Los 100 años de un Cronopio: Julio Cortázar, el escritor inolvidable, revive en cientos de homenajes

26/08/2014 - 12:00 am
Queremos tanto a Julio. Foto: Archivo
Queremos tanto a Julio. Foto: Archivo

Ciudad de México, 26 de agosto (SinEmbargo).– Julio Cortázar “tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón”, supo decir el Nobel colombiano Gabriel García Márquez.

Se refería así al que podríamos considerar sin exagerar el último autor querido por la gente, en un mundo donde no son reconocibles los escritores, donde como bien diría años más tarde el mexicano Juan Villoro, “para fama, la de Lady Gaga, la de Shakira”.

Recordar al autor de Historias de cronopios y de famas, transcurridos los 100 años de su nacimiento en Bruselas, que se cumplen hoy y se expresan en cientos de homenajes por el mundo, es ver dibujado en la sombra su rostro melancólico y barbado.

Es diciembre de 1983. Está mirando a través de la ventana de un bar en Buenos Aires. Una muchacha joven y rubia lo reconoce. Le regala una flor blanca que guardará como un tesoro. Es Julio en su regreso a su ciudad.

Volvió después de muchos años de un exilio en París, sin ningún tipo de reconocimiento por parte del gobierno de la democracia encabezado por Raúl Alfonsín, cuando era ninguneado en la Universidad de Buenos Aires por críticos como Beatriz Sarlo, que lo odiaba con el mismo fervor que odiaba a Osvaldo Soriano, a Juan Gelman, autores prácticamente prohibidos en la carrera de Filosofía y Letras que ella había comenzado a comandar después de la dictadura.

La indiferencia de los políticos y la tirria de la academia no mellaron en nada el amor profesado por miles de jóvenes que habían encontrado en Manu, en La Maga, en Rocamadour, todos personajes de Rayuela, su novela consagratoria, un camino donde literatura y vida se juntaban y se podía entonces recorrer con ojos nuevos.

Murió en París hace 30 años, a los 69. Foto: Archivo
Murió en París hace 30 años, a los 69. Foto: Archivo

Cortázar, los libros de Cortázar y el propio Julio con su afición al boxeo, al jazz y con su firme adhesión a las causas latinoamericanistas, constituyen aún en nuestros días un GPS existencial para millares de lectores virginales, de pronto bendecidos por la luz que emana de un universo muy cerrado e identificable y por lo mismo abierto al infinito, al precipicio de la palabra.

Es verdad que el lector cortazariano evoluciona conforme va cumpliendo años hacia un territorio donde se valoran mucho más sus cuentos magistrales (“Casa tomada”, “Continuidad de los parques”, “Axolotl” y tantos otros) que sus novelas, incluida Rayuela.

Pero no es menos cierto que son sus novelas, sobre todo Rayuela, responden todavía con eficacia al deseo legítimo de cualquier adolescente de encontrar una brújula que en la literatura le permita construir su imaginario ontológico y hasta su moral incipiente, su propio sentido de la vida.

En nuestros tiempos, sólo un escritor latinoamericano logró esa empatía con la juventud lectora, un encuentro que se interrumpió por su temprana muerte y ese fue el chileno Roberto Bolaño (1953-2003), el notable autor de Los detectives salvajes, la gran novela de iniciación en el siglo XXI.

“Ya quisiera yo haber escrito un cuento que se pareciera en algo a ‘Casa tomada’”, dijo con modestia Bolaño en su ya famosa última entrevista.

UN ARGENTINO DE BRUSELAS

Había nacido por casualidad en la capital de Bélgica, Bruselas, el 26 de agosto de 1914 y murió en París, probablemente con aguacero como hubiera querido el poeta peruano César Vallejo, el 12 de febrero de 1984.

Los últimos años de su vida fueron los del deterioro físico a causa de una leucemia, pero fundamentalmente los del derrumbe emocional provocado por la muerte temprana de la fotógrafa estadounidense Carol Dunlop, la compañera de la vida con la que hizo el libro Los autonautas de la cosmopista.

Julio Cortázar le llevaba muchos años a su última mujer. La edad, sin embargo, fue sólo un apunte de los documentos de identidad entre estos dos cronopios que se amaron hasta la fascinación, que se casaron hacia finales de 1970 y que vieron truncada su relación cuando Carol murió, en 1981, con apenas 36 años, a causa de un cáncer.

La historia de amor entre Julio Cortázar y Carol Dunlop será motivo de un documental en preparación a cargo del joven cineasta canadiense Tobin Dalrymple y su colega argentino Poll Pebe Pueyrredón y que se encuentra en proceso de crowdfunding.

Julio Cortázar y Carol Dunlop. Foto: cortazarmovie.com
Julio Cortázar y Carol Dunlop. Foto: cortazarmovie.com

“Su libro, Los Autonauts del Cosmoroute, es la última cosa que hicieron juntos antes de su muerte. Beethoven parece haber hecho lo mismo. Cuando se estaba muriendo compuso una obra que es objeto de controversia en la actualidad (La novena sinfonía en Re menor). Es una locura. Es salvaje. Algunas partes son difíciles de escuchar. Pero es, sin duda, hermosa”, escribe Tobin Dalrymple en el sitio de la película.

“Tal vez Los Autonauts del Cosmoroute no sea tan hermoso como la sinfonía de Beethoven, pero se trata de la última lucha con la muerte, su última oportunidad de vivir para siempre. Tal vez el libro no resulte tan bueno si no sabes eso. Pero lo sabes. Esa es la historia. Es por eso que estoy tan decidido a contarla”, agrega el cineasta nacido en Toronto en 1985.

Un cronopio centenario. Foto: Archivo
Un cronopio centenario. Foto: Archivo

Otra mujer importante en su vida fue Aurora Bernárdez, hoy su albacea y quien lo acompañó en sus últimos días en París, ese lugar al que iban todos los argentinos turistas, entre ellos el dibujante Quino que al no encontrarlo en su casa le dejó en el portal la colección de Mafalda y nunca pudo cumplir el sueño de conocerlo.

UN ESCRITOR UNIVERSAL

Si bien es cierto que en su país han decretado el Año Cortázar, celebrado en el Salón de París, en Buenos Aires, hasta la próxima Feria Internacional del Libro de Guadalajara, a la que Argentina arribará como país invitado de honor, no es menos verdadero que decir Julio Cortázar es también decir París y es decir cultura europea de los ’60, como epítome de lo “cool” de la época, por caso el célebre filme de Michelangelo Antonioni, Blow up, basado en su cuento “Las babas del diablo”, con música de Herbie Hancock.

Y es también hablar de un escritor con hondas raíces en Cuba, en Nicaragua, el país al que dedicó su hermoso texto “Apocalipsis de Solentiname” y a cuya Revolución Sandinista estuvo profundamente ligado desde los inicios.

Este autor universal es muy querido en México, donde a principios en 1993 se instituyó la Cátedra Cortázar impulsada por la Universidad de Guadalajara y con dinero de sus amigos Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

Esta labor gregaria se topaba a menudo con su espíritu solitario y romántico que acuñó la imagen de un hombre con profundos ojos verdes, un cigarrillo en la boca y una mata hirsuta en la cabeza que lo acompañó hasta su vejez.

Atado a la realidad del mundo, del continente, de su país, cinceló una literatura asentada en lo fantástico, donde el humor y el juego del azar batían palmas en historias donde personajes muy propios de la clase media argentina se veían de pronto sorprendidos por circunstancias inesperadas y estrambóticas.

Dentro de lo bello pervivía lo funesto; desde lo dulce estallaba lo horrendo, como aquella cucaracha disfrazada de bombón y el llanto imparable de Delia en “Cirse”, hechos de vidas sesgadas por la tragedia solapada en seres de apariencia normal e integrados socialmente.

Hablar de Cortázar es hablar del lenguaje y de la preocupación por el lenguaje.

“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada”, se preguntaba en el famoso cuento “Las babas del diablo”, justamente él, que conocía casi a la perfección el lunfardo (argot de las clases populares argentinas) y arrastraba las erres como un francés de pura cepa cuando hablaba en su natural español.

Julio Cortázar en su juventud (Foto: EFE)
Julio Cortázar en su juventud (Foto: EFE)

Puso en los libros el horror de las vidas cotidianas, la frescura de los hablantes sudamericanos y, sobre todo, le quitó solemnidad a una literatura que compensaba con ligereza lingüística el enorme peso de historias demoledoras.

No tuvo hijos, pero tuvo gatos. Tuvo una hermana biológica y muchos hermanos de la vida, como el líder guerrillero argentino Ernesto “Che” Guevara, al que le dedicó el conocido poema “Yo tuve un hermano”, donde supo decir aquello tan entrañable de “no nos vimos nunca, pero no importaba”.

No ganó el Premio Nobel, pero se hizo de la inmortalidad y es dueño de esa emoción casi íntima que muchos lectores del mundo compartirán cuando recuerden que hoy, Julio, el querido Julio, cumpliría su primer centenario.

Estaba acompañado por Aurora Bernárdez cuando su vida se apagó a los 69 años. Fue enterrado junto a Carol Dunlop en el cementerio de Montparnasse. Hoy, todos los caminos conducen a Cortázar y en algún patio infantil un niño jugará rayuela para recordarlo y con ello hacernos recordar por qué queremos tanto, tanto a Julio.

 

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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