LECTURAS | La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir, de Rayo Guzmán

27/05/2017 - 12:04 am

Una historia de juegos extravagantes y crueles, de tensión sexual y un erotismo lúdico y estremecedor

Ciudad de México, 27 de mayo (SinEmbargo).- Una historia de juegos extravagantes y crueles, de tensión sexual y un erotismo lúdico y estremecedor. Ella es una joven hermosa, pero con un pasado decadente. Ignora quién fue su  padre, creció rechazada por su madre y en un entorno de carencias que la obligaron a ganarse la vida realizando toda clase de trabajos conseguidos gracias a su belleza física.

Su nombre es Amanda. Vive bajo la obsesiva protección de un mafioso; cuando parece que está tocando fondo, el destino le pone enfrente un ofrecimiento laboral misterioso e inverosímil a cambio de una gran suma de dinero: trabajar como la musa de un reconocido escritor que sufre de esterilidad creativa.

Una novela audaz, erótica y reflexiva con sorpresas que llevarán al lector a conectar con sus propios fuegos internos y le permite transitar por los enigmas y placeres del amor.

Una historia de juegos extravagantes y crueles, de tensión sexual y un erotismo lúdico y estremecedor. Foto: Selector

Fragmento del libro La mujer de ceniza y el hombre que no podía escribir, de Rayo Guzmán, publicado con autorización de Editorial Selector.

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—No puedo más. Estoy quemado. No puedo volver a escribir.

Sentada detrás de su enorme escritorio, Mercedes Ortiz voltea lentamente la cabeza, asimilando lo que acaba de escuchar. Se ha quedado sin aliento y se mueve inquieta sobre su sillón ejecutivo. No está preparada para una calamidad como esa. Es mucho lo que depende de la creatividad del escritor que tiene ante sí. Sabe muy bien que su propia carrera, su trabajo, están en gran medida en las manos de este hombre que acaba de declarar que atraviesa un periodo estéril; no es de extrañar que un sudor frío recorra la espalda de Mercedes.

Luego de unos instantes controla sus temores y logra hablar con voz clara y firme.

—Augusto, te conozco desde hace más de quince años y me parece normal lo que te está ocurriendo. A los escritores de vez en cuando se les fugan las ideas. ¡Viaja, come, bebe, coge, baila, haz lo que tengas que hacer y regresa con esa novela, que nos queda poco tiempo! —dice con falsa alegría para animarlo.

—No, Mercedes. No se trata de buscar un tema. Es algo más grave, no tengo inspiración —Augusto Montemayor se expresó en un tono tan fúnebre que la doctora de inmediato comprendió el tamaño de su embrollo.

—Entonces dime qué puedo hacer y te apoyo. ¿Quieres algún escritor de respaldo?

—¡Ni se te ocurra! ¡Primero muerto que dejar que otro escriba por mí! El problema está en mí y yo tengo que encontrar la solución.

—¿Y tienes alguna idea?

—Nada, por eso he venido a hablar contigo. Eres de mi entera confianza y sólo a ti te puedo hablar de esto.

Era la primera vez que Mercedes escuchaba a Montemayor atribulado y pesimista. Deambuló por su oficina con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, buscando una solución entre sus ideas. En los ojos del escritor pudo leer la desolación, el desconsuelo, la seriedad de su conflicto. Esto era algo grave y había que darle salida pronto. El tiempo avanzaba y tenían encima muchos compromisos editoriales y de mercadotecnia. La esterilidad creativa de Augusto era un asunto espinoso.

Pero no era la primera vez que se enfrentaba a algo semejante. De manera inevitable recordó a otros escritores a los que había ayudado a salir de su esterilidad creativa. Tenía muchos años dentro de la industria editorial y conocía a la perfección una gran variedad de recursos para estimular a los autores de su catálogo. Mientras miraba a Augusto, toda su vida como editora pasó por su cabeza en un segundo.

Hacía más de tres décadas que trabajaba para esa empresa de edición. Siempre le había gustado leer, y desde sus últimos años de estudiante en la Facultad de Derecho comenzó a colaborar ahí como lectora de pruebas. Al terminar la carrera, en vez de ejercer como abogada, solicitó empleo fijo en la casa editora y la aceptaron de inmediato, pues hasta entonces había realizado un trabajo impecable como free lance. Comenzó su aprendizaje como editora a la sombra del experimentado director editorial de esa época, un hombre de unos sesenta años para quien los textos no entrañaban ningún misterio. Ahora ella era la directora editorial responsable del área literaria. Sonrió al darse cuenta de que en la actualidad, a pesar de todos los avances tecnológicos, el oficio de editor seguía aprendiéndose como se aprendían otros oficios en tiempos muy antiguos. Empezabas corrigiendo textos. Si mostrabas disposición e interés, el editor te permitía hacer algún dictamen; luego, ya te dejaba la revisión de estilo de una obra, que era la antesala para delegarte al fin la responsabilidad de la preparación de un libro. Así ibas ascendiendo poco a poco, pasando por todos los puestos intermedios entre el simple lector de pruebas y el más codiciado: la dirección editorial.

A pesar de que ahora existían cursos especiales y diplomados de edición, las cosas no habían sufrido mayores cambios. El editor seguía aprendiendo su oficio como cuando ella empezó.

Pero el mundo empresarial sí había cambiado mucho. Una transformación absoluta. Apenas un año atrás la editorial fue adquirida por un poderoso consorcio italiano de comunicaciones. Durante la fusión de ambas compañías despidieron a muchos compañeros suyos. Al nuevo presidente y a sus socios no les importaba la calidad de los libros que publicaba Mercedes. El único lenguaje que comprendían y apreciaban era el que se desprendía de las cifras de ventas. Y a Mercedes cada vez le costaba más encontrar libros ganadores, best sellers, y las presiones que recibía del consejo editorial de la empresa eran permanentes y casi insoportables.

Mercedes amaba su trabajo y no deseaba perderlo. Por eso era tan importante para ella encontrar una solución que ayudara a Augusto. Él solo, con su obra, representaba por sí mismo casi veinte por ciento de las ventas anuales de la editorial. Cada nuevo libro suyo incrementaba ese porcentaje hasta cerca de treinta por ciento durante la etapa de promoción. Sabía que no podía permitirse dejar de publicar su nueva novela en el siguiente semestre. Si no cumplía con el presupuesto anual que le había asignado la compañía, ya podía irse despidiendo de su empleo.

—Tenemos que pensar en algo de inmediato —miró al escritor directo a las pupilas y su tono de voz se tornó cauteloso—, y creo tener una solución. ¿Quieres saber de qué se trata?

—¡Claro, Mercedes! Estoy aquí porque necesito tu ayuda. No se me ocurre nada, mi cerebro permanece congestionado y ninguna solución acude a mi mente. No tengo compositio porque se me acabó el inventio y se me ha extraviado el elocutio.

Augusto se expresaba en un tono tan apesadumbrado que su amiga podía percibir la tribulación que emanaba.

—Has sido un escritor disciplinado toda tu vida, tal vez es momento de romper las costumbres. Quizá necesitas probar con lo que está fuera del orden, de los cánones. Perder tu meticulosidad y atreverte a buscar nuevas fórmulas —continuó con cautela la doctora.

—¿En qué piensas? —dijo intrigado Montemayor.

—No es momento de que te rasgues las vestiduras ni de que te importen los prejuicios, si es grave tu situación hay que darle salida. Sí… se me está ocurriendo algo.

—Adelante, soy todo oídos —declaró el escritor con pronunciado interés.

—Tal vez no conoces ciertas prácticas del mundo editorial. Número uno, porque no las has requerido, y número dos, porque no se habla de ellas abiertamente. Más de una vez te habrás dado cuenta de que en las ferias y los encuentros literarios contratan damas de compañía para algunos escritores. En muchas ocasiones terminan en intercambios sexuales, pero eso es asunto privado. Por debajo del mantel, las editoriales les pagan a las chicas un poco más si rebasan sus responsabilidades originales.

—¡Por favor, Mercedes! ¡Yo no necesito pagarle a una mujer para estar con ella! Nunca lo he hecho y no voy a empezar a hacerlo a mi edad —replicó Augusto enfadado.

Mercedes se echó a reír abiertamente.

—¡No se trata de eso, Augusto, déjame terminar! Te acabo de decir que no es momento para prejuicios ni paradigmas obsoletos —aseveró Mercedes en tono imperativo—. Ya sé que has sido un escritor prolífico y disciplinado, pero ahora sólo se me ocurre un recurso extremo para ayudarte a superar tu esterilidad creativa. A grandes males, soluciones extremas.

Augusto no dijo nada, se limitó a mirarla con intensidad, expectante. Para responder a su gesto, Mercedes agregó:

—Creo tener la solución, pero aún no puedo decirte nada, necesito consultar con los miembros del comité editorial. Te prometo que lo sabrás muy pronto, porque en una hora tengo reunión con ellos. Te llamaré en cuanto salga.

Cuando el escritor se fue, Mercedes se puso a escribir de inmediato algunas notas que le serían muy útiles para la citada reunión. Media hora después ya estaba lista. Salió de su oficina y recorrió los pasillos del lujoso edificio donde se hallaba la empresa.

Con pasos firmes arribó al lugar en el que estaba prevista la junta. Una pared de esa sala poseía estantes de nogal preciosamente pulidos en los que se acumulaban todos los libros publicados por la editorial, en versiones encuadernadas en piel. El sitio era un derroche de lujo en piedra, cristal y acero. Los integrantes del comité (directores de los departamentos de mercadotecnia, ventas, derechos de autor y relaciones públicas) aguardaban su llegada en silencio, sin atreverse a hablar, intimidados por la presencia del presidente de la empresa. Comenzaron a revisar las nuevas propuestas editoriales, pero Mercedes apenas podía seguir las argumentaciones, con la cabeza ocupada en las dificultades de Augusto. Al final del encuentro le dijo al presidente que tenía que abordar un asunto con él. Esperaron un minuto en silencio y, cuando se quedaron solos, expresó con sequedad:

—Tenemos un problema.

Luego, nerviosa, atropellándose con las palabras, le ofreció una síntesis de su conversación con Augusto. El directivo la escuchó con atención, sin interrumpirla. Él no pagaba un buen sueldo a sus empleados de alto nivel para que le plantearan problemas, sino para solucionarlos. Así que sólo externó una frase:

—¿Cómo piensa solucionarlo, doctora Ortiz?

—Se me ocurrió una idea —respondió Mercedes, ya totalmente controlada—. Es algo a lo que hemos recurrido muy pocas veces en el pasado, pero siempre ha funcionado.

Al salir de la sala, Mercedes caminó hacia su oficina con paso ligero y una gran sonrisa en el rostro.

El presidente había aprobado su propuesta.

Rayo Guzmán, conferencista y escritora. Foto: Especial

¿Quién es Rayo Guzmán? Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Maestra en Educación. Profesora universitaria, conferencista y especialista en temas de Desarrollo Humano y Comunicación Humana. Se ha desempeñado en el ámbito empresarial como capacitadora y consultora externa de diferentes organizaciones. Trabaja como conferencista e impartiendo talleres de comunicación y desarrollo humano en diferentes organizaciones civiles y empresariales en México y Estados Unidos.  Su lealtad con el desarrollo de la mujer contemporánea es inherente en cada uno de sus escenarios de actividad. Motivadora y terapeuta de familias y grupos de mujeres. Ganadora del Mención Honorífica en el Concurso DEMAC 2006, Mujeres que se atreven a contar su historia, con su obra: En mis cinco sentidos, publicado en la antología 22 Estampas de Mujeres Mexicanas, Editorial DEMAC.

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