Cuando el pasto nos hace llorar

26/07/2015 - 12:00 am

“…¿por qué me da por reír justamente cuando descubro que lo único que quisiera es dormir sin despertarme? Se trata del miedo, este miedo, este país, que prefiero ignorar de cuajo, haciéndome el idiota conmigo mismo, para seguir vivo, o con las ganas aparentes de seguir vivo, porque es muy posible, realmente, que esté muerto, me digo, y bien muerto en el infierno, y vuelvo a reír.”

El miedo, los muertos, el horror… Este párrafo, tomado de la novela Los ejércitos de Evelio Rosero habla de Colombia (sé que podría estar hablando también de nuestro México); de la Colombia del momento más álgido de la violencia. Allí, en un pequeño pueblo llamado San José, el ejército, la guerrilla, el narco y los paramilitares se ensañan por igual. No importa de qué color sea el uniforme que usan, el dolor que provocan es el mismo. Entre desaparecidos, secuestrados, asesinados. Así están los habitantes de San José. Los pacíficos y los violentos, los adultos y los chicos, los hombres y las mujeres, los pobres y los menos pobres, los cómplices y los que quieren seguir resistiendo.

Se dice que en Colombia ninguna generación viva ha conocido la paz. En ese horror surgieron algunos trabajos artísticos y literarios excepcionales. Entre ellos, uno que me sacude y me conmueve como pocos: la obra plástica de Doris Salcedo. Su propuesta parte siempre –como en el caso de la novela de Evelio Rosero- de lo cotidiano. De lo cotidiano transformado en siniestro: lo Heimlich y lo Un-heimlich freudiano (dos letras antepuestas a “lo familiar” –que ése es el significado de Heimlich- bastan para convertirlo en algo pesadillesco, ominoso). Y esa transformación se da con sutileza, con cuidado, con respeto; con la poesía de la derrota. No corre la sangre: duelen las ausencias.

Por eso los muebles –las sillas, los roperos- se vuelven tumbas. No hay cuerpos que los habiten. Quedan apenas las huellas, los vestigios de quienes allí estuvieron. Y el dolor. Siempre.

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Los vestiditos ahogados, las camisas rígidas (camisas de hombres desaparecidos que sus mujeres lavaban y planchaban una y otra vez), los fantasmas que pueblan nuestra realidad latinoamericana. Sin embargo, en medio del horror: la vida. Y no puedo parar de llorar cuando veo “Plegaria muda”: entre dos mesas que parecen sepulcros, el ímpetu verde del pasto que crece. ¡Carajo!, pienso. Muy mal tiene que estar esto para que el pasto me haga llorar simplemente porque ha logrado sobrevivir.

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Durante años Doris Salcedo viajó por todo Colombia escuchando los testimonios de los sobrevivientes. Con esa brutal carga dentro de sí, construyó una obra rigurosa, impactante, ética. Eso sobre todo: profundamente ética. En sus instalaciones, en sus esculturas, no hay jamás una nota discordante, jamás un coqueteo con el amarillismo, o con el protagonismo tan frecuente entre nuestro artistas “comprometidos”. Lo que hay es com-pasión, empatía, homenaje.

En uno de esos viajes, estuvo con los niños de un orfelinato. Allí, una chiquita de seis años que había presenciado el asesinato de sus padres, era incapaz de hablar de lo que había vivido, pero no se quitaba jamás el vestido blanco que su madre le había hecho. De esa experiencia nace la obra “Desterrado: La túnica del huérfano”.

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Dos mesas –una mayor y una menor (cubierta por una tela blanca)- que se necesitan mutuamente para estar en pie. El zurcido entre las dos está hecho con pelo humano. ¿Se les ocurre imagen de mayor fuerza para hablar del vínculo entre madre e hija?

 “Bordaba pelo sobre la madera; cruzaba la madera con una aguja, con pelo. Claro que es un gesto demente; es un gesto absurdo –cuenta la artista colombiana-. Me acordaba del poeta Paul Celan. Él decía que es sólo lo absurdo lo que muestra la presencia de lo humano. Hablaba también de la fragilidad de las vidas.”

Doris Salcedo crea desde la perspectiva de la víctima, desde las perspectiva de sociedades castigadas y expoliadas, desde la perspectiva latinoamericana. De los testimonios de los sobrevivientes a la sutileza de la obra, las palabras y los silencios, lo dicho y lo no dicho atraviesan cada una de sus propuestas. Plegarias siempre: por los que están y por los que no están.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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