Un periodista mexicano en el frente de batalla: el testimonio de Témoris Grecko en Siria (Adelanto de libro y VIDEO)

26/11/2013 - 12:00 am
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Témoris, a la extrema derecha en primer plano. Foto del autor

Ciudad de México, 25 de noviembre (SinEmbargo).– Témoris Grecko, un periodista mexicano que trabaja como corresponsal de guerra para diferentes publicaciones, entrega una crónica desde los frentes de batalla que nos ayuda a conocer al canás, o francotirador, uno de los fantasmas que mueven la guerra en Siria.

Junto a un periodista húngaro y otro vasco, Grecko fue objeto de un secuestro por parte de un grupo armado. El recuento detallado de lo ocurrido, con reflexiones y aspectos que no han sido publicados, forma parte de “Canás, francotiradores de la Siria Rebelde”.

En el texto, el periodista mexicano relata cómo para la población civil de Siria es necesario tener en cuenta al canás: Saber dónde está depende la sobrevivencia de quienes viven en el conflicto sirio.

“Viejas mantas colgadas en calles y avenidas no están ahí por afán decorativo: sirven para obstaculizar la visión de los que esperan para matar. La cotidianidad se rige por evadir tiros, salvarse de las bombas y arreglárselas para, a pesar de todo, encontrar algo de humor para seguir siendo humanos”, da cuenta el peridiosta en su crónica desde el frente de batalla.

En su relato, Témoris Grecko da conocer sobre estos combatientes. Les pone rostro y espíritu a los actores del conflicto e imágenes al padecimiento diario de la violencia. Apoyado en una narrativa íntima y veloz, es un testimonio impactante y necesario para no sólo entender, sino también sentir la tragedia siria.

“Hay que cuidar a ancianos, a niños… y también a pequeños mamíferos que, por aburrimiento o táctica disruptiva de los francotiradores, son otras víctimas frecuentes”, relataTémoris Grecko de su experiencia en Siria.

Témoris Grecko es un periodista independiente que ha escrito crónicas y reportajes en 87 países y territorios y le ha dado tres vueltas al mundo. Ha cubierto conflictos como los de Libia, Egipto, Irán, Siria, Palestina, Congo y Filipinas, cruzado desiertos de Asia Central, India y África, hecho road trips por el Centro Rojo de Australia y el Sudoeste de Estados Unidos, bebido con jinetes tuareg en Tombuctú, entrevistado a esclavas domésticas en Líbano, corrido como gallina descabezada bajo las bombas de Moamar Gadafi en Ras Lanuf, viajado con migrantes centroamericanos por México, entre otras coberturas.

Con autorización de Témoris, amigo de la casa editorial SinEmbargo, reproducimos un capítulo de su libro y fotografías tomadas en el frente.

LAS PÉRDIDAS
SE ACUMULAN

temoris1“¡La revolución es un error, un gran error!”, me grita en inglés un hombre de unos 35 años, que acaba de entrar al pequeño apartamento-oficina de Halab News en el casco viejo. Él está de pie y yo, sentado en un sillón. No le importa que lo escuchen los reporteros ciudadanos y sus amigos, unos siete chicos en total, simpatizantes del ESL. Tal vez sabe que lo respetan, o que entienden lo que le ocurre, y no van a tomarla contra él. Como no logra obtener mi atención —he escogido ignorarlo porque no sé si lo que busca es una confrontación que no me interesa—, mira alrededor en busca de algo que le sirva para expresar su ira, su desprecio, el tamaño mediterráneo de su frustración y del dolor que siente, y encuentra una chamarra, que podría ser mía o de alguien más (un chico pone cara de impotente lamento). La arroja al suelo y realiza lo que parecería un baile torpe sobre ella, pisoteándola, un grave insulto entre los árabes. “¡Basura, revolución basura!”

¿Significa esto que apoya al régimen? No se aclara esta noche. Pero sí a la mañana siguiente. Tan sin invitación como la primera vez, el personaje se me acerca para dejar claras las cosas, a gritos, aunque ahora dice algo distinto: “¡Ésta es nuestra tierra! ¡No es la tierra de Bashar al Assad! ¡Es nuestra tierra y no permitiremos que nos la arrebate!” Vuelve a encontrar una chamarra. Y otro chico lo lamenta.

Aunque luce más relajado que la noche anterior, el individuo no acepta aclarar lo que parece una contradicción. En su lugar, lo hacen los jóvenes: él (prefieren no dar su nombre) fue uno de quienes salieron en las primeras convocatorias a protestar contra el régimen, en aquel ya lejano marzo de 2011. El modelo a seguir eran Túnez y Egipto: en esos países hubo violencia y muertos, pero los respectivos dictadores cayeron en cuestión de semanas, sus ejércitos se habían abstenido de disparar contra la población y de esa forma, se creía entonces, se habían abierto las puertas a un futuro mejor.

Assad es un dentista educado en Gran Bretaña, que al principio tenía fama de pacífico y que llegó al poder sin quererlo, tras las muertes de su hermano (Basil, el heredero designado por el viejo Hafiz, se mató en su coche deportivo) y de su padre, que murió en cama. ¿Por qué no podría él entender el llamado al cambio que le hacía su pueblo y facilitar una transición?

No resultó como esperaban. Cuando los manifestantes desarmados se cansaron de soportar la represión y empezaron a sumarse a los nuevos grupos guerrilleros, este hombre se negó a seguirlos porque previó la locura de violencia que se cernía sobre su país. Es cuando me están diciendo esto que él interviene, otra vez a gritos: “¡Ha sido peor, mucho peor que todo lo que imaginé!”

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Una coladera. Foto: Témoris Grecko

Él pasa el día sentado entre esos jóvenes activistas, que además de realizar actividades de documentación videográfica del conflicto, hacen lo que los chicos hacen: reír, provocarse, jugar. Sentado en una silla, con la cabeza calva cubierta por una jafiya roja y blanca, él los mira  en silencio sin involucrarse o hacer gestos. Por horas, pensando… no imagino qué. La guerra destruyó su hogar. El sitio donde trabajaba cerró. La escuela de sus hijas se convirtió en cuartel rebelde. Pero esto último no importa más: ellas estaban en casa cuando un avión del gobierno tiró una enorme bomba sobre el edificio donde vivían. Sus cuerpos desaparecieron. También el de su esposa.

Sus pérdidas se acumulan. Ahí murieron varios más de los suyos, un hermano, amigos. Otros han caído en combate. Y algunos luchan en la katiba Shajid Abedi (brigada Mártir Abedi), del ESL, cuyo “hogar” está a unas ocho cuadras de ahí, bajo la sombra ominosa de la Ciudadela. Los encuentro a la hora de comer y, haciendo gala de la afamada hospitalidad siria, me invitan a sentarme con ellos alrededor de una olla de ful, un plato tradicional a base de habas, en el que introducimos gordas hogazas de pan. Me coloco al lado de una pared de costales de arena a la que no le doy importancia hasta que me advierten que no debo asomar la cabeza, pues a unos 50 metros hay otro muro improvisado tras el que se esconden los soldados del régimen. ¿Quiero comprobarlo? “¡Eh Muhammad!”, grita uno de los insurgentes de mayor edad, “¡ven a comer ful, que Bashar no te da de comer!” “¡Sí que me da y no paso frío como ustedes, perros!”, responden desde el otro lado. “¡Pues no te dejaremos nada!”, concluye el rebelde, carcajeándose con sus compañeros.

¿Cómo sabe que se llama Muhammad? ¿Lo conocía de antes de la guerra? ¿Eran amigos? Las risas retumban más fuerte y el comandante casi derriba la olla de ful. “¿De dónde eres?” Contesto que de México. “¿Y no te llamas Yusé?” Mi cara de desconcierto provoca más hilaridad y asumen que se debe a que sí, mi nombre es Yusé, el jefe atinó. “¡Alaju ákbar!”, grita un muchacho, y los demás cantan alrededor de mí, “¡Yusé, Yusé, Yusé!”

Entonces caigo en la cuenta: ellos quieren decir José pero su jefe pronunció la J y la O como Y y U, y los demás lo repiten en celebración del certero ingenio de su líder. Lo que trata de explicar es que, en Siria, en cualquier lado se puede decir Muhammad y al menos uno volteará la cabeza, y que en México debe ocurrir lo mismo con José. Tan es verdad —creen estar comprobando— que yo me llamo así. Entonces quiero decir que no, mi nombre es Témoris, pero no me entienden, habibi (querido), ¿a quién en esta Tierra le ponen un nombre tan extraño?, pero y usted, ¿cómo se llama?, soy Sibghatullah, entonces soy yo el que rompe a reír, ¡Sibghatullah!, ¿y crees que mi nombre es raro?, pero los otros ni entienden el chiste ni encuentran gracioso que me mofe de su comandante. Debo tener cuidado porque estoy hablando de lo divino, me aclaran. ¿Qué significa mi nombre? El que ve caminos. Pues Sibghatullah sí tiene un sentido profundo: el color de dios. ¿Cuál es el color de dios?

Mmmm, no. Pregunta equivocada. De nuevo estoy diciendo cosas con pocas oportunidades de generar simpatía. Será mejor resignarme a ser rebautizado. Empiezo a pensar que es algo que les agrada hacer a muchos musulmanes que encuentro: en dos ocasiones, curiosamente, con el mismo nombre: me pusieron Muhammad (¡tenía que ser!) Tariq en el Kurdistán turco y en Níger. Ahora, para los guerrilleros de la katiba Shajid Abedi, por ti seré, por ti seré, órale pues, carnales, Yusé.

Siento muchas ganas de que hayamos superado el punto cuando un ahora muy serio Sibghatullah empieza a señalar a cada uno de sus hombres, para despejar cualquier duda que yo no he manifestado pero que les interesa que no tenga: “Éste es de Alepo. Éste, también es de Alepo. Y éste. No somos de Pakistán ni de Afganistán. Somos islámicos pero no islamistas, creemos en un Islam tolerante y moderado. Aquí no hay ninguno de Jabhat al Nusra” (los yijadis de Al Qaida). “¡Alaju ákbar!”: los demás están de acuerdo. El comandante me clava los ojos para dejármelo claro: “En Alepo nadie los quiere. Ni en toda Siria”.

La tragedia humanitaria. Foto: Témoris Grecko
La tragedia humanitaria. Foto: Témoris Grecko

El reto de Al Qaida

No es exacto que nadie los quiera. Para el ESL, Jabhat al Nusra y las brigadas yijadis se han convertido en un problema mayor, en muchos aspectos. Uno de ellos es que las potencias occidentales, que en varias ocasiones se han comprometido a apoyarlos, se abstienen de enviar armas porque temen que acaben en manos de al Qaida. ¿Qué podría decir Barack Obama, por ejemplo, si un avión israelí con 200 pasajeros fuera destruido en pleno vuelo con un lanzamisiles de hombro regalado por su gobierno? A los portavoces del ESL les ha costado mucho trabajo convencer de que eso no va a ocurrir, pese a lo cual, ya abundan las malas señales: entre la miríada de videos en YouTube hay varios, de los más recientes, que muestran a extremistas utilizando armas croatas y de la antigua Yugoslavia que, con la anuencia de Washington, fueron originalmente entregadas al ESL por Arabia Saudí.

Otro punto muy importante es que los yijadis le están disputando al ESL el apoyo popular y el control efectivo de pueblos y zonas urbanas. Como no hay uniformidad de comportamientos y cada quién hace lo que cree mejor, la opinión que tienen los habitantes acerca de los rebeldes cambia según la actuación del comandante que tenga el control de la zona. Los hay tanto sensibles e inteligentes como megalómanos que se creen señores feudales de un par de manzanas. Esgrimiendo su estricta moral religiosa, Jabhat al Nusra promete imponer orden ciñéndose a la ley islámica… no exactamente como quisiera la mayoría, pero muchos creen que es mejor que la ley de la selva.

En este caos de hombres armados con autoridad autoarrogada, cualquier disputa menor es una batalla en potencia. Estuve a punto de verme envuelto en una: al entrar en una rotonda, Hassán Surani me llevaba en la parte trasera de su motocicleta cuando otra, en la que venían tres guerrilleros, a cinco metros de nosotros, fue embestida de costado por una camioneta en la que también viajaban combatientes. Estos últimos se bajaron de inmediato y dirigieron sus rifles contra quienes supuestamente son sus camaradas, que tirados en el pavimento y gritando de dolor, trataban sin éxito de apuntar con los fusiles. Se los quitaron, los pusieron de pie y se los llevaron en vehículos. “Dijeron que al hospital”, comentó mi acompañante, “pero no estoy seguro. Si no pudieron defenderse ahora a tiros, no sería raro que si los dejaran ir, regresaran con su katiba a vengarse. Esto se resolverá entre comandantes… o no”. ¿Y si los derribados hubiesen sido civiles? “Depende de la buena voluntad del que porta el Ak-47”.

Surani es un combatiente barbado y rudo al que sólo por el pulido acento británico se le puede creer que es un politólogo educado en la Universidad de Oxford. Estamos paseando a pie por el barrio de Succari, vecino a Saif Al Dawla, con estrechas calles llenas de basura, sobre las que se alinean edificios de pequeños apartamentos con paredes sucias y balcones ocultos por cortinas viejas y rasgadas. Es el día de descanso y oración, viernes, y tras el rezo de mediodía, el más importante de la semana, los niños salen a manifestarse contra Bashar al Assad. Esta vez, con la denuncia del ataque de la fuerza aérea contra la universidad, una acción casi increíble que sólo puede responder, dice, a la infinita maldad del presidente.

Él no es quien está verdaderamente al mando en Damasco, cree Surani: “Bashar hace lo que le dicen, no lo que él quiere. Los sirios se desesperan porque los (gobiernos) árabes han ofrecido acoger en el exilio a Bashar, y él no se va, pero lo que pasa es que no lo van a dejar ir nunca: ¿Tú imaginas que, mientras él y su familia se van a Europa a gozar del dinero que se robaron, los políticos y generales de su círculo de poder se quedarán a morir aquí? Para ellos es todo o nada”.

En la calle encontramos a gente que, sin entrar en el análisis político ni sentirse intimidada por la presencia del guerrillero, denuncia que no se le puede echar la culpa de todo a Assad: “Ni los aviones ni los canasín son los que están encareciendo la harina”, afirma una matrona en chador, una de las pocas mujeres en la fila para comprar pan, una cola inmensa, inmóvil y, como es normal aquí, en un 90% masculina. Combativa, la señora atribuye culpas: “Los jefes de las katibas del ESL están haciendo negocio, ¡ladrones!”

Algunos hombres se inconforman e inicia una discusión a gritos, que se interrumpe abruptamente: han llegado unas camionetas con gente armada que sostienen las banderas negras de Jabhat al Nusra. Yo prefiero callar, mirar y dejarme ver lo menos posible. Surani se desvaneció, ¿a dónde fue? Los yijadis bajan sacos de harina que entregan a los panaderos. Sin cobrar. Pero con la instrucción de vender el producto muy barato, salvo que se quiera enfrentar en este mundo la justa furia de dios, aplicado, bueno, por la propia Al Nusra.

“¡Alaju ákbar, Alaju ákbar!”, grita la multitud al unirse en un potente aplauso.

Encuentro a Surani esperándome, detrás de los restos de una ambulancia quemada, a media cuadra. Yo quiero saber por qué se fue y él no entiende cómo es que no lo seguí. Preocupado porque los yijadis “están secuestrando la revolución”, comparte que ha escuchado que en algunos sitios ha habido manifestaciones populares con el lema “¡no queremos el ejército criminal!, ¡queremos el ejército islámico!”

El carisma de Al Nusra llega también a otros sectores. Como algunos chicos de Halab News. Por su aspecto, sería difícil distinguirlos de otros jóvenes de cualquier país mediterráneo: se visten a la usanza occidental, viven en Facebook y Twitter y reaccionan (cada cual a su manera) ante el Gangnam Style. No es ahí donde se expresa su devoción religiosa.

En la oficina central de las afueras de Alepo, dos de sus principales miembros me dijeron abiertamente, sobre un plato de hummus (pasta de garbanzo) y otro de labnah (un yogurt con textura cremosa), que simpatizan con Al Qaida y con Jabhat al Nusra. Oficialmente, su grupo apoya al ESL, pero el par tiene varias razones para disentir: el ESL carece de organización, está lleno de ladrones y de personajes indisciplinados que abusan de la población, y sus principios religiosos son flojos. Jabhat al Nusra, en cambio, “trajo equidad a Alepo. Reparte comida y mantas sin hacer distinciones, ni a uno más ni a otro menos, y las regala aunque no quede para sus yijadis. Están contra los ladrones y por eso, los ladrones están contra ellos”.

Otro de sus grandes atractivos es la eficacia militar: Jabhat al Nusra se pone al frente en las batallas más duras. Sus militantes avanzan sin miedo en las primeras líneas porque, si logran morir en combate y convertirse en mártires, irán al paraíso. A ellos sí les llega dinero y armamento enviado por Al Qaida y príncipes y empresarios del Golfo Pérsico y Europa, por lo cual, para los jóvenes que quieren pelear, resulta más conveniente alistarse en sus katibas. Con todo esto (disciplina, alta moral, armas, sueldos y tropas), Al Nusra obtiene victorias militares con las que incrementa su prestigio. Y además de cosechar éxitos, les sabe sacar provecho dándoles buena difusión.

En mi lista de preferencias, están bastante mejor colocadas las oficinas satélite de Halab News que la central, a pesar de que esta última es más amplia y cómoda, dentro de lo que se puede conseguir aquí. Su desventaja, para mí, es que los chicos son muy devotos, más que cualquier musulmán con el que se me haya dado la oportunidad de tener una convivencia cotidiana: no exagero al afirmar que, si el Corán establece que hay que rezar cinco veces al día, en ese lugar deben hacerlo unas diez. Hasta las dos de la mañana y a partir de las cuatro y media.

Hace muchos años, cuando el mexicano Rodolfo Neri Vela fue al espacio en el transbordador de la NASA, se corrió un chiste que decía que nuestro compatriota había regresado con un problema nervioso que le provocaba súbitas contracciones del brazo derecho. Lo había desarrollado, aseguraban, porque cada vez que él trataba de tocar algún instrumento de la nave, los astronautas gringos le daban un manotazo. Me acuerdo de eso cuando estos muchachos me complican la vida corrigiéndome. En principio, ellos son más jóvenes que yo y la norma es respetar al mayor. Mi condición de infiel, sin embargo, me coloca en un nivel inferior, a su entender, y meterme al orden es un deber religioso. Así es que me llaman la atención porque violo desconocidos preceptos al comer, al caminar, al moverme entre ellos. Estoy muy acostumbrado a convivir con personas de culturas ajenas y a ser humilde para poder aprender sus costumbres y adaptarme. Me desagrada, sin embargo, que algunos ahí actúan con arrogancia —no soy un igual— y que no tratan de hacerme entender las cosas, sino de imponérmelas. Cuando pregunto el por qué de algo, lo zanjan con un simple: “El profeta nos lo dijo”. Voilà!

Los más odiosos son, precisamente, los dos que simpatizan con Al Nusra. En las demás oficinas, por encantador contraste (¡Alaju ákbar!), se toman las cosas de manera mucho más tranquila. Desafecto a todo tipo de humo, nunca hubiera podido imaginar que me sentiría a gusto entre gente que fuma, porque en la central está religiosamente prohibido. Algunos rezan, pero no todos, y lo hacen de tanto en tanto. Las indicaciones de urbanidad son pocas, hechas de buena manera y con un sentido práctico, y la actitud es más relajada. No sienten que le deben demostrar devoción a dios cada minuto. A los que les he preguntado, Jabhat al Nusra les causa desconfianza, incluso inquietud por la —por el momento, improbable— posibilidad de que domine a sus rivales e imponga en Siria un régimen islámico radical.

Pero lo admiran.

Alguien les ha regalado un DVD con videos de la organización extremista. Son muy diferentes de la mayoría de los que hacen las katibas del ESL, de factura rudimentaria, con largas tomas sin cortes y contenido predecible.

Los de Al Nusra están mejor editados, tienen narración en off, subtítulos, flechas y otros elementos gráficos y, lo más importante, no sólo proclaman sus éxitos, sino que los explican bien. Uno de ellos muestra, por ejemplo, cómo eliminaron a unos francotiradores de los shabihas (milicianos del régimen) y de paso destrozaron uno de sus reductos, en un edificio moderno, muy alto, frente a una plaza céntrica de Alepo, desde el que podían disparar sobre calles de la zona rebelde.

Mientras sus combatientes colocaban un coche bomba, que hicieron explotar en un momento determinado tras el estudio de la rutina del enemigo, sus camarógrafos se colocaron en puntos de ventaja para captar la acción. En la imagen, todo se describe al detalle, los shabihas que salen del edificio aparecen enmarcados en un círculo rojo, una línea indica cuál es el auto con los explosivos y otra, desde qué piso actúan los canasín.

“¡Bum!”, retiemblan los altavoces de la laptop de Abu Yasán, nombre de guerra de uno de los activistas. El narrador celebra que tanto los shabihas como su posición de tiro han sido eliminados. “¡Alaju ákbar!”, gritan los activistas en la oficina. “Son muy estrictos”, reconoce Abu Yasán. “Pero son los únicos que saben lo que hacen”.

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