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Jorge Alberto Gudiño Hernández

23/09/2017 - 12:00 am

La tragedia

Lo tercero fue la comunicación. Millones de mensajes, de llamadas no enlazadas. De la pequeña suerte que permitía constatar que los nuestros, los suyos, los de alguien estaban bien o la desesperación de quienes seguían sin tener noticias.

“No me resulta atractivo sumarme a la idea de que México es grande porque también fueron mexicanos quienes construyeron mal, quienes hicieron de la noticia un espectáculo, quienes dieron permisos de construcción a cambio de dinero”. Foto: Issac Esquivel, Cuartoscuro

Lo primero fue el temblor. Ese movimiento que nos sacó de lo cotidiano. El detonador de nuestros temores.

Lo segundo fueron las calles llenas de peatones. Miles de ellos caminando hacia sus casas, toda vez que el transporte resultaba insuficiente. Carriles enteros de avenidas tomados por peatones que a cada paso se acercaban a sus certezas.

Lo tercero fue la comunicación. Millones de mensajes, de llamadas no enlazadas. De la pequeña suerte que permitía constatar que los nuestros, los suyos, los de alguien estaban bien o la desesperación de quienes seguían sin tener noticias.

Lo cuarto (o quizá lo primero o lo segundo) fueron nuevas hordas. Voluntarios. De todos los sitios, hacia todos los lugares. Perseguían una noticia, hacían caso de una llamada de auxilio. Iban para ayudar, sin saber con lo que se encontrarían. Manos, la mayoría jóvenes, dispuestas a aportar todo lo que tenían a cambio de una esperanza.

Lo quinto fueron los comercios cerrados. No había farmacias abiertas en las zonas, tampoco comercios grandes, ésos que tenían tras sus cortinas cerradas todos los materiales que se necesitaban.

Lo sexto fueron los comercios abiertos (o quizá lo quinto o lo cuarto). Tiendas pequeñas que vendían o regalaban productos para que alguien los transportara a las zonas de desastre o a los centros de acopio. Sorprendía que las grandes tiendas, las cadenas abiertas, vendieran desde sus puertas cerradas, incapaces de sumarse a las necesidades. Algunos empleados tenían la instrucción de no regalar nada sino de vender. Vender agua, por ejemplo. Miles de botellas, de garrafones. Un hombre cargando durante cuadras dos garrafones de veinte litros.

Lo séptimo (o quizá antes, la numeración se pierde un poco) fueron las calles cerradas. Así que ese mismo hombre caminó kilómetros cargado. Kilómetros acompañado de otros hombres y mujeres con su carga a cuestas.

Lo octavo fueron las motos, benditas motos. Iban y venían, transportaban víveres, agua, todo aquello que pedían voces afónicas cerca de los derrumbes. También transportaban a médicos, a rescatistas, botellas y más garrafones. Medicinas.

Lo noveno fueron las farmacias. Cerradas casi todas. Al menos las de cadena (sólo la San Pablo, señalaron algunos). Pero la insulina no se vendía a cualquiera. De nuevo las motos llevaban doctores para poder comprarlas.

Lo décimo fue la incertidumbre (o lo primero, o lo segundo). Había más gente de la que podía ayudar y quedaba la sospecha de que muchos no hacíamos lo suficiente. Sobre todo quienes iban a pie. Ir de un lugar a otro, en una ciudad a oscuras, sin posibilidad de comprar nada pues ya todo se había terminado en los comercios abiertos. Aún no estábamos organizados. Aún se escuchaban necesidades que detonaban carreras. De nuevo fueron las motos quienes pudieron hacer los recorridos.

Lo décimo primero fue la organización. Poco a poco supimos orientar los esfuerzos. Aún era martes por la noche. Las plantas de luz llegaban providencialmente. Se abría el paso. Nadie cuidaba sus cosas. Ya eran de la emergencia, para quien las necesitara.

Lo décimo segundo fueron los largos recorridos por calles sin iluminación. A oscuras. Ya sin dinero en los bolsillos, con escasas fuerzas acompañando los pasos, con la necesidad de ayudar un poco más.

Lo décimo tercero fueron los héroes (o mucho antes, ellos están ahí siempre). Arriesgaron sus vidas, sumaron sus fuerzas, reptaron entre escombros.

Lo décimo cuarto fue la desinformación. Entre las redes sociales saturadas de buenas intenciones y los medios establecidos dosificando la angustia, sólo quedaban dudas. Las mismas que no tuvieron los que, gracias a la claridad de su pensamiento, siguieron ayudando sin detenerse a pensar en simulaciones o riesgos.

Lo décimo quinto fue establecer las dimensiones de la tragedia. Hospitales saturados, gente perdida, carteles escritos a mano, listas con nombres. Más incertidumbre.

Lo décimo sexto (o tercero, o sexto, o séptimo) fue el ulular de las ambulancias. Cada destello de sus torretas era la esperanza plena de que, dentro de ellas, iba un sobreviviente, una persona rescatada de las entrañas de un derrumbe.

Lo décimo séptimo fue la indignación. Apenas se perfilaba pero ya tendía sus brazos a la desesperanza: construcciones mal hechas, permisos chuecos, corrupción; un engaño en curso.

Lo décimo octavo fue el camino de regreso para recargar fuerzas, para averiguar cómo se podía ayudar de nueva cuenta. Daban igual los dolores de las manos, de los pies, de la espalda del hombre que carga cuarenta kilos de agua durante kilómetros. Daban igual porque había quien estaba peor, mucho peor.

Lo décimo noveno fue llegar a casa. Abrazar a los queridos. Acallar los pálpitos que estrujaban el corazón. Tener la certeza de que el miércoles sería aún más difícil y largo.

Lo vigésimo fue el llanto. Esa empatía retardada que se convierte en la certeza de nuestra fortuna. Ahora no fuimos nosotros. Y no alcanzan las palabras para manifestar la gratitud. De ahí que, apenas en la madrugada de miércoles, nuevas hordas se sumaran a los voluntarios ya cansados.

No me resulta atractivo sumarme a la idea de que México es grande porque también fueron mexicanos quienes construyeron mal, quienes hicieron de la noticia un espectáculo, quienes dieron permisos de construcción a cambio de dinero. No me atrae esa idea sino la otra, mucho más poderosa, la de que en esta ciudad y en este país viven muchas más personas buenas que malas. Si de algo sirve, me sumo al agradecimiento anónimo para todos ellos aunque yo no fui víctima de la tragedia. Gracias, pues, a todos aquéllos que sumaron fuerzas, recursos, energía, traslados y organización. No es México, pues, son esas personas buenas que están dispuestas a un sacrificio a cambio de una esperanza. Gracias de veras.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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