El mercado nuestro como la cultura misma: Una entrevista a Julen Ladrón de Guevara

27/01/2017 - 12:02 am

En la Ciudad de México existen 329 mercados de zona, más los tianguis. Sitios en los que se pueden encontrar productos frescos, locales, sanos y económicos. Julen Ladrón Guevara sabe de ellos, pues los ha caminado y admirado prácticamente toda su vida. Antonio Calera-Grobet la entrevistó en un recorrido con muy distintos olores y sabores.

Ciudad de México, 27 de enero (SinEmbargo).– Julen Ladrón de Guevara se define como cronista de mercados, dice que el gusto por caminar sus pasillos lo trae de nacimiento y lo ha reforzado con cientos de buenas experiencias. Lleva años escribiendo sobre ellos, defendiendo su importancia y conservando su tradición.

En esta entrevista comandada por el promotor cultural Antonio Calera-Grobet, la también curadora y museógrafa habla sobre la historia de los mercados más importantes de la Ciudad de México, de cuáles son sus favoritos y del libro que publicará próximamente sobre las recetas de cocina de estos recintos tradicionales.

La identidad de algunos de los mercados de la ciudad. Imagen: Sedecodf
La identidad de algunos de los mercados de la ciudad. Imagen: Sedecodf

– Recuerdo conversaciones contigo sobre comida. Al parecer desde pequeña has reconocido en el mundo de los paladares dominios contiguos al arte y a las letras, a las humanidades. ¿Me equivoco? Platícame algo de esa infancia tuya rodeada de viandas y vituallas. ¿De dónde te viene?

– Me parece que las primeras conversaciones que tuvimos al conocernos, fueron sobre arte y comida, al mismo tiempo. Y es natural porque en gente como nosotros, que consideramos arte casi todas las manifestaciones hedonistas del ser humano, la pasión por la comida es una de nuestras favoritas. Sabemos que esta pasión en particular demanda mucho tiempo y atención, sobre todo si además de comer cocinas, porque en el proceso de elegir los alimentos, olfatearlos, imaginarlos en la mesa, pensar en el vino que se ofrecerá junto con los platos, se nos cruzan imágenes y pensamientos de todo tipo que además de conformar nuestra visión del mundo, la nutre. Me parece que ese proceso es como si realizáramos el boceto de un bodegón cada vez que nos volcamos en nuestras cocinas a idear comidas completas para amigos, o simples pero bonitas para nosotros en soledad, o cuando nos infiltramos en cocinas ajenas para ayudar a picar más rápido la cebolla. Para mí, hay pocas cosas tan disfrutables como idear, cocinar, compartir la comida con los amigos y generar los recuerdos que formarán parte de nuestro acervo de felicidad para los momentos duros y para la vejez.

Además, en ese mismo sentido, la comida cumple con una función de amalgama muy especial en el seno de las familias, porque es a la mesa cuando se hacen menos difíciles las confesiones personales, donde se celebran los cumpleaños, se pide matrimonio a la luz de las velas, se comparten secretos o simplemente se platican las cosas que las personas que amamos hicieron durante el día cuando no estaban con nosotros. En el mejor de los casos, en el peor, se tiene una televisión prendida que funge como maestro de ceremonias, y punto.

En algún momento de confusión pensé que estas sensaciones y deseos de cocinar permanentes que tengo se debían a que yo idealizaba las fiestas y demás momentos gratos con alimentos de por medio, pero al final me doy cuenta de que en realidad les estoy dando el valor que se merecen, y si lo disfruto es porque es disfrutable. Para resolver esta crisis cristiana, que más bien me venía por la culpa que me daba cuando la estaba pasando bien, me remití a los recuerdos felices de mi infancia, cuando mi padre invitaba a sus amigos o a nuestra familia a la mesa y platicaban horas de los recuerdos que se generaron antes de que yo existiera. Nunca faltaba una botella de vino, quesos, pan y los gritos de mi padre cantando emocionado algunas canciones españoletas de principio de siglo pasado que le enseñara su papá; fuera de lo ingerible, son esos gritos y los pasitos fugaces de nuestros gatos lo que primero me vienen a la mente.

Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.
Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.

En los años 80 y 90, los asiduos a nuestra mesa de los domingos eran los músicos amigos del exilio chileno, de quienes recuerdo una pieza que en definitiva es la más importante del soundtrack de ese tiempo de mi vida: Gris Tango, de Camerata Punta del Este. Me encantaban todos ellos, en especial la pianista, que era una especie de Morticia alta y espigada, con el pelo negro y largo, de vestido negro y largo también, que me hipnotizaba cuando ponía sus manos sobre el piano. También recuerdo a mi padrino en la casa, que es escritor y que desde niña me parecía enorme y me fascinaban sus visitas, que eran escasas pero muy disfrutables; él fuma puro y le gusta el futbol, así que a veces veía los partidos con mi padre que celebraba a gritos cada gol, como todo… a gritos eufóricos, con el rostro amoratado, jajajaja. En una ocasión, la Julen fetichista se quedó con uno de los puros sin terminar del padrino, y lo guardó muchos años, ¡como 30! Ya no sé dónde está, pero recuerdo su olor, que impregnó todo un cajón con recuerdos que debe estar por ahí todavía. De esos años recuerdo a muchos buenos amigos, a mis novios que también pasaron por esa mesa, a Aníbal Quijada, el mejor amigo de mi padre entonces, que era un viejo chileno sensacional, porque tenía un nivel de plática tan amena y enternecedora, que siempre que se despedía sentía que me estaban arrebatado algo. Él fue quien le pidió a mi hermano que sí se acercara al féretro de mi papá porque había que despedirse, porque él que estaba más viejo la sabía y que mejor mirara la sonrisa tan linda que le habían dejado los de la funeraria para que se fuera con eso. Ese día lo amé más que nunca, pero también fue el último que lo vi.

Cuando niña, tuve la inmensa suerte de vivir en una casa de techos muy altos, rodeada de cuadros, libros, cientos de objetos que eran los fetiches y los detonadores de recuerdos de mi padre. Vivíamos a una cuadra del centro de Coyoacán, así que el entorno en el que crecí era privilegiado; mi vecino era Alejandro Galindo y nos amábamos mucho, pasé tardes interminables en su casa haciéndole compañía y viendo películas; el parque estaba muy cerca y lo fines de semana eso era una fiesta, nos rodeaban al menos tres iglesias importantes, muchas casas antiguas, cantinas, calles empedradas, centros culturales, teatros, amigos pintores y escritores, librerías y demás cosas bonitas que estaban a pocos metros de distancia. Tan sólo había que abrir la puerta para ver cosas hermosas y echar a andar sin miedo a que te robaran, lo cual fomentó en mí esta vagancia crónica que tanto me ha dado y a la que tanto le agradezco.

Por otra parte, el mercado de mi casa estaba a un par de cuadras de distancia, y cada tercer día iba a comprar el bofe de mi gatita, porque no existían las croquetas todavía. El camino lo sigo haciendo con los ojos cerrados;  después de escuchar el ruido del azote de la inmensa puerta de vidrio con herrajes de los 50 de mi casa en Coyoacán, caminaba con un poco de flojera pegada a la pared y llegaba por el lado del basurero, daba vuelta en la tienda de discos que aún eran de acetato y llegaba con el carnicero. Ese bofe me daba asco, era esponjoso y olía muy mal, pero a los gatos los volvía locos de emoción. En el mercado me pasaba horas con mis marchantes que me querían mucho, les hacía gracia que los fuera a visitar y me regalaban cosas; estaba La Güera que sigue vendiendo frutas ahí, los señores de los jugos, pero sobre todo la señora que me vendía las tortillas, que era muy dulce y muy buena conmigo. En ese mercado compré todos los accesorios de mi adolescencia, porque había grandes puestos de fayuca con objetos brillantes y novedosos:  lipsticks amarillos que pintaban color rojo, broches de novedad, blusas de seda china preciosas, dulces ácidos, agujetas de arcoíris, lociones raras, estampas de olor, chocolates americanos, casetes regrabables con dibujos lindos para grabarle a los novios las canciones de amor que nos hacían recordarlos, cigarros de Yves Saint Laurent o John Player Especial, en fin, una cantidad de cosas que eran muy apreciados en mi adolescencia.

De la mano de mi padre visité muchos otros mercados, sobre todo los tianguis del centro de la ciudad, como Tepito o la Lagunilla, porque le encantaban las baratijas, las novedades y las antigüedades. Le encantaba complacerme comprando muchas cosas baratas, y yo me sentía soñada. A veces en navidad íbamos a Ciudad Juárez y nos cruzábamos al Paso a los tianguis y hacíamos lo mismo, era muy emocionante. En fin, que el gusto por el mercado me viene desde el ADN y fue reforzado con cientos de buenas experiencias que he tenido en estos lugares.

– Me gusta considerar que existen cocineros de profesión y cocineros de pasión. Es decir, creo que sí hay cocineros que nacen y que se van haciendo con el tiempo. Yo me considero uno de ellos y a ti también. Dime como es que te sientes cocinera: ¿Qué te gusta cocinar y por qué? ¿Cómo es que imaginas este mundo de los placeres culinarios?

– Pues tienes razón, somos de esos cocineros forjados por la pasión, y creo que existimos de esta manera porque cocinar tiene muchas ventajas para nuestro cerebro reptiliano, debido a que el instinto de supervivencia te dicta alimentarte y repetir las experiencias que te hacen sentir bien.  Entonces si además de saciar el hambre despides dopamina mientras cocinas, pues el cerebro te va a incitar a que lo hagas la mayor de veces posible para sentirte bien. En mi caso, mi cerebro me tiene bien entrenada porque ya lo volví adicto a esas sustancias que se generan al ejecutar todo aquello que conlleva poner un plato en la mesa, como pensarlo, comprar los elementos necesarios, procesarlos, etc. Por eso creo que cocinar, así como pintar, ejercitarse y escribir son ejercicios cotidianos intrínsecos a nuestra naturaleza humana desde el principio de los tiempos. Hay gente que prefiere correr, jugar futbol o pintar, pero a nosotros básicamente nos gusta cocinar. Entre las cosas que prefiero preparar están muchas recetas de la comida mexicana, algunos inventos míos, mousses salados y postres de frutas crudas (porque no las cuezo como dicen las recetas tradicionales porque se marchita el sabor y el color). En realidad la comida que preparo es sencilla la mayoría de las veces, pero me gusta idear la presentación final porque basado en ello corto los ingredientes de determinada forma, o los cuezo o los frío, los empanizo o la echo al vapor. Me gusta que al final se vea bien, que los colores de las verduras brillen en vez de verse marchitas, así que deben estar en un punto adecuado para no cocerse de más. A los postres  les meto mucha producción al decorarlos porque me gusta pintarlos a mano, ponerles diamantina o pátina dorada, realizar los adornos que se me ocurran con el material comestible que sea, y no me importa cuánto me tarde o me complique. Otra cosa que me tiene fascinada son los resúmenes de los caldos, es decir, la salsa restante después de ponerla al calor para que se evapore el agua y quede el concentrado, que a veces es salado o es dulce. Estos jarabes concentrados hacen la diferencia de muchas cosas en cuanto al sabor y a la textura de los alimentos, pero hay que tener paciencia. Por eso considero que este mundo de los placeres culinarios es multidimensional, tiene tantos niveles y gratificaciones paralelas que sería difícil de describir de otra manera.

– Uno de tus temas por excelencia, tus querencias más evidentes, es el del mercado mexicano. ¿Cuándo es que podemos hablar de la existencia de un mercado sea que se levante al aire libre, bajo un techo, sea antiguo o moderno, más bien grande o pequeño’ En otras palabras, ¿cuáles son los elementos constitutivos de un mercado, sin los cuales se vendría abajo?

Una toma del Mercado de Jamaica en diciembre. Foto: Diego Simón Sánchez, Cuartoscuro
“Después de la conquista los productos que se vendían en estos mercados cambiaron y la gastronomía mezcló sus ingredientes así como los hombres su sangre”. Foto: Diego Simón Sánchez, Cuartoscuro

– Este es un tema tremendo, porque para hablar de los primeros mercados reconocibles como tal hay que remontarse a una época extraordinaria, que es aquella previa a la conquista, donde el comercio estaba relacionado de manera íntima con los mercados, que eran al aire libre. Ahí se congregaban los oficiantes de todo tipo para exponer y vender sus mercancías, pero también se reunía la gente a divertirse, a comprar y a dejarse ver. Uno de los mercados más importantes del mundo (del nuevo y del viejo) fue el del Tlatelolco, que según las palabras de Bernal Díaz del Castillo, era más grande que Salamanca. La visión que debieron tener estos españoles la primera vez que lo conocieron debió ser alucinante, porque este era la obra que el rey Moctezuma mandó construir para mostrar su poderío ante sus enemigos y su pueblo, para generar confianza y prosperidad, para que su potestad quedara bien asentada entre todos los habitantes de ese mundo que parecía estar por florecer aún más. Sin embargo se atravesó la conquista con las consecuencias que conocemos. El mercado de Tatelolco se proveía de las mercancías que venían de los pueblos cercanos, cuyos comerciantes llegaban ya fuera a pie o en canoa, porque este mercado tenía un embarcadero donde cabían más de 3 mil 500 embarcaciones y muchas llegaban de Xochimilco. Bajo la estricta supervisión de un juez que vigilaba los precios y los intercambios, se vendían plumas, esclavos, perros cebados, joyas, ropa, animales para comer, hueva de mosquitos e insectos, tortillas, tamales, y hasta comida corrida. Las mujeres se pintaban la cara de rojo y la boca de amarillo para ser más atractivas y salían con sus mejores galas a pasearse. Después de la conquista los productos que se vendían en estos mercados cambiaron y la gastronomía mezcló sus ingredientes así como los hombres su sangre; con el tiempo fueron y vinieron héroes patrios, guerras, tiempos de paz, y con ese transcurrir del tiempo llegó Porfirio Díaz, aunque los mercados seguían con formato de tianguis, es decir, casi no habían mercados bajo techo.

Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.
“Si el mercado es una metáfora de la vida, hay para todos y todos tienen lo que se necesita para ser feliz disfrutando de la vida.”. Foto cortesía de Julen Ladrón de Guevara.

Con el Porfiriato se construyeron algunos, siendo el de La Paz, que está en el centro de Tlalpan, el más emblemático de la época. Fue construido entre 1898 y 1900 por los presos de la cárcel de la zona, que acarreaban los pesados ladrillos que le dieran esta forma única a uno de los mercados más viejos y bonitos de la Ciudad de México. Ya en los años 50, con Ruiz Cortines como presidente y Uruchurtu como regente, se mandaron  edificar muchos mercados de barrio en las colonias de la ciudad, lo que generó una gran movilidad económica y un apoyo más directo al campo mexicano. Desde mi punto de vista, es el segundo mejor momento de los mercados de México, después del rey Moctezuma. Y después de este relato, nos damos cuenta que los elementos que constituyen a un mercado son muchos y muy importantes, porque son de tipo económico, social, cultural, y las ramas que se derivan de estos.

– El mercado como ecosistema cultural por excelencia, una suerte de escultura social en donde se entraña la cosmovisión de un pueblo determinado. Desde dónde viene esa pasión en ti.

– Me viene desde el estómago, pero también desde el deseo de ser feliz vagando por un mercado que parece fiesta y me provoca felicidad. Me viene desde las vísceras porque la necesidad de integrarlos seriamente a mi vida la tuve desde antes de ser consciente de tenerla. También me viene de la infancia, o tal vez de la infancia de mi padre, que me enseñó el camino, pero también creo que él sólo despertó en mí algo que ya traía por derecho de piso, como creo que lo traemos todos. Me gusta pensar que estas cosas que me suceden con los mercados o con el arte, podrían sucederle a todo el mundo porque no debo ser una de pocos, lo que pasa es que hay quien trae ese instinto despierto, a otros hay que despertárselo pero también hay a quienes no les interesa y lo dejan dormido para siempre. Si el mercado es una metáfora de la vida, hay para todos y todos tienen lo que se necesita para ser feliz disfrutando de la vida.

– ¿Cuál es el futuro de los mercados tal y como los conocimos cuando tienen frente de sí a cualquier cantidad de competencias hoy día? ¿Podrán con las firmas trasnacionales? ¿Qué cambia en ellos con la llegada de los supermercados, las tiendas de oportunidad, los autoservicios?

El mercado de Jamaica, uno de los más importantes de la capital mexicana. Foto: Cuartoscuro
“Al menos en un futuro cercano, puedo ver la integración de la gente de a pie a la vida económica del mercado, porque se está poniendo de moda, y eso está bien”. Foto: Cuartoscuro

– El panorama del futuro de los mercados hoy es más esperanzador del que teníamos hasta hace dos años, porque al menos para la Ciudad de México ya tenemos una ley que los protege por formar parte del patrimonio cultural.  Con esto habrá más recursos para estos establecimientos, se harán más labores de restauración, adaptación y demás trabajos pendientes de desde los años 70. Al menos en un futuro cercano, puedo ver la integración de la gente de a pie a la vida económica del mercado, porque se está poniendo de moda, y eso está bien. Las circunstancias actuales ayudan a que estos centros de abasto tengan mayor reconocimiento y se les dé un valor distinto, en cuanto a los productos en general, pero también en cuanto a la calidad en la gastronomía que se genera bajo sus techos. Quisiera pensar que con esta crisis que cada vez es mayor, nos convenzamos de la importancia que tiene para nuestra economía consumir nuestros alimentos en los tianguis, mercados sobre ruedas, recauderías y demás tiendas de barrio. Ojalá que así sea.

Los supermercados cumplen también con su función, hay muchas cosas que sólo podemos comprar ahí, pero desde su aparición los comerciantes de mercados sufrieron mucho y el gobierno permitió el crecimiento de estos comercios sin regulaciones especiales para proteger a los mercados. Esto  derivó en el descuido del campo, o la exigencia a los campesinos de que produjeran fruta igual en tamaño y forma, porque consideran aun hoy que esa estética anoréxica que exige uniformidad, delgadez extrema y demás aberraciones es la que vende. Controlar hasta la forma de las frutas es una neurosis que ha desembocado en el sacrificio de la calidad en pos de la belleza según los cánones del súper; ¡qué absurdo! Ahora resulta que la comida fea es la más grande, la irregular, la que tiene todas sus características alimenticias, la que dejaron crecer hasta que cayó del árbol, y la bonita es la que tiene tantas modificaciones genéticas que ya perdió sustancia. En fin, ya vienen de regreso las mujeres con formas, espero que suceda lo mismo con la fruta y la verdura.

– Cuáles son tus mercados preferidos de la Ciudad de México. ¿Platícanos por qué?

El mercado de Jamaica, uno de los favoritos de Ladrón de Guevara. Foto: Cuartoscuro
El mercado de Jamaica, uno de los favoritos de Ladrón de Guevara. Foto: Cuartoscuro

– Esta es siempre una respuesta difícil de contestar, porque son muchos, tomando en cuenta que en la ciudad existen 329 mercados de zona, más los tianguis y demás. Pero de los que más visito y disfruto, son los de Jamaica, el de zona y el de las flores, donde tengo buenos amigos y me siento de verdad en casa. Cuando voy a comprar las flores le llamo siempre a Horacio, cuya familia tiene algunos locales y conoce muy bien a todos. Damos una vuelta, compro muchas flores por poco dinero y después me voy a comer al Jamaica de zona con Daniel, el dueño del Paisa, que es un local de comida basada en productos de mar, donde se come delicioso. Otro que me encanta es el de San Juan, donde también tengo un lazo de amistad con algunas familias que me tratan muy bien cuando voy a comer; con Maru de la Jersey, Ricardo de los mariscos, Karol de la Gastrobutique, y así con varios. La visita es genial, si quiero quedar bien con alguien lo llevo a comer ahí. Por supuesto el tianguis de los martes de la calle Salvador Alvarado en la Escandón, que fue primero del que comencé a escribir de mercados gracias al Pollo, que es mi marchante preferido, el de mi infancia que es el de Coyoacán, El de la Guerrero por cómo se come…

– ¿Cómo crees que las autoridades han protegido esta entidad de nuestro patrimonio vivo? ¿Crees que se ha venido trabajando bien en la salvaguarda de este tipo de elementos que constituyen nuestra cultura?  ¿Qué hay de quien piensa que se trata de espacios de comunicación social, de compra y venta no sólo de artículos y comestibles sino también de identidades, que se halla a punto de desaparecer?

– Creo que en la Ciudad de México lo han hecho muy bien estos últimos años, lo sorprendente es que hayan dejado pasar más de 50  para comenzar a darles el crédito que se merecen. Me parece que el Secretario de Economía ha tenido un interés real por apoyar a los mercados, ayudar a que no se extingan y a que tomemos conciencia de que nos pertenecen como parte de nuestro patrimonio de vida, como personas y como ciudadanos. Yo soy apartidista y no me interesa apoyar a ningún político porque no creo en ellos, pero debo admitir que la actuación de Chertorivski ha sido atípica y ejemplar en este tema, y sí creo que sólo a partir del interés en sacar adelante a la ciudad a partir de apoyar uno de sus focos sociales y económicos más importantes, surgen proyectos como los que ha generado esta secretaría por orden de este secretario en particular. No es al partido político, si no la persona que genera los cambios a la que hay que reconocer, porque de esa manera colaboraremos para estar a salvo de que nos sucedan cosas que no deseamos, como la venta de los mercados a particulares. Es en esta administración que se han logrado grandes avances para el futuro de los mercados, lo malo es que al salir este señor quién sabe quién venga, con qué intereses y con qué proyectos propios, por eso fue tan importante el nombramiento de patrimonio para los mercados, ya que este es un candado para evitar que sigan amedrentando a los comerciantes con amenazas de quitarles sus mercados.

La cronista de mercados Julen Ladrón y don Daniel, comerciante con 55 años de experiencia. Foto: Twitter (@elymoonblack)
La cronista de mercados Julen Ladrón y don Daniel, comerciante con 55 años de experiencia. Foto: Twitter (@elymoonblack)

Lo malo, muy malo, es que esto no sucede en todo el país, y que el detrimento de los mercados debido a la falta de apoyo de los gobiernos, está provocando que se extingan. Nadie quiere ir a un mercado sucio y que se está cayendo, quién querría apostar por invertir en uno de estos locales los ahorros de la familia si hay amenazas constantes de que un consorcio comercial quiere comprarlos para hacer un supermercados ahí… No deberíamos padecer estos temores, ya tenemos suficiente. No es justo que a los gobernantes no les interese apoyar estos centros de vida, de tradición, de cultura gastronómica; aquí es donde de manera natural deberían llegar todos los productos del campo mexicano, por eso no apoyar a los mercados es darle la espalda al campo, a la ciudadanía, a la historia, y a la memoria de un país cansado de tanta injusticia y dejadez. Ojalá la ciudad de México sea un ejemplo que estos necios sean capaces de ver, porque su gran ceguera es también un gran problema.

– Tengo entendido que escribirás pronto un libro sobre los mercados. ¿Se viene ya? ¿Puedes adelantarnos parte de sus contenidos u objetivos?

– Sí, es un libro de recetas de la gastronomía de los mercados de la ciudad de México. Después de visitar y comer en tantos mercados, me di cuenta de que los cocineros tradicionales de esta ciudad están ahí. Haciendo cuentas, he descubierto recetas que llevan al menos 120 años bajo el resguardo y ejecución de una misma familia, que en muchos casos han heredado incluso los molcajetes y demás enseres que sirven para la preparación. Alguien que con mucha pena una vez me dijo que sólo preparaba flautas, me contó que esa receta se la enseñó su mamá, y a su mamá su abuela, y así, hasta que llegamos a los 120 años preparando dos salsas y una sola receta de flautas; me pareció de un nivel de especialidad tan increíble como el que debe tener cualquier maestro japonés que lleva 60 años consagrados al perfeccionamiento del sushi. Además me gusta la dinámica de este libro porque me obliga a conocer más mercados, a comer rico y a visitar a la gente que me ha tratado tan bien cada vez que cruzo el umbral de su segundo hogar, que es el mercado.

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