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El elogio de los cuarenta

24/07/2016 - 12:04 am

“¿Nunca han experimentado esa especie de aprensión que se siente ante la eternidad, como si al permanecer en ese espacio perdieras la noción del tiempo, como si los años pasaran sin darte cuenta, hasta el punto de creer que cuando salgas te habrás convertido de repente en un viejo canoso?”
–Junichiro Tanizaki, El Elogio de la Sombra

Tengo 48 años. He probado mucho pero no de todo; he brincado sobre el lodazal pero no he caído en el vacío; he leído bastante pero no lo suficiente; he escrito a diario, no siempre. He ofendido a algunas mujeres y les he ofrecido disculpas y, cuando lo requirió, me agaché ante quienes no ofendí. He amado hasta la enfermedad y me he arrepentido de amar, y he sanado. No estoy más allá de nada: estoy más acá de todo.

En últimas fechas me ha dado por alimentar palomas en el pequeño balcón de mi oficina. Los compañeros me dicen que esos bichos roñosos están llenos de enfermedades y yo pienso que si en 48 años no me he enfermado por el contacto con alguna paloma, es tiempo de que pase. En el fondo, más al fondo, no quiero que suceda. Solo quiero contemplarlas, sin enfermedades. Quiero alejarme de cualquier mal porque entiendo el suelo que pisa alguien con medio siglo de vida. Las palomas, sin embargo, me dan tristeza y melancolía y las alimento; las pienso efímeras, frágiles. Pienso que si mi vida se ha ido como estrella fugaz, la de ellas será un destello de luz de luna sobre la mar picada. Eso pienso y me corrijo: las palomas no cambiarían su vida por la mía, aquí, encerrada en una oficina.

Tengo a mis dos perros, Simone y Niño, a quienes amo y consiento: son ellos mi primer rayo de luz por la mañana y los primeros ronquidos de la noche. Nunca imaginé que uno llegara a querer tanto a un animal y digo esto porque, en este elogio por mi década en los cuarenta puedo decir, claramente, que en los treinta o los veinte no habría asumido una responsabilidad tan grande como la que llevo ahora, con ellos.

También recientemente, alentado por algunos eventos sin trascendencia, tuve que revisar mi biblioteca y seleccionar libros. La que tenía estaba partida en dos: un librero en mi recámara y otro en mi estudio. Tuve que optar por uno solo porque me mudé a un departamento más chico. Ya no soportaba ese en el que vivía. Un vecino que escucha a Arjona y los moscos me tenían aturdido. Me dormía con un ventilador apuntando a la cara y aún así escuchaba a los moscos hablar, susurrar: ¿a qué horas se va a dormir este tipo? ¿Por qué no se duerme? Los moscos me corrieron del departamento tanto como el vecino. El asunto es que me mudé y reduje mi biblioteca. Por fortuna, un líder social al que respeto abrió un albergue para migrantes y renté una camioneta para entregarle parte de mi tesoro.

Cuento lo anterior por lo siguiente: cuando acomodé los libros con los que me quedé, me di cuenta que el librero del departamento nuevo se parecía misteriosamente al que tenía en mi vieja recámara. De inmediato recordé a una pareja que me abandonó con estas palabras:

–No puedo más, Alejandro.

–Ni modo –le respondí.

Luego me sorprendió:

–Tienes todos estos libros en tu recámara porque no aceptas a nadie más en tu vida. Duermes con tus dos perros porque no quieres que nadie más. No les voy a competir. Me voy. Y se fue.

Esa tarde me bañé, me puse el pijama, me tiré en la cama y me sentí liberado y, a la vez, completo.

Quiero decir que, a esta edad, ya sabes qué te causa confort. Tengo a mis dos perros, Niño y Simone, y en estos años he seleccionado libros para siempre. Son los que me llevé al nuevo departamento. Con ellos duermo y con ellos vivo. Con ellos me preparo para el siguiente tramo de mi vida, y espero que esta declaración pública no espante a la mujer que amo en estos días.

***

Músico callejero en Salónica, Selanik, Tesalónica. Foto: Colección del autor
Músico callejero en Salónica, Selanik, Tesalónica. Foto: Colección del autor

Las mujeres y los hombres maduros apreciamos la avena cruda, las frutas en vez de los jugos, la papaya por encima de la piña. No debería explicar las bendiciones de la fibra y el rechazo creciente –por edades– a los azúcares; o que una papaya es inofensiva a los dientes mientras que la experiencia de la piña se siente, horas después, como haberse metido en la boca un talando. Es un tema de salud y bienestar, pero también de gusto puro. Los hombres y las mujeres maduros abandonamos los cuadernos de raya que usamos en la educación básica y apreciamos los papeles ásperos y pesados, los que dan escalofríos cuando se desliza por ellos el lápiz o la pluma.

Tema favorito, la comida. Sirve para ilustrar todo. Como en el amor y en muchas otras cosas, a esta edad escoges cada una de las peleas. Un ejemplo apropiado: estás en Madrid y todos quieren darte de comer; no le vas a todo: un día comes, rodeado de chuletas, sólo una ensalada de tomates con aceite de olivo. Esperas, esperas, y luego dices: va, me atraganto. También escoges si te emborrachas, cuándo. Haces sumas mentales de sueño-desvelos y eso determina si vas.

No es que, asustado por los posibles resultados del próximo examen médico, te eches a temblar como una hoja cuando ves unos tacos de costilla o de chicharrón. Te los comes y ya, que estás viejo pero no piensas como viejo. Estas viejo y tomas precauciones de viejo pero no vives, de lunes a lunes, como viejo: de hecho, en mi teoría, durante los cuarenta experimentas un repunte de todo –o eso me ha pasado a mí–: andas inquietito, siempre, entre las piernas; engordas y adelgazas (como ejemplo del conflicto interno que te traes): pareja estable, eres gordito; soltero y en busca de pareja, te pone unas dietas que ya quisiera Kate Moss. Por eso me gustan los cuarenta, señoras y señores: porque no vives la tragedia del que siempre está asustado por los años y todavía te resbalas con la baba de la juventud; porque las canas te dan “experiencia” ante los demás pero no tienes ninguna experiencia y ni la quieres: quieres ser joven y eres ridículo y te sabes sabroso y eso se huele a medio kilómetro y alguien, por allí, lo sabe apreciar y cae como mosca en esta miel ya medio aporreada.

Gran tema, ese. Empiezas los cuarenta buscando estabilidad (si eres divorciado o sigues buscando) otra vez (tengas o no hijos) y eres tan estable como un huevo parado sobre una calle empinada. Pero cierras los cuarenta bien, creo: más estable, más precavido. Sabes que esa mujer es mucho más joven que tú y le das equilibrio y ella te da futuro. Sea o no cierto, sientes que te da futuro. Revives en ella (o en él) y ella (o él) es tu futuro. Por tu nueva-joven-pareja redescubres París o las viejas cantinas del centro a las que ya no ibas; por esa pareja vuelves a beber caguamas, margaritas y Anís del Mono.

Esa nueva-joven-pareja te sube a un globo aerostático al final de los 40 y, dicen los que ya pasaron esa década, si no te descuidas aterrizarás más allá, bien, a salvo.

–Papá –le dije al viejo unos meses antes de su muerte–, ¿cuándo, tú sabes, deja de funcionarnos aquello?

Mi viejo me abrió los ojos y se quitó los lentes. Me vio directo y sus pupilas eran todavía más claras: eran verde zacate joven.

–Nunca –respondió.

Vi en sus ojos una especie de preocupación. Dijo “nunca” como si trajera en las piernas una enfermedad.

Yo, del otro lado, feliz.

***

Sostengo que el cráneo, a diferencia del resto de la estructura ósea, está diseñado para dificultar nuestro acceso a la caja de los recuerdos.

Y cuando tienes casi 50, eres todavía más selectivo con los recuerdos. Tienes más guardado pero tienes más cuidado con lo que escarbas. No metes la mano a través de la tapa volada de los sesos para sacar todo, como lo hacen los jóvenes. Decides no escarbar en ti con facilidad. O no escarbas, de plano.

Los jóvenes escarban a la menor provocación, y lloran en todas las borracheras por los recuerdos más equis; uno se va tranquilo con eso. Escoges las batallas, como digo. Ya lloraste en las borracheras; no quieres ese castigo y además está el pudor: no deseas que te vean aplicándote ese castigo.

Entonces no te abres el cráneo; no escarbas. Esperas, esperas, y un día… ¡Ándale!

Con todo. Los ríos de recuerdos entran al cauce de las lagrimas y lloras, cómo no, lloras y ya.

Trololo en las calles de Cracovia. Foto: Colección del autor
Trololo en las calles de Cracovia. Foto: Colección del autor

***

Voy hasta hoy. Es decir: voy concluyendo la década de los cuarenta. Si alguien me preguntara en dónde me gustaría estacionarme, respondería que hoy o, para ser preciso, tres años antes: cuando mi viejito no había entrado en el proceso de agonía. Aún así, lo amo en ausencia como amo que mi madre siga viva, y mis hermanos, y el resto de los que me quieren.

He dejado mucha estupidez atrás de mí; he dejado el miedo al futuro porque el futuro es hoy y todo lo que viva será añadidura. No estoy más allá de nada: estoy, más bien, más acá de todo. Porque creo que cada día que vivo, ahora, alcanzo un pedazo de nuez en el centro del chocolate; porque cada día que pasa le arranco un elogio a esta perra vida.

Hay un olor dulzón cada mañana que no se confunde con el dulce amargo de vivir; hay un color brillante en los amaneceres que no es amarillo chillante sino el gusto por el fin de la penumbra.

El arrepentimiento por los días mal vividos existe y eso son los cuarenta. El calor del sol, el vuelo de las aves, las canas y las entradas salvajes; la vida de mi madre y la sopa caliente que me recuerdan sus manos cada mediodía; el cansancio, los libros, el café, mi ceguera e incluso el placer maldito del tabaco: todo tiene un sabor inevitablemente bueno, sabor al premio del que espera.

Es el sabor a la fruta madura.

Si alguien me pregunta en estos momentos: oye, tú que ya viviste, ¿en cuál década te gustaría estacionarte? Les diría sin dudar: exactamente en los cuarenta. No es un elogio loco: es porque en los cuarenta tienes todo y tienes lo suficientes para apreciar la vida. No es que yo “aprecie la vida”, aprecio lo que hay en esta vida, la vida de los cuarenta.

Usé drogas y las dejé hace muchos, muchos años. Por un lado, como ya he dicho, porque antes se usaban por rebeldía –una manera de ir “contra el sistema”– y ahora se necesita ser un verdadero idiota para darle dinero a los que vendrán a matarte. Les compras y aparte, te matan; o te secuestran o te extorsionan. Pero por el otro lado, las dejé hace mucho tiempo porque la vida está demasiado torcida y pide reflexión. Pero eso no lo sabes cuando eres joven o si lo sabes, lo menosprecias. Fumo, bebo muchísimo menos que en las décadas anteriores y tomo café: me quedo allí. Gracias, década de los cuarenta.

Ahora mismo veo por la ventana la gran ciudad. Es sábado por la noche y aprecio la luz a cuentagotas. Aprecio que se fue un día más y aprecio que viene otro. ¿En cuál década me gustaría estacionarte?, me pregunto. Me respondo feliz que aquí. Algunos dicen que los cuarenta son los nuevos treinta pero creo que los cuarenta los he apreciado porque son los cuarenta y ya. Diez páginas y un capítulo de alguna serie me esperan para antes de dormir. Todos los colores estallan en mis ojos y deseo tocarlos, embarrarlos y mezclarlos. Son los colores de los cuarenta, en pleno. Estoy bien, tengo paz.

Ahora invito a la década de los cincuenta. Que llegue. Ya les contaré, si la sobrevivo, de qué va. Dicen que los cincuenta son los nuevos cuarenta y eso sí, para que vean, me trae ilusión. He vivido y quisiera vivir un poco más aunque, puedo decirles, bien podría cerrar estas páginas como las últimas y estaría bien. No estaría mal. Venga más vida, si la hay. Quisiera seguir luchando. Quisiera devolver muchos favores y sanar las heridas que abrí. Quisiera regalarle mi tiempo a quienes les he robado algo. Quisiera repartir mi esfuerzo entre los que me rodean y darme el gusto de ver mi cuerpo curvarse y mantener, como hasta hoy, la frente en alto.

Árboles centenarios en un brazo del Río Bravo. Foto: Colección del autor
Árboles centenarios en un brazo del Río Bravo. Foto: Colección del autor

Alejandro Páez Varela
Periodista, escritor. Es autor de las novelas Corazón de Kaláshnikov (Alfaguara 2014, Planeta 2008), Música para Perros (Alfaguara 2013), El Reino de las Moscas (Alfaguara 2012) y Oriundo Laredo (Alfaguara 2017). También de los libros de relatos No Incluye Baterías (Cal y Arena 2009) y Paracaídas que no abre (2007). Escribió Presidente en Espera (Planeta 2011) y es coautor de otros libros de periodismo como La Guerra por Juárez (Planeta, 2008), Los Suspirantes 2006 (Planeta 2005) Los Suspirantes 2012 (Planeta 2011), Los Amos de México (2007), Los Intocables (2008) y Los Suspirantes 2018 (Planeta 2017). Fue subdirector editorial de El Universal, subdirector de la revista Día Siete y editor en Reforma y El Economista. Actualmente es director general de SinEmbargo.mx
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