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Tomás Calvillo Unna

29/03/2017 - 12:00 am

Para el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad

A seis años de haber iniciado su caminar Sabemos, tenemos la certeza que el tiempo se nos disuelve entre las manos, sin haber logrado aún entenderlo a plenitud. Percibimos que a pesar de que la ciencia alarga el periodo promedio de vida, esta se nos muestra más corta. El ambiente tecnológico dominante afecta decididamente la […]

Las relaciones viven así una agitación continúa, ya sea con nuestra propia conciencia, ya sea en pareja, familia, trabajo o país. Imagen: Tomás Calvillo.

A seis años de haber iniciado su caminar

Sabemos, tenemos la certeza que el tiempo se nos disuelve entre las manos, sin haber logrado aún entenderlo a plenitud. Percibimos que a pesar de que la ciencia alarga el periodo promedio de vida, esta se nos muestra más corta.

El ambiente tecnológico dominante afecta decididamente la dimensión del tiempo, determina las formas en que lo experimentamos y detona una conciencia aún en ciernes, que debe enfrentarse a la descontextualización  de los hechos que constituyen su realidad.

Las mediaciones tecnológicas han pasado de lo público a lo privado, y prácticamente las utilizamos en todos los aspectos de nuestra vida diaria. Los gadgets se han vuelto inseparables y, particularmente, la velocidad expuesta en la capacidad de comunicarnos al instante, gobierna los ritmos antes concebidos como naturales.

El triunfo inobjetable de esa capacidad de acoplarnos al instante, como una habilidad ya convertida en hábito, impide apreciar la complejidad que implica los desequilibrios profundos que fracturan la relación mente-materia, al imponerse la virtualidad como un espejo metafísico que estalla en millones de fractales   en el silencio de nuestras comunicaciones diarias.

El costo ha sido la epidemia del estrés que algún día también tendrá su vacuna, mientras le basta hoy con todo tipo de adicciones.

Los intervalos se reducen, las pausas quedan como vestigios inexplicables que pasan a significar pérdidas.

Las relaciones viven así una agitación continúa, ya sea con nuestra propia conciencia, ya sea en pareja, familia, trabajo o país. En las diversas gamas de vinculación la constante es lo inmediato, el ya, que no puede retardarse.

Lo abrumador de ello, como alerta, pierde consistencia, porque los referentes desaparecen e incluso se recuperan como una arqueología sentimental: nostalgias aún posibles en las narraciones familiares cada vez más escasas.

Un agotamiento no por carencia sino por abuso permea los quehaceres y las horas.

Hay una suerte de vértigo aceptado e imposible de evitar que impera día a día y que termina por vulnerar nuestra relación con la naturaleza. Los casos más extremos se aprecian en la confrontación del crecimiento capitalista como una forma ininterrumpida de negocio y ganancia y la conciencia de que esa voracidad científica industrial debe acotarse por razones ya de pura supervivencia.

No obstante, la envoltura cultural e incluso la matriz dominante de la misma impiden que esa conciencia se convierta en una fuerza social significativa  para evitar el colapso planetario, que se percibe en las propias cocinas de las familias en cualquier rincón del mundo.

Como la publicidad que anuncia las ventas en paquete, nosotros  somos parte ya de ese paquete tecnológico cultural revestido de libertad y creatividad sin parangón. Este también se reproduce en todos los órdenes de la expresión considerada artística y no; y termina en comparsa con esa incapacidad colectiva de detener el vértigo, la precipitación, sumándose así a esculpir el propio abismo.

Una fuerza gravitacional que produce la velocidad, en la multiplicación exponencial del poder masificado de las mediaciones tecnológicas, solidifica todas las expresiones de la experiencia humana; les resta su carácter, su densidad, al tramitarlas en realidad virtual, ese peso perdido y esa ligereza aparente de lo nuevo , terminan por desaparecer el sentido innato de las cosas.

No está de más reflexionar sobre lo  sagrado (no supersticioso)  de las tradiciones que advertían de la pérdida original en el intento por representar la presencia en imágenes plásticas. En esa exagerada limitante puede latir una intuición profunda sobre la misma materialidad y los contornos y posibles leyes de sus dimensiones. Hay en toda representación un deseo de perdurar, un soplo de anhelada eternidad, de ahí una de las razones de  la permanencia de imágenes veneradas: el milagro es una ruptura del tiempo concedida solo a los dioses, es la excepción que confirma la regla de la historia.

La apropiación del mundo contemporáneo de esta transfiguración, de esa irrupción, se ha traducido en crudo poder que se reproduce cuantas veces lo permita el mercado de los deseos promovidos como una totalidad que va de la cuna a la tumba.

La desfiguración comienza a ser un lugar común en este proceso ya industrializado. En todo ello el arte de la política que en el siglo XX, tuvo su primera herida mortal con la propaganda, es hoy el más afectado al quedar  a la deriva en una dinámica  próxima a la esquizofrenia entre: la contrariedad y antagonismo de los mundos reales y posibles, de la demagogia y los discursos, del poder real y el imaginado, de la representación y su ausencia.

La política se ha desperdigado por decir lo menos, convoca por horas a interrumpir la rutina, deriva en violencia la mayor de la veces, y termina desdibujándose, absorbida, mimetizada en las afamadas redes, territorio ya de la mente donde se disputan las guerras del siglo XXI.

Los discursos políticos predecibles, repetitivos, no logran vislumbrar horizontes para construir un lenguaje que recoja lo mejor de la tradición humanista que suele ser resumida en los vocablos libertad, justicia, igualdad, mismos que la llamada democracia ha domado y desnaturalizado ante la avalancha de la exterioridad, sobresaliendo las gastadas escenografías políticas electorales que disputan una parcela cada vez más reducida de poder.

Escenarios del espectáculo que imprime la inmediatez emocional para erigirla en triunfo autoritario de la voluntad colectiva. No hay horizonte, solo el muro de la intolerancia de ideologías vueltas muecas, gestos exabruptos entre las pantallas y el Twitter.

No importa la tradición de la que se parta, estamos atrapados en un espectáculo más,  que la erosión del tiempo contemporáneo vuelve otro instante acumulable y sin posibilidades ya de sumarse a una memoria colectiva fértil.

Pueda ser que la estrategia entendida como una mirada profunda y de largo aliento y no convertida en  táctica inútil y estéril, encuentre el balance entre la naturaleza administrativa de todo poder público, de su orden asumido como arma de control y la aparición de múltiples espacios articulados por su capacidad de convertirse en lugares ciudadanos, gracias a las expresiones de autonomía reconocida como nodos sembrados de pausas y ritmos que no se someten.

Sus formas pueden darse dentro o fuera de los circuitos tecnológicos del desparramado consumo dominante. Lo importante son  sus posibilidades de recuperar un ritmo, que es también una respiración civilizadora enajenada, que se libera al retornar el tiempo a las palmas de las manos como arena del océano de la vida transcurrida.

Un momento de conciencia entre la vida y la muerte que despliega la memoria de generaciones, las huellas de un caminar que la epidermis retiene en sus poros, a la manera que lo hacen las estrellas con la piel del cielo.

La metáfora que deja la ilusión, se transfigura en la carne para emerger en la imaginación y abre los ojos a la realidad misma. La metáfora la única que puede adelantarse a la tecnología sin participar en su circuito, la única fórmula que no ha sido sometida a la producción febril del mercado tecnológico.

 

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