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Antonio Calera

27/05/2017 - 12:00 am

Un mercado

No fue el panorama con que se cruzaron una cosa simple. No fue esa idea romántica de la pureza o virginidad salvaje de una cultura, sino el complejo orden de una civilización con mayúsculas, cargada de mitos pero también de ideas.

“Para nosotros, simplemente los frutos del agua y de la tierra esparcidos para provecho de los naturales, la economía engarzada por el truque del tianguis”. Foto: Cuartoscuro

1. Hacia atrás

Hace más de 500 años, cuando los llamados “del continente” se arrojaron al mar en busca expandir el mundo conocido, se toparon con nuestra alteridad, nuestra otredad. Se trató del reconocimiento de un rostro oculto de la raza humana que les serviría de espejo, y no pudieron más que conmocionarse: y esa es la palabra justa, ya que se trató de un súbito y duro reacomodamiento de su logos. Cómo no, si se habían encontrado con la impresionante estructura de México-Tenochtitlán, una ciudad por todo lo alto, vertebrada con todas las de la ley (de una cosmovisión bien arracimada con sangre y sudor sobre su tierra), y que no le pedía nada, en absoluto a las ciudades del viejo mundo. No fue el panorama con que se cruzaron una cosa simple. No fue esa idea romántica de la pureza o virginidad salvaje de una cultura, sino el complejo orden de una civilización con mayúsculas, cargada de mitos pero también de ideas.

Y de verdad se trató de un golpe doble. Por un lado, los emocionó la exactitud de su traza, que equilibraba una estupenda disposición espacial (la majestuosidad de sus templos, palacios, habitaciones de los ciudadanos comunes, en fin, la funcionalidad y estética de su capacidad arquitectónica), pero también, poderosamente, con lo que con todo el poder que sus construcciones protegían, albergaban: el fulgor poético de su vida misma, un rico ecosistema de poblaciones en paisaje, hecho de ríos de gente en interacción de oficios, placeres y ocios, conectados por relaciones de todo tipo: rituales religiosos, negociaciones políticas, meros tratos civiles (todo ello íntimamente relacionado), ciertamente un flujo metropolitano de relaciones cuya sofisticación, su aspecto más vital, fue y sigue siendo su mercado.

Y ahí, en ese universo de cosas, digamos como epicentro de la cosa social, limpio, ordenado (y por cierto vigilado permanentemente por las autoridades para evitar cualquier problema entre vendedores y compradores), el cuerno de la abundancia: todos los productos existentes a lo largo y ancho de la tierra indígena. Espacio y tiempo reunidos. Porque un mercado también es tiempo y en uno como este, el grande de la ciudad precolombina, todo se vendía fresco, recién hecho: mercado oportuno porque simplemente no pudo haber sido de otra forma.

En palabras del europeo: epifanía, cuerno de la abundancia, viña del señor. Edén. Para nosotros, simplemente los frutos del agua y de la tierra esparcidos para provecho de los naturales, la economía engarzada por el truque del tianguis. O por sólo unos canutos de oro, pedazos de cacao. En la jerga actual: intervención espectacular en el espacio público, patrimonio vivo, efímero, intangible, de profusa organoléptica: olor, sabor, color, textura. Idiosincrasia profunda porque vistos a profundidad, es decir, no sólo a partir de la fácil y “colorida” enumeración de todo lo que se puede hallar en ellos (que seguro es todo lo habido y por haber), los mercados son él lugar arquetípico, zona concentrada de sentidos, de fenómenos identitarios que reclaman su estudio no sólo por la antropología o la sociología sino por la filosofía. Gran tarea humanista y científica la de escudriñar ahí: para la historia de las mentalidades, para la psicología organizacional, para la economía, las relaciones exteriores, para la res política.

Porque en el intento de analizarlo desde su interior, ¿no es el mercado algo más que la suma de lo que se trafica en ellos? ¿Algo más grande que lo meramente relacionado con el abasto de sus poblaciones? Por supuesto que sí. Ahí juega, se engulle a sí misma, se reinventa o recicla la cultura misma. Ese es el terreno de juego para la proliferación masiva de mensajes, el espacio idóneo para la infección o contaminación de formas de ser, de ver, el modelo por antonomasia de imitación de las conductas y pensamientos. Ahí, en sus puestos delimitados por apenas una tela y unos cuantos palos, por un cordón, por la mera estivación de lo vendible (expresión mínima de la arquitectura), los mercados reproducen, todo lo que ahí surja o llegue en la dimensión de lo cultural (lo que los grupos de líderes prefieren o no usar para vestir, lo que las multitudes gustan o aborrecen comer, pensar, decir, imaginar), es decir, lo que se siembre y coseche por su población en términos trascendentales de historia y destino: noticias ocultas, secretos a voces, preguntas que no se desean o saben responder, mentiras como verdades y viceversa (su punto medio que son los rumores, los chismes, las leyendas), lugares comunes o certezas empíricas, y también, por supuesto, miedos, misterios, alegrías, deseos. Límites. En otras palabras: ahí en los mercados el vaivén de los temperamentos colectivos, los estilos de época, el genio de los pueblos, la manera que tiene un grupo de pobladores unidos por un territorio y un mismo gobierno, de entender la vida y la muerte y la forma de transcurrir el tiempo que las separa: su mitología, su cosmogonía.

El mercado nunca más como un mero lugar en donde pagamos por comidas para mantenernos con vida, por artículos para el cuidado de nuestra persona o herramientas para el mantenimiento de nuestra vivienda. Refractarios a su estudio somero, los mercados se plantan de manera más profunda en las raíces de su tierra. Ahí también, por ejemplo, el nivel de sofisticación del pueblo que lo propone. ¿O no es posible inferir, deducir por lo que se expende en él y su mayor o menor consumo, algo sobre su personalidad? ¿En temas como la higiene personal, su modo de concebir el trabajo, la práctica del culto o la proclividad al ocio, la diferencia de clases, el famoso poder factico, el tiempo libre, la sexualidad incluso?
Así es: el mercado como diccionario de símbolos: la digestión de usos y costumbres, los vicios y virtudes ocultas bajo su superficie. El mercado es entonces una especie de puesta en escena de nuestra capacidad de juego, de imaginación, de tolerancia, de integración, en fin, de educación, una zona para la transfusión (ya quisieran su poder las instituciones educativas, los aparatos ideológicos de cualquier tipo de gobierno), de elementos valiosos e intangibles, de origen insondable, y forjadores directos de la personalidad colectiva. Por ejemplo, la idea de arte y poesía. La cosa estética. La forma de imaginar la belleza. El mercado pues como una de tantas máscaras que tapan el vacío de la significación, cuyo dorso nos enseña la pura oquedad, el vacío. Y es más: en la naturaleza profunda de los mercados, el punto de partida, quiebre y retorno de nuestro propio lenguaje. En donde, valga la mofa, se maneja lo que viene siendo lo que es y lo que no es.

2. Hacia el hoy

Y de ahí para el real. Porque aunque sea el mercado actualmente algo distinto, no lo es del todo. Se trata, a caso, de la resurrección del mismo viejo fenómeno, luego de una retahíla de zangoloteos económicos (que no de transformaciones paulatinas), que cruzan desde la época virreinal hasta la revolución, y que sin dificultad podrán seguirse aún hasta la actualidad. ¿Cómo resumirlos desde la óptica de la sensibilidad popular? Muy claramente. Dice Eduardo Galeano, en sus Venas abiertas de América Latina: “Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos, otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos”. Es cierto. La historia del subdesarrollo del nuevo continente, refleja su otra cara, que no es otra que la historia del desarrollo del capitalismo mundial.

Y bien, en este marco general de cosas, de una economía global llena de desigualdades, de un comercio internacional cada vez más criticado (ya que desfavorece cada vez más a las naciones subdesarrolladas), un estado salvajismo capitalista de libre mercado que va dando tumbos contra naciones enteras, el destino del mercado local, de las pequeñas formas de organización mercantil al interior de las pequeñas comunidades no puede ser distinto. A partir de un desequilibrio dialéctico del orden y el progreso (por expresarlo de una manera positivista), frente a la inmarcesible realidad de nuestros pueblos: su pobreza, extendida en su territorio hasta ya comenzado el siglo XXI. El mercado entonces como un fenómeno de la sensibilidad de las masas, que resiste a uno y otro empellones del Mercado con mayúsculas, al capitalismo y su varita mágica, en todas sus versiones (los supermercados, por ejemplo, las empresas trasnacionales con su “gran gama de oportunidades”).

El mercado pues, ahogado en las fauces del capitalismo. Y atacado desde varios flancos. Desde su versión más reluciente, la de la modernidad, aquella que prometió vía la revolución industrial internacional la emancipación del hombre sobre la indomable naturaleza, o bien desde las ideas más revolucionarias (englobemos los objetivos de todas, de alguna manera, por sus deseadas y pocas veces vistas: libertad, igualdad y fraternidad). En fin, se sabe, se sufre a diario, todo un orden mundial que con una bota aplasta los derechos del hombre, y con la mano en la cintura solapa las trastadas, fraudes, robos de los grandes corporativos y sus monopolios, que llenan las páginas de los periódicos todos los días. ¿Monsanto? ¿Nestlé? ¿Coca-Cola? ¿McDonalds? ¿Cientos más? Hay listas gigantes en la internet.

De manera que, luego de sortear tantos bemoles, imaginar al mercado actual en la ciudad de México es, mínimamente, un acto de imaginación. Para empezar, por su mismo nacimiento híbrido, ya que es lo mismo herencia de los tianguis, es decir, de las tradiciones mercantiles en Mesoamérica, y además de modos traídos por los españoles. A ver. Desmembrados antiguamente por la colonia (había que cortar la cadena alimenticia, meterse en ella y manejarla para mandar dinero a la corona, y por eso cambiamos de pochtecas y tamemes a pagar peajes e impuestos), cambiamos el día de plaza o de mercado mayor para pasar a otro tipo de organización más flexible, dejando mercadillos, lonjas comerciales, estanquillos, recauderías y todo tipo de vendedurías autorizadas por todas partes y en diferentes días. Luego, por otro lado, porque el mercado tal como lo conocemos, en su formato ampliado, horizontal, infiltrado a espacios antes impensables, también es una amalgama de las costumbres traídas por los peninsulares: las tradiciones de comercio de los bazares de Medio Oriente y los zocos del mediterráneo, versión europea de los zouks de África.

En fin, todo un elemento de aculturación, de traducción, de larga permanencia, que guarda en el Centro Histórico, casi de manera intacta, su sustancia medular. ¿Cómo se fue cuajando el nuevo tipo de mercado ahí? Cuáles son sus características frente a otro tipo de comercio? El reto (perdido de antemano), de dilucidar las señas del mercado abierto, reventado en el Centro Histórico, no tiene comparaciones.

3. Al Centro

El Centro Histórico de la Ciudad de México fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco en 1987. Hace ya 25 años. ¿Cuánto de su área de 10 kilómetros cuadrados está destinado hoy por hoy al comercio? Casi toda. Y así se hace sentir. Comercio abierto en canal (¿carnaval?), en carne viva, desbordado en plazas públicas, por supuesto, pero también parapetado por arriba y abajo de edificios viejos, nuevos, reconstruidos, remodelados, incluso adentro de palacios o templos, plazas comerciales, zonas restringidas y, pese al discurso oficial de las autoridades, sobre puestos ambulantes fijos o semifijos, sobre calles, banquetas y fachadas de la zona. Culebra que aparece y desaparece, toro escurridizo, serpentina en levitación. La Ciudad de los Palacios por arriba y, abajo, detrás o en lo oscurito, la “Ciudad Propiedad del Comerciante Total, Formal o Informal y Anexas S.A. de C.V.”, en todas sus formas al mismo tiempo, en comisión de acciones y tranzas: transacciones. Eso sí, comercio de mayoreo o menudeo pero entre hormigas, accesorio, cuerpo a cuerpo, en corto.
Porque habría que decir que así como el Centro dejó de ser el meollo del poder federal (con la salida de la residencia presidencial a Los Pinos en Chapultepec), o del saber (con la partida de la Universidad Nacional al sur de la ciudad), también dejó de serlo para el abasto masivo capitalino, cediendo tal responsabilidad a la Central de Abastos, en Iztapalapa, considerado el mercado más grande de América, tal vez del mundo. No. Este comercio es ingente sí, pero de una manera más líquida. Se deshebra en pequeñas dosis (cada quien trabaja en su cuadra, con su gremio), se trata de un secreto entre pequeños empresarios y marchantes, poco a poco hasta mover la montaña, tozudamente. Y cada día el cliente en turno, ingenuo o avezado, es el más importante para la supervivencia. Por ello los vendedores se interesan sobremanera en el apersonamiento, en la labia verborreica, impresionista, efectista, en el correveidile necesario para la expansión y fortalecimiento de sus pequeñas empresas. Hay que cacarear la cosa. Véase el diseño pintoresco, vernáculo de sus pancartas y volantes, lo “peculiar” de su publicidad impresa repartida por millares en cualquier punto. Porque si bien se saben partículas de un gran todo y no se pretenden únicas, sí originales en la definición de su personalidad. ¿Pero qué hay detrás de todo ello? ¿De dónde nos viene? ¿Qué significa? Sepa esa bola.
En ocasiones, muchas familias de comerciantes se han dedicado al oficio de varias generaciones atrás. Esos pioneros tienen el famoso know-how, el cómo hacerlo, ya integrado. Saben la forma de transferir el conocimiento técnico (es decir las mañas), la información secreta o íntima entre clientes y proveedores. Saben bien cómo moverse con ese tesoro de datos, patrimonio de añales y una ventaja muy valiosa sobre la competencia, porque los viejos lobos de mar, los del colmillo largo, ya se dieron de topes con la realidad, ya pasaron por ello y sobrevivieron.

Ellos, capitanes inmortales, inventaron las reglas del juego, mantienen redes enormes con otros mercaderes y generalmente tienen varios negocios en la ciudad, incluso en puntos muy lejanos. En otros casos se trata del caso contrario. Jóvenes “estudiosos” que son emprendedores independientes, que se lanzan a las calles con una idea clara: poner un negocio que les dé dinero rápido y fácil. Ellos están preparados para evaluar el riesgo de nueva inversión, se aconsejan entre nuevos empresarios sobre compras oportunas y sus mejores precios, son espías que sustraen datos de la competencia, la intentan boicotear por medios electrónicos o de otro tipo. La vanguardia. Sea como sea, entre viejos y nuevos puestos la guerra es la misma de siempre: ganar clientes y que tarde o temprano, previo análisis y conocimiento del juego, el puesto grande se coma al chico, y tal vez lo escupa con otra cara. Entre todos estos comercios, puestos cualesquiera, hemofílicamente, se tejen puentes invisibles al comprador.

Hay alianzas comerciales con fecha de caducidad, préstamos con todo tipo de cláusulas y tabulaciones de intereses, castigos tributarios, chantajes, extorsiones y por supuesto, gran cantidad de ofertas que no se pueden rechazar. Eso es lo que origina la alta temperatura de la gran película. Nervio por la situación económica que origina tensión social, supuestamente por debajo del agua, oculta detrás de la máscara del compañerismo gremial. La cosa arde entre papas calientes.

Por eso los vendedores son enigmas difíciles de resolver para la colectividad. A veces son iconos de la nostalgia, queridos por ser entidades históricas, y en otras son tildados de lapas de la sociedad, parasitarios de muchas maneras. Se nos hacen familiares y los queremos porque los necesitamos pero al mismo tiempo nos causan cierta sospecha. Amor y desconfianza: melodrama de aparador. Relación de conveniencia, convivencia utilitaria. ¿Y a todo esto, qué se puede decir de lo que se vende ahí, en esas calles de locales abiertos de capa, ese mundo de publicidad gritando anuncios, planes de pago, ofertas, gangas, promociones? Absolutamente todo porque todo se halla ahí. Por ello la frase chusca: “Si usted no lo encuentra en el Centro Histórico es porque aún no se ha inventado”.
Haga sus mezclas como quiera. Productos para compra, venta o renta. Nacionales o extranjeros. Correctos, incorrectos, legales o ilegales, permitidos. Fayuca, piratería y cosa robada (que no son la misma cosa).

Mecánicos o eléctricos, naturales o sintéticos. Viejos, nuevos, seminuevos o usados, descontinuados. De primera, segunda o tercera clase. Raros, conocidos, populares. De lujo, necesarios o innecesarios. Baratos, caros, muy caros. Saludables y tóxicos. Para el uso personal, doméstico o industrial. Productos de uso cotidiano o sólo de temporada. Perecederos o perennes. Resistentes o frágiles. Desarmados, armados, completos o incompletos. Compuestos o descompuestos. Naturales o artificiales. Animales o plantas, vivos o muertos, en fin, una cadena sin fin de productos expendidos en plazas hechas ex profeso para ello (y que lucen abandonadas), en espacios públicos diseñados para todo menos eso (y que lucen abarrotados). En sótanos, azoteas, zotehuelas, en el subsuelo, el transporte público, desde que amanece hasta bien entrada la noche, los 365 días del año. Y sin meternos aún en el tema de quién lo vende y lo consume. Porque del lado de los que ofertan hay de todo.

Desde gente de “clase baja” que ostenta sin pudor todas sus posesiones, de la manera más extrovertida (y que se da el lujo de manejar decenas de asistentes, cajeras, secretarias, cargadores, estibadores, transportadores, es decir los del “diablito”, los viejos arrieros), hasta gente “de prosapia” cuya fortuna se vino abajo y se intenta reactivar (reinventar), a partir de negocios “modernos” o “atrevidos” que no conocen en lo absoluto y por ello fracasarán, pasando por gente de clase media que se mantiene en la línea mortal del equilibrio, soportando las “miles de cal por las pocas que van de arena”, un estancamiento genético cortesía de las ya hasta queridas crisis nacionales, que al parecer constituyen la única herencia en vida por vivir en esta tierra.

Y bueno, en el tema de quién compra la cosa es aún más diversa: compran los infantes, los adolescentes, las amas de casa, los estudiantes, los profesionistas, los burócratas, los industriales, los contratistas, los turistas nacionales o extranjeros, los amolados, los pobres y los muy pobres, hasta los mismos comerciantes entre sí y en grandes cantidades. La pirinola del juego así lo manda: “Todos compran”. O “Todos venden”, como se vea.

Y todo esto para decir que es justo por esta diagnosis estrambótica, por estado de cosas raras del teje y maneje del comercio, que el Centro Histórico se define (o indefine), como una ínsula extraña, heterogénea e irreductible, a la vez que uno de los espacios culturales más caros de nuestro ser mexicano: a lo largo de su calendario de siglos, en sus flujos de población y de billetes, de cuentas bancarias fluctuantes entre crecidas y bajonazos, se aglutina eso que hemos ido condensando como cultura metropolitana y que a veces pesa como nacional.

Y eso que la cosa no le ha sido fácil a este estilo de vida. Hay muchos agentes que viajan en sentido contrario al comercio informal, entendido éste no sólo como una mancha voraz de puestos callejeros sino también a una buena suma de locales fijos, dado que uno y otro se alimentan de dicha informalidad al desentender la ley: no hay buen uso del suelo, no hay pago de impuestos, no se sabe claramente el origen de sus mercancías, no hay veracidad en la información manejada en el proceso de su compra o venta. Por ello en ese mundo de este comercio las cosas siempre se dirimen de la misma manera: una y otra vez se acepta o niega su existencia, se analiza la pertinencia de su tolerancia, o de plano se lanzan campañas para su erradicación total sin negociación posible, a pesar de que todos los involucrados saben que significa una alternativa al desempleo y, más importante aún, para el abastecimiento de la población de escasos recursos. Y luego de pronto a la misma gente le parece incómodo.

Provoca conflictos con otros gremios, hordas de gente en histeria consumista, pirámides de basura y bloqueos de tránsito, forcejeos de clases, de grupos e intereses, empujones, mentadas, vistas de cara y tomaduras de pelo de unos a otros actores. Aún así, una y otra vez, pase lo que pase, regresa más fuerte que nunca, su fuerza es monstruosamente mayor que los defectos de su sistema vital: subsiste, resiste, se agranda, asoma su rostro hambriento apenas aparece el sol. Y tal rostro que dibuja la colectividad vendedora es uno que reconocemos como propio y nos representa: no es propiamente el del gesticulador político, mentiroso, odiado por el pueblo: es el de un joven risueño, pícaro y nervioso, agazapado pero expectante, dispuesto a cometer, de nuevo, feliz de la vida, el gran acto de su propagación.

***

COMER COMO POLÍTICO

“Me los enseñó con vergüenza. No podía mover los dedos. Este era su segundo intento de regresar pero no tenía dinero ya y no había comido en dos días”. Foto: Cuartoscuro

“La verdad es que cuesta trabajo aclimatarse al hambre. Y aunque digan que el hambre repartida entre muchos toca a menos, lo único cierto es que todos aquí estamos a medio morir”. Esto fue escrito por el maestro Juan Rulfo en “La fórmula secreta”. Y es que hace unas semanas llegó un joven a las puertas del restaurante a pedir un cigarrillo: cenizo, de baja estatura, en estado de calle, indigente. Con marcas en la cara sin que supiéramos su naturaleza. Venía desde Honduras, caminando. Mientras estuvo en el lugar nunca se quitó los audífonos. Me pidió que le diera del vaso que yo bebía. Por supuesto le entregué mi vaso. Me dijo que quería pasar a Estados Unidos. Otra vez. Porque ya había vivido ahí un tiempo pero lo echaron. Con mala dicción, como si no pudiera articular las mandíbulas, me dijo cómo fue.

Estaba en Los Ángeles en un centro comercial y entró por unos pantalones. Se los robó sin saber que tenían los broches que hacen sonar los detectores de las alarmas. Estuvo preso por dieciocho días y luego lo deportaron a Honduras en un avión junto a otRos tantos. La segunda vez que quiso pasar le pasó algo “feo”, según sus palabras. Con los labios medio cerrados. Pero siempre sonriendo. Iba saliendo rumbo a México y se topó con los Marasalvatrucha. Se echó a correr y le dispararon. Se paró. Pero lo machetearon. Por eso tiene en los dos antebrazos una gran cicatriz en forma de raya, que se continúa de brazo a brazo.

Me los enseñó con vergüenza. No podía mover los dedos. Este era su segundo intento de regresar pero no tenía dinero ya y no había comido en dos días. Me dijo que le dolía la cabeza. Le dije que tenía que comer. Yo me acordé con tristeza de un refrán: “Al dolor de cabeza, el comer lo endereza”. Le serví un plato de lo que comimos todos aquel día. Comió hasta donde su estómago pudo pero no fue mucho. Le serví un par de cervezas. Por las secuelas de los tajos sus movimientos eran torpes: yo mismo le prendía los cigarros. Me dijo adiós, se paró de la mesa y se fue. Mucho dolor en todos los que vivimos esto. No sé por cuánto tiempo durará. Un muchacho como de 20 años con los ojos turbios. Como escribiera Eduardo Milán: “No comer pone los ojos locos”.

Y el dolor se mezcla con rabia cuando a los días leo en el periódico una nota sobre nuestros enormes políticos. Según la información proporcionada por diario Reforma, los Senadores (¿Cenadores?) de esta amada República en donde libremente hemos decidido pasar nuestras vidas, ha determinado acabar con todos los lujos de su cocina, con las intenciones de casi ayunar, volverse franciscanos. En ese empeño, nos señala la periodista, únicamente han solicitado un gasto menor para el siguiente año, según lo revelan algunos anexos de la Licitación de Comestibles Perecederos de la Secretaría General de Servicios Administrativos. Va más o menos así:

a) Carnes: filete de búfalo, de avestruz, costillar de cordero, rib eye, new york, gallinas rock cornish, faisán, perdiz, codornices y pato confitado.
b) Productos del mar: abulón, calamares importados, filetes de lenguado y robalo, salmón fresco y ahumado, langosta, langostinos, cangrejo de alaska, almeja chirla, salmón, bacalao noruego. c) Acompañamientos: aceites de nuez y de oliva extravirgen, alcaparras, anchoas, almendras, avellanas y nueces de macadamia, 7 tipos de arroz, 6 tipos de azúcar, 5 variedades de chocolates, 6 distintas cremas, 11 tipos de helado, 8 clases de pan y 15 tipos de pastas, azafrán, cúrcuma, curry y jengibre, así como un pedido de 25 tipos de queso que habría que investigar o imaginar. d) Postres: curaba (un fruto exótico de sudamérica), dátiles chilenos, cerezas naturales, arándanos, moras azules, carambolos y maracuyá. Todo esto con un pequeño costo de millones de pesos.

A esta indignación se sumaría, muy poco tiempo después, la despertada por una nota de Arturo Pérez Reverte, en la que el novelista nos explica, haciendo crónica de alguna vez que recaló en un paradero de esos que flanquean las carreteras españolas, las razones por las que la mierda es considerada como un patrimonio de la humanidad. Ahí, delante de los camiones aparcados, en sitios con “toritos de Osborne, perdices disecadas, carteles de futbol y fotos de toreros, cedés de Bambino y la Niña de los Peines, botas de Vino Las Trez Zetas y cosas así”, rodeado de “longanizas y morcillas colgadas del techo, y los currantes de la carretera y los campos cercanos despachando el menú del día”, tuvo a mal toparse con una realidad infame pero cierta. Acompañado en la mesa por trabajadores que llevan “la cara sucia, el pelo polvoriento, las botas o zapatillas gastadas, la ropa ajada”, que huelen a “sudor masculino y honrado, a ropa de faena, a caretos en los que despunta la barba de quien se levantó temprano y lleva horas de tajo”, no pudo dejar de ver cómo, pese al hambre tremebunda de sus cuerpos, levantaban “los ojos para mirar el telediario, donde una panda de golfos con corbata, que no han trabajado en verdad en su puñetera vida”, hacían declaraciones intentando convencer a todo un país de sus estupideces, sin entender en absoluto que tenía que ver “lo que se trajinan esos charlatanes, esos cantamañanas y esos hijos de la gran puta con la realidad”.

Para bien, una respuesta le llegó rápidamente, de la mesa más próxima, cuando con libreta en mano, el mesero pidiera a sus comensales elegir su segundo plato, entre filete a la plancha, conejo al ajillo o manitas de cerdo. Ahí fue cuando uno de los hombres “con las uñas llenas de Grasa, mientras rebañaba un pan con los restos de un guiso de habas, patatas y pescado”, respondió sin levantar la cabeza: “A mi ponme las manitas de ministro”.

Por eso es que agradezco infinitamente al maestro José de la Colina por el microtexto titulado “Escrito en mármol”, incluido en su libro Portarrelatos: AQUÍ YACE UN HOMBRE QUE EN VIDA NO FUE NADA, NI SIQUIERA DIPUTADO.

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