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Julieta Cardona

28/01/2017 - 12:04 am

Preguntas absurdas

Llevo un rato debatiéndome si las preguntas absurdas son necesarias. Suceden todo el tiempo. Y no solo eso, hacen que me pregunte, muy profundamente, si mis respuestas son las tontas abyectas. En la última reunión con mis compañeros de la universidad, Alicia me preguntó –exaltada– que por qué quería dejar de trabajar en Procter & […]

“Palais de Tokyo, París”. Foto: Julieta Cardona.

Llevo un rato debatiéndome si las preguntas absurdas son necesarias. Suceden todo el tiempo. Y no solo eso, hacen que me pregunte, muy profundamente, si mis respuestas son las tontas abyectas.

En la última reunión con mis compañeros de la universidad, Alicia me preguntó –exaltada– que por qué quería dejar de trabajar en Procter & Gamble si me encontraba en una posición no solo cómoda y escalable sino envidiable. No contesté, obviamente, cuando alguien se refiere así a tu trabajo y el resto suscribe con un asentimiento de cabeza, te callas la boca o se arma una escena de linchamiento colectivo.

Sobre todo, esto me vino a la mente por las preguntas que hacen los oficiales migratorios que te permiten el paso a algún país: ¿Y usted por qué visita Francia, a qué viene a París? Pues verá, vengo a validar que el pito de Napoleón está por toda la ciudad. El oficial se molesta, naturalmente, pero te da la entrada. Sí, las preguntas absurdas son necesarias –supongo– para perpetuar y reforzar el ideal de lo diverso. Para dejarte claro que no eres un ciudadano del mundo.

Ayer por la mañana recibí una llamada de la embajada de Australia. Me preguntaron a qué quería ir. Respondí que a caminar y a ver el cielo. ¿Y usted necesita todos los días de su visita para ver el cielo? Sí, y para enamorarme de una chica surfer. Luego le pedí que perdonara mis metáforas y le expliqué, de una manera más unidimensional, la intención que tenía de conocer ese país.

Movernos de cualquier lugar es una pulsión natural. Para conocer, para vivir, para hacer negocios, las paces, una familia. Mudarte de trabajo, de café, de cine. La mamá de mi padre es cubana; su papá es un indio de la sierra de Coahuila. Mi abuela llegó a México huyendo de Fidel y mi abuelo, bueno, primero le vio las piernas y luego se enamoró de ella. Se citaban en una biblioteca, se casaron en la misma ciudad de la biblioteca y se fueron a hacer una familia 800 kilómetros al centro.

No sé, me hace también preguntarme qué hubiera pasado de haberle contestado a Alicia que me sentía atrapada en un cubo de concreto y que todas esas promesas de bonos y escaladas de peldaños me asfixiaban. Que, sobre todo, no podía ver el cielo.

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