LECTURAS | Madres de EU se unen contra la guerra de las drogas y por legalizar la mariguana

26/12/2014 - 12:05 am

Durante 100 años ha estado prohibida la mariguana. Muchos lo creen una estupidez: miles y miles han muerto, país por país, a causa de una medida impulsada por el conservadurismo estadounidense. Y el movimiento de rechazo crece.

“El debate sobre la legalización del cannabis va más allá de sus usos, virtudes y defectos. Es un debate de política de drogas, de política exterior y de política pública. Es también una discusión sobre geopolítica que involucra a todos los poderes”, narran Rafael Mathus e Isabel Piquer en su libro Los Legalizadores, donde se relata la historia de los hombres y mujeres que han conformado este movimiento diverso, heterogéneo y revolucionario, en el que conviven personajes con orígenes, filosofías, estilos de vida y ambiciones muy distantes: desde empresarias, abogadas, ex agentes de narcóticos, profesores universitarios, activistas, amantes de la hierba y quienes jamás la han probado, ex presidentes y premios Nobel.

Todos tienen en común una cosa: lograr la legalización del cannabis y ver el fin de las catastróficas consecuencias de la guerra contra las drogas.

A este movimiento se han unido, además, las madres norteamericanas. No quieren más una guerra contra las drogas y reclaman a los gobiernos formalizar el camino hacia la legalización…

Las familias estadounidenses se han unido en un movimiento cada vez más articulado que rechaza la guerra contra las drogas. Foto:
Las familias estadounidenses se han unido en un movimiento cada vez más articulado que rechaza la guerra contra las drogas. Foto: Moms United Against the War on Drugs

Las madres contra la guerra

Fragmento del libro Los legalizadores de Rafael Mathus e Isabel Piquer (Temas de hoy 2014). Reproducido con autorización de Editorial Planeta Mexicana

“Fui madre por primera vez en 1971, el año en que Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas, así que para mí esto es algo muy personal”.

Gretchen Burns Bergman es la fundadora de Moms United Against the War on Drugs o Mamás Unidas, una organización que agrupa a asociaciones de mujeres en Estados Unidos y uno de los integrantes más inesperados del movimiento a favor de la legalización del cannabis. Gretchen no es una profesional de la militancia pero, tras sufrir en carne propia las devastadoras consecuencias de la guerra inaugurada por Nixon, decidió actuar.

“¿Por qué un grupo de madres responsables que nunca han probado las drogas quiere legalizar la mariguana? Porque estamos cansadas de la violencia, de las muertes, de la pérdida de libertad y de derechos que ha causado la guerra contra las drogas, que se ha convertido en una guerra contra nuestros seres queridos, una guerra contra nuestras familias. No podemos seguir permitiendo que se castigue algo que debería considerarse como un problema de salud pública. Somos una mayoría silenciosa que ha decidido alzar la voz”.

Rubia, delgada, de grandes ojos azules, Gretchen es californiana, nacida y criada en San Diego. Tiene 66 años y dos hijos, Elan, de 42, y Erin de 39, ambos con problemas de adicción a las drogas desde que eran adolescentes. Para Gretchen, la pesadilla empezó en 1991, cuando Elan fue detenido por posesión de mariguana y enviado a la cárcel cuando sólo tenía 20 años. Así empezó una década de reincidencias que cambiaron su vida.

“Nunca habría pensado meterme en esto. Yo tenía una vida normal: había sido profesora de baile, me dedicaba a producir desfiles de moda. Pero consideraba que mi papel más importante era el de madre”, sostiene Gretchen.

Aunque no pensó que militaría en favor de la legalización, habla con el mismo discurso y la misma convicción de cualquier otro activista. “A mí no me gusta la mariguana. Nunca la he consumido. Pero creo que por la seguridad de nuestros hijos debemos regularizarla y gravar su venta, como cualquier otro producto, porque en este momento los que están regulando la mariguana son los cárteles de la droga”.

Foto: Moms United Against the War on Drugs
Foto: Moms United Against the War on Drugs

En 1999, Gretchen creó A New Path o Un Nuevo Camino, una asociación de familias en pro del tratamiento de la adicción a las drogas. Nadie las incluía en la conversación. La gente, dice, trataba a los adictos como a criminales pese a que tenían un problema de salud.

Con su decisión, Gretchen quiso derribar un muro de silencio.

“Las otras familias no se atrevían a hablar. El estigma que suponía tener un hijo adicto y sobre todo en prisión era muy grande. Y estaba ocurriendo a todos los niveles de la sociedad. Mis hijos vivían en un buen barrio, con todas las ventajas que conllevaba una vida en los suburbios, pero la adicción no hace distinciones y cruza todas las barreras”.

Otras madres, en otras partes del país, habían llegado a la misma conclusión y también habían decidido movilizarse por sus hijos.

Joy Strickland, presidenta de Mothers Against Teen Violence o Madres Contra la Violencia Adolescente, afroamericana, ejecutiva y de buen nivel económico, llegó a la militancia por otra vía, no menos dramática que la de Gretchen.

Su vida cambió una noche de verano de 1993. Su hijo, Chris, había salido esa noche con su amigo Kendrick. Ambos fueron asesinados cuando dos miembros de una pandilla de traficantes de drogas los atacaron para robarles el automóvil. Chris no tenía antecedentes, era un buen estudiante y acababa de entrar en Morehouse College, en Atlanta, una de los mejores universidades de Estados Unidos. Pero esa noche tuvo la mala suerte de estar en el lugar y en el momento equivocados.

“Tuvimos que pasar por dos procesos criminales, porque había dos víctimas y dos acusados. Lo vivimos todo dos veces”, recuerda Joy. “En el primer juicio reviví los asesinatos en detalle pero nada tenía sentido. Mi hijo no debía haber muerto, no estaba implicado en ningún incidente, fue todo mala suerte. En aquel entonces estaba llena de ira. Pero sirvió de catalizador para hacer algo positivo y constructivo. No podía permitir que sus vidas se perdieran. Lo que hago es en homenaje a sus vidas y es algo que da sentido a la mía y me motiva”.

Al igual que Gretchen, Joy no es ninguna entusiasta de la mariguana: “Nunca he fumado un porro, nunca he tenido uno en la mano. Las mujeres como yo no nos identificamos en absoluto con las drogas, así que éste ha sido un camino peculiar para mí”.

Criada en Dallas, Joy, una mujer afable que habla con un acento tejano muy suave, dejó el mundo corporativo para dedicarse a su causa. “Soy el tipo de persona que debe actuar con base en lo que sabe. Era ejecutiva de IBM y me gradué en matemáticas. Me gusta resolver problemas, pero para eso hay que plantear las preguntas adecuadas. Y en esta cuestión existen muchas preguntas erróneas que te pueden llevar por caminos equivocados”.

Su misión, dice, es explicar y convencer, sin victimismo, recostada en la narrativa de la superación personal que tanto marca el discurso estadounidense y con la envidiable serenidad de alguien que ha aprendido a vivir con una tragedia personal.

Gretchen y Joy lideran Mamás Unidas, una plataforma creada en 2010 para federar a las asociaciones de madres que han surgido en todo Estados Unidos. “Usamos a propósito la palabra ‘mamás’ en vez de ‘madres’ porque tiene mucho más peso emocional y describe muy bien cómo nos vemos”, explica Gretchen.

Mujeres como ellas cumplen un papel muy peculiar dentro del movimiento a favor de la legalización del cannabis en Estados Unidos: brindan un rostro y un nombre al drama que viven miles de familias debido a la adicción, la prohibición y la guerra contra las drogas.

Estas madres no creen en los beneficios del consumo de cannabis, no escriben las propuestas de reformas de leyes, no reúnen fondos para impulsar campañas y no crean nuevos negocios ni buscan tajada en el cannabusiness. Participan del debate sobre la legalización, pero no son las personas que aparecen con mayor frecuencia en programas televisivos o conferencias o seminarios donde se discute el futuro de la política de drogas. Pero están ahí, y cuentan con el apoyo del movimiento y el respaldo financiero del profeta del cannabis, Ethan Nadelmannn. La razón es sencilla: humanizan la discusión al llevarla desde un mundo abstracto o una estadística a una vida de carne y hueso.

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Foto: Moms United Against the War on Drugs

Por eso, para entender el camino que han recorrido estas dos mujeres hasta llegar a defender la legalización y su impacto en el debate en Estados Unidos, es necesario conocer primero algunas de las problemáticas que afectan a las familias cuando uno de sus miembros ha sido acusado o detenido por posesión o consumo de drogas.

En Estados Unidos, las drogas están reguladas a nivel federal por la Ley de Sustancias Controladas, firmada por Richard Nixon en 1970. Esta ley dividió a las drogas en categorías según el efecto provocado por su consumo y su utilidad terapéutica. La ley equiparó al cannabis con la heroína, las metanfetaminas o el LSD, a las que incluyó en la Categoría I, reservada para las sustancias “con un alto potencial de abuso” y sin ningún “uso medicinal”.

En 1986, durante el segundo mandato de Ronald Reagan, se aprobó otra norma, la Ley contra el Abuso de Drogas, que impuso penas mínimas para la posesión de drogas. La ley marcó el nacimiento de la llamada “mano dura” al forzar condenas extremadamente severas para crear un efecto disuasorio. Era la época de la “epidemia del crack” que golpeó a Estados Unidos entre mediados de los años 80 y principios de los 90. El gobierno decidió aplicar una política de castigo, rígida e inflexible, en la cual los consumidores y adictos fueron tratados como delincuentes.

Estas sentencias son la herencia más visible del andamiaje legal creado durante la era Reagan, una herencia que ha persistido hasta estos días y ha propiciado un aumento sin precedentes en la cantidad de personas que viven en prisión. Para esas personas, lo más duro, sin embargo, viene después, a la salida de prisión. En Estados Unidos, la vida de un convicto se prolonga mucho más allá de su sentencia por la Justicia.

Una persona condenada por un delito grave queda marcada durante años, a veces de por vida, incluso después de haber cumplido con su sentencia. El delito se convierte en una mancha imborrable en su historial criminal, un pasado que vuelve a aparecer una y otra vez en la información profesional, crediticia, legal y electoral de los felons, que pasan a convertirse en ciudadanos de segunda categoría.

Una condena por drogas conlleva la pérdida de algunos derechos básicos que son muy difíciles de recuperar, limita las oportunidades de educación y de trabajo, restringe el acceso a becas de estudio, a viviendas de protección social subsidiadas por el Estado y a la ayuda alimentaria que provee el gobierno federal. En algunos estados, implica la pérdida del derecho al voto.

En su libro sobre las encarcelaciones masivas en Estados Unidos, The New Jim Crow, un título que hace referencia a las leyes segregacionistas que imperaron en el sur del país, la abogada Michelle Alexander explica que estas sanciones civiles, aunque no se consideran un castigo por los tribunales, dificultan la reinserción de un convicto: “Es una forma colectiva de decirles que no son parte de la sociedad, que no pueden conducir, obtener un empleo, encontrar alojamiento o conseguir ayuda para sus hijos”.

Gretchen lo vivió personalmente con su hijo Elan, que luchó —y aún lucha— por reintegrarse a la sociedad, y ahora ayuda a jóvenes con problemas de drogas. A los convictos, dice Gretchen, nunca se les perdona del todo, sus vidas se convierten en una larga sucesión de exclusiones.

“La adicción es a veces más fácil de superar que las consecuencias de tener antecedentes penales”, asevera.

Joy y Gretchen no son las primeras madres en convertir su drama personal en una causa. A lo largo de la historia estadounidense reciente las familias han sido poderosos motores de la movilización ciudadana y del cambio social.

De Planeta Mexicana
De Planeta Mexicana

PROHIBICIÓN

El precedente más inmediato es la Prohibición, o Ley Seca, que imperó durante 13 años, entre 1920 y 1933, y bajo la cual floreció el crimen organizado y figuras de la talla de Al Capone o Lucky Luciano. Algunas de sus más fervientes partidarias, a favor y en contra, que contribuyeron primero a aprobar la ley y luego a abrogarla, fueron mujeres. Con el mismo argumento de proteger a la familia, primero del alcoholismo y luego de la violencia, las mujeres supieron canalizar las inquietudes de la sociedad de una época para convertirse en inesperados instrumentos de presión, en Washington y en los estados. Algo muy parecido ocurrió con el movimiento de los padres contra las drogas que se creó durante las dos presidencias de Ronald Reagan. A finales de los 70 y a principios de los 80, los profesionales de clase media de los suburbios se rebelaron contra la cultura hippie y su apología de las drogas.

“Las familias temían que sus hijos fueran a convertirse en una generación de zombis”, explica Emily Dufton, profesora de la Universidad George Washington y autora de Parents, Peers and Pot, un libro que describe este movimiento.

Las familias se movilizaron cuando varios estados decidieron despenalizar la mariguana, entre 1973 y 1978, y empezaron a crear asociaciones de forma espontánea por todo el país. Marsha Schuchard, ama de casa de un barrio acomodado de Atlanta, Georgia, fue pionera al lanzarse a la militancia tras descubrir a su hija de 13 años fumando porros. Escandalizada, fundó Parent’s Resource Institute on Drug Education (PRIDE), una organización que se convirtió en el núcleo del movimiento. Estos nuevos “guerreros de los suburbios” cobraron una relevancia inesperada que llevó a una simbiosis entre las inquietudes de estos padres y las intenciones del gobierno: sus reivindicaciones encajaban a la perfección con el mensaje conservador del gobierno republicano. En 1983, ya había más de 4 mil asociaciones. Ese año Nancy Reagan lanzó su famosa campaña Just Say No para frenar el consumo de drogas entre los adolescentes, una iniciativa que tuvo un impacto muy profundo en el planteamiento de las políticas de prevención de la Casa Blanca.

El cannabis, que había gozado de un interludio glamoroso en los 70, volvió a convertirse en el enemigo público número uno.

“En muy poco tiempo, la mariguana —la droga más visible y accesible en las zonas residenciales blancas— pasó de ser una forma relativamente inocua de escapismo entre la clase media a transformarse en la sustancia más peligrosa de Estados Unidos, una droga que podía abrir la puerta a drogas más peligrosas y que ponía en riesgo el futuro de todo un país”, explica Dufton.

“Padres que no tenían experiencia previa como activistas se agruparon en torno a un tema muy emotivo. En escuelas, iglesias y comunidades de todo el país transformaron la mariguana en una amenaza”, agrega.

El movimiento contribuyó a frenar la incipiente despenalización que impulsó Jimmy Carter y consiguió, sobre todo, llevar la guerra contra las drogas a todos los hogares y convertir algo marginal en una causa muy personal para el estadounidense de a pie.

“Yo también pensaba así”, reconoce Joy. “Al principio, cuando empecé a militar, no hablaba de política de drogas, hablaba de padres de niños asesinados que intentaban recomponer sus vidas. Recibí el apoyo de mi comunidad, de la policía; era increíble”.

Pero Joy tuvo problemas para mantener ese respaldo cuando su postura fue evolucionando “al ver cómo la guerra contra las drogas perpetraba el modelo de negocio de los traficantes y propiciaba la relación entre violencia adolescente y guerra de pandillas”.

Las personas que primero la habían apoyado empezaron a distanciarse. “No los podía criticar —dice Joy— porque yo había pensando lo mismo. También pensaba que la policía era la única forma de mantener a las drogas fuera de mi comunidad”.

En 2008, escuchó por la radio al juez James Gray, que durante años ejerció en el condado de Orange, cerca de Los Ángeles. “Denunciaba la prohibición por crear el peor de los mundos, donde los traficantes seguían vendiendo drogas y los adictos estaban en prisión. Esa entrevista cambió totalmente mi percepción del problema”, recuerda.

Joy y Gretchen no son las únicas madres que decidieron respaldar la legalización a partir del drama que les tocó vivir.

Otras madres, con otras historias y otras razones, también se han movilizado a favor del cannabis y le han dado fuerza a una militancia que también ha pasado por el drama personal. Son madres que luchan por la salud de sus hijos, muchos de los cuales ni siquiera están aún en la adolescencia.

En Florida, los legisladores no pudieron resistirse a las súplicas de Peyton y Holley Moseley, cuya hija de 11 años, Ray Ann, sufría convulsiones diarias por epilepsia que sólo podía calmar con una variedad específica de cannabis. Un comité legislativo decidió, a principios de 2014, discutir, por primera vez, si permitía o no el uso de esa variedad que ayudaba a los niños que padecían tal enfermedad. Por la misma época, en el capitolio de Madison, la capital de Wisconsin, Sally Schaeffer pidió llorando a los legisladores que cambiaran la ley para salvar a su hija Lidia, de seis años, aquejada del mismo mal. A finales de 2013, el gobernador republicano de Nueva Jersey, Chris Christie, se vio obligado, bajo la presión de la campaña organizada por Brian Wilson a favor de Vivian, su hija de dos años, también víctima de ataques epilépticos, a declararse a favor del uso terapéutico de la mariguana, controlado y vigilado.

El reclamo de estas familias, la presión de los padres para que sus hijos enfermos pudieran acceder a la única droga que les aportaba algo de alivio a sus vidas, contribuyó a profundizar el cambio de imagen del cannabis.

En casi todos estos casos, los padres se referían a una variedad de cannabis llamada Charlotte’s Web, rica en cannabidiol (CBD), uno de los compuestos químicos de la planta que tiene propiedades analgésicas y funciona como un anticonvulsivo. La variedad actúa sobre el sistema nervioso sin producir la clásica “volada” asociada al consumo de la droga porque tiene un nivel muy bajo de THC, el principal componente psicoactivo del cannabis. Por eso, el primer nombre que se le dio a esta variedad fue Decepción Hippie.

Charlotte’s Web se vende como un aceite, llamado Alepsia, que sólo se encuentra en Denver, Colorado. Los hermanos Stanley, que poseen algunos de los cultivos más importantes del estado, producen esta planta. El nombre, además de ser un cuento para niños popular del poeta estadounidense E. B. White, surgió de una persona, la pequeña Charlotte Figi, de sólo siete años de edad. Charlotte sufría un tipo de epilepsia llamado Síndrome de Dravet y saltó a la fama en el verano boreal de 2013 cuando la cadena CNN reportó que la variedad de los hermanos Stanley había reducido de manera drástica su número de convulsiones, de unas 300 por semana a dos o tres al mes.

La historia de Charlotte’s Web tiene muchos de los condimentos que han contribuido al cambio de identidad del cannabis en Estados Unidos. Durante décadas, la hierba estuvo vinculada al crimen, la violencia o a las ambiciones maltrechas de jóvenes perdidos durante horas bajo los efectos psicotrópicos de la hierba. Era una amenaza para el futuro del país. Charlotte’s Web ofreció otra imagen: niños sumidos en un sufrimiento constante, atenazados por convulsiones provocadas por la epilepsia, recuperaban de pronto sus vidas gracias al cannabis. Sus padres, antes presos de la angustia, sonreían ante las cámaras de televisión y no dudaban en criticar la prohibición, devenida en un obstáculo para el tratamiento del mal que sufrían sus hijos.

Uno de los periodistas más famosos de Estados Unidos, el doctor Sanjay Gupta, neurocirujano y corresponsal médico de la cadena de noticias CNN, llevó la historia de Charlotte Figi a los hogares del país en un documental llamado Weed. La emisión del documental llegó acompañado de un mea culpa de Gupta, quien escribió una columna titulada “Por qué cambié de opinión sobre la hierba”.

Unos años antes, en 2009, Gupta había escrito una columna de opinión en la revista Time en la que se mostraba en contra de la legalización de la mariguana para su uso recreativo. En esas líneas, afirmaba que “fumar esa cosa” no era bueno para la salud. Gupta, una de las figuras más reconocidas de la televisión, quien dos años más tarde sería elegido por la revista Forbes como una de las diez celebridades más influyentes de Estados Unidos, no dudaba en sumarse a quienes comulgaban con una línea dura contra el cannabis.

En 2013, Gupta cambió repentinamente de opinión y pidió disculpas, al afirmar que no había investigado lo suficiente y no había mirado la realidad con la rigurosidad suficiente, ni había prestado atención “al largo coro de pacientes legítimos cuyos síntomas mejoraron con el cannabis”.

“Hemos sido sistemáticamente engañados durante casi 70 años en Estados Unidos, y me disculpo por mi propio papel en eso”, escribió Gupta.

Rápido de reflejos, un dispensario de Boulder, Colorado, bautizó a una de sus variedades de cannabis Gupta Kush tras el giro del médico, convertido en un súbito defensor de la hierba.

Su documental mostró los avatares de la pequeña Charlotte Figi, atenazada por las convulsiones, entre la vida y la muerte, con visitas frecuentes a la salas de emergencia de los hospitales. Uno de los medicamentos que probó para calmar sus convulsiones casi la mata. Un día su padre descubrió en Internet el reality show del dispensario de los hermanos DeAngelo, Harborside, en el que se veía la historia de Jason David. Su hijo también sufría ataques epilépticos y mejoró luego de comenzar a utilizar mariguana. Las últimas imágenes del documental de Gupta mostraban a Charlotte Figi aplaudiendo feliz, montando a caballo o andando en bicicleta.

En 2014, Gupta preparó otro documental, Cannabis Madness. El título jugaba con uno de los nombres más famosos en la historia de la mala reputación de la hierba en Estados Unidos: la película propagandística Reefer Madness, de 1936, en la que un grupo de jóvenes entra en un estado de frenesí tras fumar mariguana, el cual los lleva a una cadena dramática de eventos en la que se suceden un accidente de automóvil, un intento de violación y un asesinato. Uno de los personajes termina envuelto en un aparente estado de locura, y otro en un juicio por un crimen que no cometió.

Nada de eso se vio en Cannabis Madness. El documental de Gupta fue todo lo contrario: mostró los cultivos de los hermanos Stanley, a madres con lágrimas de felicidad por haber recuperado a sus hijos y al sofisticado invernadero de GW Pharmaceuticals, una empresa británica que cultiva una mariguana de alta calidad en un lugar secreto en el Reino Unido. La compañía produce medicamentos elaborados a base de cannabis, entre ellos unas gotas llamadas Sativex que se venden en 11 países, incluido Estados Unidos.

Gupta, un médico que tiene una de las mayores audiencias televisivas en Estados Unidos, ha planteado una sola inquietud en su imprevisto impulso a la legalización: el impacto de la droga en el cerebro de los jóvenes, más susceptibles en sus años de formación a los efectos del consumo de la hierba. Gupta ha dicho que no permitiría que sus hijos fumaran mariguana, como tampoco los dejaría beber alcohol antes de ser adultos.

La historia de Charlotte’s Web causó una auténtica conmoción entre el más de millón de estadounidenses que viven con epilepsia extrema. Algunas familias incluso se mudaron a Colorado y se convirtieron en “refugiados de la mariguana” para tratar de salvar a sus hijos. En abril de 2014, había 307 menores de edad inscritos en el registro del programa de mariguana medicinal estatal.

El fenómeno llevó a los hermanos Stanley a crear una organización, llamada Realm of Caring, destinada a facilitar el acceso al aceite que producen para estas familias.

Al frente de esa organización está otra madre, Heather Jackson. Su hijo, Zaki, probó 17 drogas legales diferentes para controlar sus convulsiones durante los primeros nueve años de su vida. Uno de los tratamientos lo transformó en un niño obeso. Nada funcionó, hasta que probó el cannabis de los hermanos Stanley. Sus convulsiones desaparecieron. Heather Jackson apareció en la televisión diciendo que gracias al cannabis por primera vez tenía la oportunidad de conocer a su hijo.

“Nunca pensé que estaría aquí. Soy una persona muy conservadora”, afirma Jackson, sobre su nuevo trabajo. “Pensaba que la mariguana mataba células cerebrales, te hacía estúpido y perezoso. Eso no puede estar más alejado de la realidad. Se puede abusar de todo, pero si utilizamos bien la planta, puede ser muy buena medicina”.

La Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA, por sus siglas en inglés), que controla los medicamentos y alimentos que se consumen en Estados Unidos, no ha dado su visto bueno a Charlotte’s Web, y muchos médicos se resisten a recomendarla porque sus efectos a largo plazo todavía son desconocidos. La Sociedad Americana de Epilepsia ha reconocido que existe “evidencia anecdótica” a favor del uso del cannabis para el tratamiento de la condición, pero ha advertido sobre la falta de información sobre el impacto de su consumo por los niños. Nada de esto ha ahuyentado a los “refugiados de la mariguana”, decididos a ignorar el veredicto final de la ciencia ante la mejoría diaria que ven en sus hijos.

En Estados Unidos se han hecho pocos estudios sobre los efectos de la mariguana. Al ser una sustancia ilegal, los investigadores no pueden obtener fondos federales, tienen dificultades para acceder a muestras de la planta, financiamiento para su investigación o la aprobación requerida del Instituto Nacional de Abuso de Drogas (NIDA, por sus siglas en inglés). Sólo un laboratorio, en la Universidad de Misisipi, tiene autorización para cultivar cannabis y estudiar su uso medicinal.

Ser una madre a favor de la mariguana no siempre ha sido fácil.

“El nivel de estigmatización es muy profundo y a veces se expresa de forma inesperada”, dice Gretchen. “Pienso en mi madre por ejemplo. Era una señora un poco antigua que sólo creía lo que leía. Así que empecé a escribir artículos. Tardó mucho en entender que su nieto tenía un problema porque al principio lo rechazó, sólo pensaba que era un chico malo”.

Muchos amigos siguen sin entender la militancia de Gretchen.

“No lo ven bien. Me vienen con prejuicios y me dicen que mis hijos tenían que haber hecho deporte y actividades. Mis hijos hacían de todo y sin embargo cayeron en el pozo de la droga. Estos comentarios también son una forma de criticarme como madre. Piensan que es culpa mía, que tuve que hacer algo mal. Y por eso es importante hablar. Al principio muchos no creían lo que estaba diciendo, pero otros lo recibieron como un soplo de aire fresco y a su vez empezaron a hablar de sus hijos o de sus sobrinos, y a contar sus historias”.

Aun así, muchas familias siguen encerradas en muros de silencio. “También conozco a madres que no hablan porque no quieren que sus problemas salgan del núcleo privado, del secreto. Yo tuve mucha suerte, mis dos hijos están a favor de que hable. Al principio era un poco complicado ¿Cuándo empieza mi historia y deja de ser la de ellos? Les pedí permiso para hablar públicamente y me animaron a hacerlo. Ahora me acompañan de vez en vez en mis conferencias”.

Cuando se reúne con otras madres, Gretchen siempre debe responder a la misma pregunta: ¿la legalización no aumentará el consumo de mariguana entre los adolescentes?

“Miremos lo que están consumiendo nuestros hijos y eduquémoslos, sobre todo en ese momento tan crucial que es la adolescencia, cuando empiezan a interactuar con la sociedad y ubicarse en la vida. Es mejor evitar que consuman drogas y nosotras no abogamos en absoluto por que lo hagan, pero si preguntas a cualquier alumno de escuela secundaria qué les resulta más fácil conseguir, tabaco, que está regulado y al que en principio no tienen acceso, o mariguana, que no está regulada, te dirán que mariguana. Así que creo que es un gran argumento a favor de la regularización”.

Según el NIDA, más del 12 por ciento de los niños de 13 años y 36 por ciento de los adolescentes de 18 años fumaron mariguana en 2012. Estos niveles se han mantenido constantes en los últimos cuatro años. La mayoría no la considera una droga peligrosa.

Joy ofrece una respuesta similar: no tiene sentido perpetuar la misma solución a un problema que no se resuelve.

“Tiene mucho que ver con la ignorancia. Yo misma no sabía nada sobre la política de drogas. Intento hacer entender a las personas con las que hablo de la relación entre la prohibición del alcohol en los 20 y 30 y la ola de crimen que generó, y lo que está pasando ahora. Está claro que la guerra contra las drogas no evita que las drogas caigan en manos de los niños ni elimina la violencia. ¿Por qué no hemos ganado ya? ¿Cuál es la estrategia de salida? Es lo que intento explicar”.

Joy dice que las personas más difíciles de convencer son las madres como ella. “Somos las que más nos oponemos a cualquier cambio en la guerra contra las drogas, somos muy conservadoras porque lo consideramos como una cuestión moral”.

Joy celebra reuniones en Dallas, abiertas al público, para que la gente pueda hablar sin temor. En ellas, intenta hacerles entender que todos los problemas están relacionados, y que el narcotráfico puede afectar sus vidas. Su próxima meta es acercarse a las organizaciones religiosas, que en Texas —como en otras partes de Estados Unidos— tienen un gran poder de convocatoria, cumplen un papel social y sirven de punto de encuentro en las grandes zonas suburbanas.

“La gente me escucha porque no soy una persona que ha guardado ira por lo que le ha pasado. He curado mis heridas. Por eso puedo hablar de las cosas que creo que hay que cambiar y no se trata de juzgar a otras personas, sino de ayudarlas a que cambien su visión del problema”.

También prosigue su labor con los legisladores, y estuvo muy cerca de convencerlos de aprobar un proyecto de ley de reparto de jeringuillas para prevenir el contagio de enfermedades entre adictos.

“Sorprendentemente, no fue difícil convencer a los diputados, incluso los del Tea Party”. La propuesta perdió tan sólo por un voto. De hecho la opinión pública está cambiando: en Texas, un estado que lleva más de 20 años eligiendo a gobernadores republicanos, el 58 por ciento de la población está ahora a favor de la legalización.

Joy tiene otro hijo, casado, que vive en Laguna Beach, California, y al que visita con frecuencia. “Recuerdo haberle dicho que se alejara totalmente de las drogas, y que si estaba experimentando yo iría a recogerlo donde fuera, a cualquier hora. Ahora que he aprendido sobre la mariguana, le diría que preferiría que fumara en casa, sin los niños, claro, pero que usara eso en vez de cualquier otra cosa. Porque es la droga más segura. Y mi hijo se queda de piedra y me dice que no lo puede creer”.

Joy esboza un carcajada: “Piensa que soy una madre muy cool”.

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