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Sandra Lorenzano

27/03/2016 - 12:00 am

El vértigo y los balbuceos

Cuarenta años, dicen. Lo pienso y me da vértigo. 1976-2016. Tenemos el alma cubierta de cicatrices: los 30 mil desaparecidos, la gente querida tan extrañada, un viejo río color león…

Lo pienso y me da vértigo. 1976-2016. Foto: Captura de pantalla
Lo pienso y me da vértigo. 1976-2016. Foto: Captura de pantalla

Si viniera
si viniera un hombre,
si viniera un hombre al mundo hoy, con
la barba de luz de
los patriarcas: debería,
si hablara de
este tiempo, debería,
sólo balbucir y balbucir,
siempre, siempre,
así, así.
Paul Celan

Cuarenta años, dicen. Lo pienso y me da vértigo. 1976-2016. Tenemos el alma cubierta de cicatrices: los 30 mil desaparecidos, la gente querida tan extrañada, un viejo río color león, como lo llamara Borges, que fue a la vez puerto de llegada y sepultura para tantos, las sonrisas fijas para siempre en los veinte años, una maleta en la que no venía ni siquiera una foto, los pañuelos blancos alrededor de la Plaza, el miedo, una memoria desgarrada. Y las palabras.

Palabras balbuceantes. Palabras en duelo. Palabras lastimadas que atraviesan los muros, las alambradas, los ríos. Palabras que son a la vez su propio enmudecimiento. Palabras para nombrar el dolor y las ausencias. Palabras como huellas olvidadas, como conjuro. Palabras en cualquier idioma. Palabras en ninguna lengua. Palabras tartamudas. Palabras para ahuyentar a los lobos en noches de luna llena. Palabras para nombrarte. Palabras para ganarle al tiempo. Palabras porque sí. Palabras para llegar al desierto. Palabras para alcanzar el silencio. Palabras con espinas. Palabras de furia. Palabras de lucha. Palabras susurradas. Palabras sutiles. Palabras para acariciar. Palabras para herir. Palabras a pesar de todo. Palabras de sobrevivencia. Palabras de ceniza. Palabras para salvarnos del naufragio. Palabras porque no quedan caminos. Palabras para el imposible regreso. Palabras para bautizar a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. Palabras porque no hay certezas.

¿Qué hacer con esa memoria grabada en el cuerpo? ¿Qué hacer con las cicatrices que la historia ha dejado sobre nuestra piel? ¿Qué hacer con nuestros desaparecidos, con nuestros muertos? ¿Qué hacer con nuestros vivos? ¿Qué hacer sino intentar encontrar sentido en el quiebre de la lengua? ¿Qué hacer sino buscarnos, desesperadamente, en las imágenes, en los nombres de todos, en los rostros ausentes? ¿Qué hacer sino buscarnos en las palabras?

***

La escritura es un mensaje en una botella lanzada al mar, dijo alguna vez Paul Celan, uno de mis interlocutores más entrañables (aunque él no lo sepa). “…lanzada con la confianza – ciertamente no siempre muy esperanzadora –, de que pueda ser arrojada a tierra en algún lugar y en algún momento, tal vez a la tierra del corazón”.

Y seguimos lanzando mensajes, aunque sepamos, como lo sabía Celan, que la lengua con la que nos hacemos a la mar es una lengua dolida, lastimada, lengua calcinada, como dijera Juan Gelman; una lengua en duelo, una lengua que ha pasado por el enmudecimiento, que ha pasado por la muerte, y que ha vuelto de ella con los ojos cargados de horror del “Angelus Novus” de Walter Benjamin, con las cicatrices que no terminan de cerrar, pero – a pesar de todo – con la convicción de que sólo las palabras curan, de que sólo las palabras nos dejarán viajar a través de nosotros mismos para saber quiénes somos y dónde estamos, para cuidar y proteger el rostro del otro. Del otro, de la otra, de los otros que me dan “plena existencia” como escribiera Octavio Paz. Por eso tiene sentido escribir.

Como dice el tango Cambalache: “En el 506 y en el 2000 también”.

***

Hace poco más de dos décadas recibí una llamada de Sergio Schmucler, querido amigo y cineasta, quien me proponía participar en un documental que estaba filmando sobre los argentinos en México. “¿Por qué quieres que participe? Hay gente que puede aportar mucho más que yo: gente que ha estado desaparecida, que la han torturado, que tiene hijos o padres asesinados. En el ranking de los horrores de la dictadura, mi puntaje es muy bajo”, le dije queriendo ser irónica. ¿Qué derecho tenía yo a hablar del horror? ¿El exilio me autorizaba a ello? ¿Podía hacerlo si había escapado del horror? ¿Mis muertos me permitían hablar en su nombre? Aún hoy sigo debatiéndome entre esa sensación de falta de autoridad para tratar el tema, y mi convicción de que algo de responsabilidad tengo en la transmisión de la memoria.

“Nadie / testimonia / por el testigo”, escribió Paul Celan. Pero, ¿quiénes son esos testigos? ¿Quiénes tienen derecho a hablar? ¿Quiénes deben hablar? ¿Quiénes pueden hacerlo? ¿Desde dónde? ¿Con qué lengua?

Creo que el único testimonio posible –si es que hay un testimonio posible- desde la literatura, es aquel que surge de las fisuras del arte y el horror. Fisuras, quiebres, que hablan desde la fragilidad, desde la inestabilidad. La palabra (poética) del testigo es entonces palabra desgarrada, balbuceante.

Cómo escribir un poema después de Auschwitz se preguntaba Adorno. Desde el quiebre absoluto de la lengua, el poeta se queda sin certezas. El frágil tejido de incertidumbres apenas le permite vislumbrar un paisaje ceniciento. Ése será su paisaje, ése será el tono de su escritura. Ésa será su responsabilidad ética. ¿O acaso no es de eticidad de lo que estamos hablando al hablar de literatura, al hablar de testimonio?

Y sin embargo, yo sabía que tenía una responsabilidad con respecto a lo que había pasado en mi país de nacimiento. Sabía que había una historia dolorosa que había que dar a conocer, que había que contar; que yo tenía que contar. Como ahora sé que tengo una responsabilidad con lo que está pasando en mi otro país. El testimonio en tanto donación y herencia.

Mirar, entonces, los rostros de los desaparecidos, de los asesinados en mis dos casas, de mis dos hogares, México y Argentina. Mirar los rostros de sus madres y padres es enfrentar nuestra responsabilidad en la transmisión del recuerdo, en el reclamo de justicia, es saber que cada jueves estaremos acompañando a las Madres de Plaza de Mayo en su ronda antigua y desgarrada, o cada día 26 con los padres de Ayotzinapa, o con Javier Sicilia y su entereza. Es clamar por el fin de la impunidad, es hojear los álbumes de la memoria, es intentar oír, desde las ruinas, los murmullos de las pequeñas voces de la historia. Es hacer que esos murmullos, que esos rostros, que esos quiebres estén presentes en nuestras palabras balbuceantes.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).

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