dum-dum lubricadas, y un puñal de resorte.

–Teniente, es un placer.

–Llámame Dudley. Tenemos el mismo rango. Yo soy mayor, pero tú eres más guapo. Ya veo que seremos excelentes compañeros. ¿No crees, Ellis?

Mal miró a Ellis Loew. El jefe de la Sección Criminal de la Fiscalía de Distrito estaba apoltronado en una silla de cuero que parecía un trono, comiendo ostras y tocino.

–Ya lo creo. Siéntate, Mal. ¿Quieres desayunar? Mal se sentó frente a Loew; Dudley Smith se acomodó entre ambos. Los dos usaban trajes de tweed con chaleco: el de Loew era gris, el de Smith marrón. Ambos ostentaban insignias: el abogado una llave Phi Beta Kappa, el policía escudos en las solapas. Mal ajustó la raya de sus arrugados pantalones de franela y pensó que Smith y Loew parecían dos cachorros malos de la misma camada.

–No, abogado. Gracias. Loew señaló una cafetera de plata.

–¿Café?

–No, gracias. Smith rió y se palmeó las rodillas.

–¿Qué te parecería una explicación por esta intrusión matinal en tu apacible vida familiar?

–Trataré de adivinar. Ellis quiere ser fiscal de distrito, yo quiero ser jefe de investigación de la Fiscalía, y tú quieres hacerte cargo de Homicidios cuando Jack Tierney se jubile el mes próximo. Tenemos acceso a un asunto candente que yo aún desconozco, nosotros dos como investigadores, Ellis como fiscal. Ideal para un ascenso. ¿He acertado? Dudley soltó una risotada.

–Me alegra que no terminaras tus estudios de leyes, Malcom –dijo Loew–. No me habría gustado tenerte como oponente en un tribunal.

–Entonces ¿he acertado? Loew pinchó una ostra y la empapó en salsa de huevo.

–No. Pero tenemos la ocasión de llegar a esos puestos que has mencionado. Con toda facilidad. Dudley se ofreció para el suyo…

–Me ofrecí por patriotismo –interrumpió Smith–. Odio la inmundicia roja más que a Satanás.

Ellis probó el tocino, las ostras, el huevo. Dudley encendió un cigarrillo. Mal vio que unas nudilleras de bronce le salían de la cintura.

James Ellroy y su Cuarteto de Los Ángeles. Foto: Especial

La biografía de James Ellroy (Los Ángeles, 1948) ha estado marcada por el asesinato no resuelto de su madre en 1958. Después de años de delincuencia, alcohol y drogas, Ellroy decidió rehacer su vida y retratar en sus novelas el oscuro mundo de los bajos fondos. Se ha centrado en el género policiaco y ha escrito más de veinte obras, entre novelas y ensayos, con un estilo seco y cortante y un tono oscuro y macabro. Literatura Random House ha publicado sus memorias, A la caza de la mujer(2012), y la novela Perfidia (2015), y ahora recupera para su catálogo el llamado «Cuarteto de Los Ángeles», formado por La Dalia Negra (1987), El gran desierto (1988), L.A. Confidential (1990) y Jazz blanco (1992). L.A. Confidential y La Dalia negra fueron llevadas a la gran pantalla.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas