“Las deudas del cuerpo” | ¿Y tú ya te contagiaste de la fiebre Elena Ferrante?

25/03/2017 - 12:03 am

Una joya de la literatura contemporánea que ya ha fascinado a más de dos millones de lectores en Europa y Estados Unidos, incluida la candidata demócrata Hillary Clinton, quien lo confesó en una entrevista durante su campaña presidencial. “A veces pasamos por la vida tan deprisa, que tiene que venir un libro a recordarnos qué es vivir.” Harper´s Bazaar “Con su escritura le arranca la piel a la rutina.” The New York Times “Sus personajes femeninos son obras de arte.” El País

Ciudad de México, 25 de marzo (SinEmbargo).- Érase una vez dos niñas, Elena y Lila que nacieron en 1944 en un barrio pobre de la ciudad de Nápoles, y desde entonces su historia ha sido el hilo conductor de esta espléndida saga napolitana que ahora llega a su tercera entrega.

Lila se casó muy joven con el hombre más adinerado del barrio y poco tardó en dejarlo. Ahora vive en un lugar miserable, pero su ingenio no ha mermado; sólo se ha transformado en rabia. Es quizá este odio lo que la llevará a capitanear las revueltas en la fábrica y a negarse a una convivencia pacífica y modesta con su nuevo compañero.

Elena, en cambio, ha continuado con los estudios e incluso ha escrito una novela. Ahora vive entre Nápoles y Pisa, y se ha casado con un profesor de la Universidad de Florencia. Así, a primera vista, nada une ya a las dos amigas, pero el barrio de Nápoles donde fueron niñas aún las reclama.

Con esta novela continua una saga que ha hecho del costumbrismo una herramienta para la gran literatura y coloca a Elena Ferrante entre los nombres de nuestra época.

La tercera entrega de la tetralogía. Foto: especial

FRAGMENTO

“(…) de inmediato me llamó la atención una muchacha muy hermosa, de rasgos delicados, largos cabellos negros sobre los hombros, seguramente más joven que yo. La vi y ya no pude quitarle los ojos de encima. Estaba de pie entre unos jóvenes muy combativos, y detrás, pegado a ella como un guardaespaldas, se encontraba un hombre moreno de unos treinta años que fumaba un puro. La muchacha destacaba en aquel ambiente no solo por su belleza sino porque llevaba en brazos a un niño de pocos meses, lo estaba amamantando, y mientras seguía con atención el conflicto en curso, a veces ella también gritaba algo. Cuando el niño, una mancha azul con piernecitas y piececitos desnudos de color rojizo, despegaba la boca del pezón, ella no metía el pecho en el sujetador, se quedaba así expuesta, la camisa blanca desabrochada, el seno turgente, ceñuda, la boca entreabierta, hasta que se daba cuenta de que su hijo había dejado de mamar y mecánicamente intentaba prendérselo otra vez al pecho.

Aquella muchacha me turbó. En el aula ruidosa, con aquel humo espeso, se revelaba como un icono de maternidad fuera de la norma. Tenía unos años menos que yo, un aspecto fino, la responsabilidad de un hijo. Pero parecía empeñada sobre todo en rechazar los rasgos de la joven mujer plácidamente absorta en el cuidado de su hijo. Chillaba, gesticulaba, exigía que le dieran la palabra, reía de rabia, señalaba a alguien con desprecio. Pese a todo el hijo formaba parte de ella, le buscaba el pezón, lo perdía.

Juntos componían una imagen trémula, expuesta, a punto de romperse como si estuviese pintada en un cristal, el niño se le caería de los brazos o algo, un codo, un gesto incontrolado, lo golpearía en la cabeza. Me alegré cuando de repente Mariarosa se materializó a su lado. Ahí estaba, al fin. Qué animada se le veía, qué sonrojada, qué cordial, me pareció que tenía mucha confianza con la joven madre. Agité una mano, no me vio. Le habló un rato al oído a la muchacha, desapareció, reapareció entre los que se peleaban alrededor de la cátedra. Mientras tanto, por una puerta lateral irrumpió un grupito que con una sola aparición calmó un poco los ánimos. Mariarosa hizo una seña, esperó otra como respuesta, cogió el megáfono, pronunció unas cuantas palabras que apaciguaron definitivamente el aula abarrotada…”

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