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Antonio Calera

24/06/2017 - 12:04 am

La poesía comestible, el platillo verbal. Encruzamientos entre poesía y comida

Para el artista poeta o poeta cocinero, existen en sus obras, en este caso el poema de versos o el poema de sabores, no pocas coincidencias.

Para el artista poeta o poeta cocinero, existen en sus obras, en este caso el poema de versos o el poema de sabores, no pocas coincidencias. Ilustración: Gabriel Mendoza

Se ha motivado decir que algo es poesía y no arte. No para contravenir ingenuamente el concepto del arte, sino para ensanchar y propagar el sentido ampliado, el terreno de activación poética. Una rutina gimnástica (quizá hasta bailar lo que sea), es hoy para muchos, Poesía. Un espectáculo de pirotecnia, un juego de naipes, un tigre blanco, una lagartija caminando por el agua de muy extraña manera, una sonda espacial que se abre paso al infinito, pudiera ser un acto poético por todo lo alto. Incluso, sentimos que ciertas piezas tachadas de artísticas deberían más como Poesía, sólo para dejar claro que en sí mismas nos arrojan al goce estético, al quehacer humano en términos bellos y sublimes. Así, nos sentimos orgullosos de no pedirle un salvoconducto a la crítica de arte, una limosna a ningún saber desde la trinchera literaria: tal vez así estamos más ciertos de que la poesía vive feliz y que, siempre que sus obras porten consigo el halo de la gratuidad, la eternidad y la universalidad, nos guareceremos en ella como (y por ello trascendental), nos guarecemos en ella como una forma de vida.

Pues bien, uno de los vastos terrenos de la cultura que viene exigiendo de nuevas recepciones, la justicia de nuevas valoraciones como poesía, es el de la comida. La comida, claro, entendida en su profundidad: no como mera alimentación, la cosa relacionada con la nutrición y capacidad alimentaria de  los individuos por los gobiernos, sino la manera en que un pueblo imprime su concepción de mundo en el ritual de allegarse sus sustento, en la energía escondida en los platillos que ha inventado para darse placer: la gastronomía como la comida de un pueblo que, como patrimonio intangible, vivo y lleno de sentido, nutre su cosmovisión, prodiga a los suyos de una rotunda sustancia simbólica. La comida, entendida así, es poesía y, ostensiblemente, poesía viva, cerca de la acción, cerca de la vida.

El gusto por la comida y la bebida se ha practicado y practicará, veehementemente, por todos los pueblos, a todas horas, en cada momento de sus días, y que los que hayan corrido con la suerte de haber nutrido suficientemente el cuerpo y espíritu con el placer de la comida (hay que reparar en que millones carecen de alimento y ello representa una de las grandes deudas de la civilización en donde no es posible ni la vida misma), tendrán la posibilidad de intuir que eso que comemos, en sentido antropológico, sociológico y ahora poético, es cosa muy distinta a la mera ingesta de nutrientes para el cuerpo. Estamos ahora, tal vez más que nunca, licenciados por nuestra cultura a acercarnos a la comida como una fiesta, como una representación que abona desde sus linderos a eso que se considera, entre otras denominaciones, como el estilo, idiosincrasia, personalidad de un pueblo: tal vez hasta su genio. Comer es, en este sentido amplio, un procedimiento de lo más lejano a cumplir con un debe o consumar un trámite: ahora, (luego de que nos hemos quitado tantos en pos de un deber ser muchas veces conservador e incomprensible), uno de los pocos placeres que aún quedan a los mortales.  Saben los más sensibles y atentos a su felicidad que hay algo ahí en su plato (que no está necesariamente en el plato sino atrás en el tiempo y de miles de maneras en el globo terráqueo), algo magnánimo que los jala desde la memoria, la inteligencia de un cuerpo sensible, como si dentro de las profundidades de ese potaje, caldo, cocido o guiso dado (tal y como sucede en las versuras de un texto), se hallaran escondidas, misteriosamente, no sólo un índice de querencias colectivas, sino, en un nivel absolutamente místico, espiritual, eso que llamamos cultura y  nos identifica genéticamente, socialmente.

¿Por qué la cosquilla, constante e irreductible, de relacionar, tiempo a tiempo, a la comida con el ejercicio de la escritura o bien, si se quiere, al dominio de la poesía con nuestros deleites culinarios, con el hecho de idearlos, prepararlos, consumirlos? ¿Pegar el ejercicio de escribirla o leerla con el hecho de prepararla y comerla? Se ha recalado en una línea de la historia, en la Historia social de la literatura y el arte, de Arnold Hauser (1951), por citar un ejemplo conocido, en la manera en que los artistas han estado ligados a estos dominios del sabor y no solamente desde el punto de vista de su alto epicureísmo.

De manera muy empírica, podría uno comenzar a hilvanar ambas realidades, la poesía y la comida, desde el punto de vista del placer que brinda a sus creadores, los artistas. Porque es en ellos (más  que en el que las actualiza, es decir, las come o las lee), donde se yergue más decididamente la suposición de que ciertos vasos comunicantes por descubrir y analizar, iluminar, las vuelven concomitantes, afines, complementarias. Para el artista poeta o poeta cocinero, existen en sus obras, en este caso el poema de versos o el poema de sabores, no pocas coincidencias. A saber. Que se trata en ambas de composiciones por acumulación de ingredientes (versos y productos de diferente peso específico), y que hay versos y sabores que terminarán (por sus cualidades distinguidas), comandando el poema, y otros que solo han figurado en él para el apuntalamiento de los primeros: vamos, que hay sabores categóricos y sutiles dentro de las dos creaciones. El autor por ejemplo, pudiera reconocer secretamente que, luego de fijar claras las ideas principales y subordinadas de un poema (en ocasiones sucede que se trata de versos de comienzo o final), existe un grupo de conjunciones, pronombres, palabras que constituyen el acervo lexical del poema, y no funciona más que como un fumé, un aliño, un fondo para que eso que se ha elegido decir (o si se quiere el sabor más contundente que se quiere “decir”  en una comida), a saber las metáforas o imágenes, historias protagonistas,  sucedan, afloren, emerjan.

O visto de otra forma. Es necesario que los sabores no se opaquen entre sí. Hay sabores que deben fungir como Atlas de otros, muletas de otros, y su participación quizá tenga quizá la misma importancia pero no el mismo protagonismo. Ese saber empírico en la cocina y más o menos científico en el arte, tienen un origen similar: saber equilibrar, saber presentar, desarrollar, finalizar, en donde saber finalizar una composición es igualmente importante que saber lo que se quiere decir, lo que uno quiere que imagine su “engullidor”, “apropiador”. Tanto en la poesía como en la comida, como en el arte y la vida misma, el qué está en el cómo. Hay que distinguir, los saben, lo tienen claro cocineros y escritores si es que están metidos hasta la médula de su oficio, qué es lo que se quiere decir con un platillo, qué es eso a lo que uno quiere que sepa ese poema, un juego menos de sinestesias u organolépticas, sino de una cuestión elemental: saber el mensaje que se quiere convidar al humano que “absorberá” la  obra que uno ha creado.

Si se escribe un soneto, tan viejo pensemos como un Cocido Madrileño, formas arcaicas y en desuso para nuestro tiempo, se deberá seguir con ciertas reglas: no se podrá aumentar la cantidad de ingredientes (ya que no  pueden haber más que dos cuartetos y dos tercetos, de versos endecasílabos en un soneto), justo para que nuestra obra sea reconocible como un soneto y, ya en la comparación, para ser definido justamente como un cocido castizo. Todo esto por la simple y sencilla razón de su historia, las reglas que obligan a emprenderlos, cosa rígida y pétrea que comparten las artes de marras. Estas reglas, que fueron puestas sobre la mesa en tiempos ya idos, por los Quevedos o Savarin, los Góngora o Escoffie, tantos y tantos más, la mayoría anónimos, luego de longevos tratos de semas y tropos, consideraciones eufónicas, luego de tanto prender de calderos de guisos, cocinado todo lo que se moviera o brotara del suelo y, ya hablando en serio, de paulatinas aculturaciones, migraciones, tejidos y deconstrucciones a lo largo de su destino, es lo que llamamos tradición, cosa que, nos guste o no, edificó o instauró los parámetros básicos de los gustos a en todo el mundo.

Y aquí quizá convendría apretar una idea de peso. Así como un platillo sólo puede reflejar oblicuamente la experiencia y precisión con que un cocinero maneja su oficio, hay que al menos avisar que no se reclama a los creadores aportar un apabullante cúmulo de información, una carga enciclopédica en la obra que se quiera. Tanto al poeta como al cocinero se exige que en su poema o en su platillo nos convide de su mirada y nos brinde la posibilidad de adentrarnos en esa peculiar y única manera forma de entender al mundo. “Los poemas podrán ser incomprensibles pero no ininteligibles”, escribiera Octavio Paz en Corriente Alterna. Corre para los cocineros también. Porque los poetas no hacen ensayos y los cocineros no hacen tratados (justo como a los historiadores, sociólogos o antropólogos no se les reclama ser estupendos novelistas), los cocineros no debieran ser invitados a presentarse con la percha de ingenieros industriales, químicos o físicos, quiero apuntar, mucho menos con la petulancia de que sus ingredientes, no sean los de otros. Y bueno, muchos serán los que no quieran toparse con intelectuales camuflados en el poema. Así las cosas, un poema o un platillo, de llevarse todo en buena manera, nos abrirán la puerta de su mundo. O más exactamente: el mundo nuestro a través suyo, por el efecto de una inoculación invisible (tan violenta o apabullante o sutil o graciosa si se quiere pero extrañamente, precisa), desde la cosa parabólica, metafísica, del lenguaje o mensaje no lineal: poema y creación gastronómica, entran al cuerpo y a la mente por la puerta de atrás, desde la invisibilidad, el guiño, la seducción de la seda. A los autores se les pide este viaje, esta magia. .

En cuanto al tiempo que corre, creo que resulta un ejercicio más que apetitoso imaginar los cruces que más queramos en pos de la multidisciplina, la interdisciplina. Leer fervientemente la obra de escritores jóvenes, comer la obra de jóvenes cocineros, hará reconocer que su muñeca (y la cocina y la poesía se hacen también desde las manos), ha comprendido un valor aquilatado por Rimbaud: ser “absolutamente modernos”, en el sentido en que, con una soltura que toca con la improvisación (sin decir que tal actitud se parezca en lo más mínimo al automatismo), están preparados para levantar artificios de alto voltaje. Y es una obviedad apuntar que la llegada de las computadoras apoyó la universalización de su oficio, sus dones creativos. En fracciones de segundo, saber lo que se permite o no, de lo que puede ser removido o suplantado, de cómo es posible desarticular, deconstruir, renovar lo hecho anteriormente, en ambos terrenos, poesía y gastronomía, es un sino de los tiempos y una hermosa herramienta para el renacer de los lenguajes. La computadora es la gran posibilidad para meter las manos en esa tremenda masa de la informática, para renovar la tradición, respirar aire fresco.

Hay que apostar en el poder actual de las alquimias tanto del  poeta-cocinero como en el “cocinero de palabras”, confiar en el poder de la creación hoy, y como ciudadanos del mundo ejercer nuestro derecho a adentrarnos en ambos universos. Los suyos, unos enplatados, otros encuadernados, son poemas y platillos que se comen calientes. A fin de cuentas se trata el consumirlos de amar al hombre: una feliz antropofagia en pleno. Comemos en el poema a la humanidad retratada, reflejada, vuelta verso y, en un plato, nos metemos al país convertido en comida. Promueven ellos mismos su glotonería y nos invitan a pedir más. No necesariamente en tres tiempos y no siempre en una biblioteca. ¿Importa en vedad la manera en que consumamos estas piezas? Si es así, ojalá se abran los formatos de las lecturas, se reinventen las ingestas performáticas, se lleve al extremo el soporte técnico que las pone en juego.

Una cosa es cierta. La gente hará fila afuera de los restaurantes que propongan poesía, tanto como se agolpará en las presentaciones de libros cuando su autor haya cocinado algo que renueve el paladar, reviva el ritual de comer, aporte una distinta manera de concebirnos como entes creativos en libertad. No podrán cocinarse más gatos por liebres, no se podrá esconder nada de poesía bajo una buena salsa de palabras. La cocina de microondas, la literatura de primer hervor, cocinada al vapor será, siempre, fácilmente descubierta. Y no se pide siempre, repito, el gran artificio, la gran fórmula: los paladares saben perfectamente cuando quieren un pedazo de tomate y aceite de oliva, si con eso se puede hacer un poema que nos haga girar una vuelta al mundo, sentir el macrocosmos y el microcosmos en una cucharada de algo que no sabremos siempre qué es, de dónde viene. Lo mal hecho siempre causará indigestión y lo que se cocine mal irá, como lo mal escrito, a la basura.

El poema como concreción, como síntesis, me llama a verlo como esa mirada que me enseña a ver lo que no conozco. Y como ningún otro: en esa particular y única combinación de letras, de palabras, de versos, se propone una suerte de extracto del mundo, que me hace salir de mi espacio vital, de mi coto, y me obliga al movimiento. Lo que aprendo del poema, podrá ser pasajero o no. Como el regusto del vino. Pero es único ese aprendizaje e intransferible. Bien, pues, los que se han adentrado en  el estudio medular del tema de la comida como poesía, como arte (y yo viajo en esto, he escrito más de 1000 páginas sobre el tema de la comida), parecemos caer súbitamente en la hermosa y bella trampa, en el reto que nos imone el deseo,  de conjugar, de aliñar, el golpe propinado por el poema como algo similar al golpe que nos arroja una obra comestible. Vamos explicando uno con el otro, no regodeamos en la vivencia de este otro para recordar a aquel. Pues bien, para muchos, los platillos nos llevan de la mano por caminos semejantes. Nos hacen viajar desde la boca hacia otros lares, viejos tiempos. Los platillos y los poemas son conductos, ojos de buey, pasadizos, atajos. Nos hacen atisbar, con acicates salados o dulces, ácidos o amargos (como los sentimientos y recuerdos que hemos advertido en la obra que es un poema), que la vida también está en otra parte, que hay otras maneras de llevar la existencia y que nos convendría comenzar a movernos hacia allá, los terrenos de una mayor libertad creadora, en donde se promueva la confusión de los saberes. Cada quien deberá saber cómo abrir esas puertas, esas gavetas cerradas o entreabiertas de nuestra sensibilidad. Un buen plato, un buen texto, son llamadas de atención, recordatorios que nos regala la vida para evitar su anquilosamiento. Y por ello observamos a sus creadores como los nuevos demiurgos, virgilios, viejos sabios que no nos han dejado de largo y desean nuestra felicidad.

 

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