LECTURAS | “De qué hablo cuando hablo de escribir”, de Haruki Murakami

29/04/2017 - 12:04 am

Un delicioso paseo por la literatura y el universo de uno de los autores más leídos de nuestro tiempo. Haruki Murakami en un ensayo imperdible.

Ciudad de México, 29 de abril (SinEmbargo).- Haruki Murakami encarna el prototipo de escritor solitario y reservado; se considera extremadamente tímido y siempre ha subrayado que le incomoda hablar de sí mismo, de su vida privada y de su visión del mundo. Sin embargo, el autor ha roto ese silencio para compartir con sus lectores su experiencia como escritor y como lector.

A partir de autores como Kafka, Chandler, Dostoievski o Hemingway, Murakami reflexiona sobre la literatura, sobre la imaginación, sobre los premios literarios y sobre la en ocasiones controvertida figura del escritor. Además, aporta ideas y sugerencias para todos los que se han enfrentado en alguna ocasión al reto de escribir: ¿sobre qué escribir?, ¿cómo preparar una trama?, ¿qué hábitos y rituales sigue él mismo?

En este texto cercano, lleno de frescura, delicioso y personalísimo, los lectores descubrirán, por encima de todo, cómo es Haruki Murakami: el hombre, la persona, y tendrán un acceso privilegiado al “taller” de uno de los escritores más leídos de nuestro tiempo.

Fragmento del libro De qué hablo cuando hablo de escribir  (Tusquets), © 2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

El nuevo libro de Haruki Murakami. Foto: Especial

Si dijera que me dispongo a hablar sobre novelas podría dar la impresión, ya desde el principio, de que abordo un tema demasiado amplio, por lo que será mejor que empiece por los escritores. Se trata de algo mucho más concreto, fácil de entender a la primera, y creo, por tanto, que el tema de fondo fluirá con relativa naturalidad.

Desde una perspectiva puramente personal y con total franqueza, me parece que la mayoría de los escritores —no todos, obviamente— no destacan por ser personas con un punto de vista imparcial sobre las cosas y por tener un carácter apacible. Quizá no convenga decirlo en voz muy alta, pero pocos poseen algo realmente digno de admiración, y, de hecho, muchos tienen hábitos o comportamientos ciertamente extraños. La mayoría de los escritores (calculo que alrededor del noventa y dos por ciento), y me incluyo a mí mismo, pensamos: “Lo que yo hago o escribo es lo correcto. Salvo unas pocas excepciones, los demás se equivocan, ya sea en mayor o menor medida”. Vivimos condicionados por ese pensamiento por mucho que no nos atrevamos a decirlo en voz alta. Aunque nos expresemos con cierta modestia, dudo que a mucha gente le gustara tener como amigo o como vecino a alguien así.

De vez en cuando llegan a mis oídos historias de amistad entre escritores. Entonces no puedo evitar pensar que solo se trata de cuentos chinos. Tal vez ocurra durante un tiempo, pero no creo que una amistad verdadera entre personas así pueda durar mucho tiempo. En esencia, los escritores somos seres egoístas, generalmente orgullosos y competitivos. Una fuerte rivalidad nos espolea día y noche. Si se reúne un grupo de escritores, seguro que se dan más casos de antipatía que de lo contrario. He vivido varias experiencias en ese sentido.

Hay un ejemplo muy conocido. En el año 1922 coincidieron en París en una cena Marcel Proust y James Joyce. A pesar de estar sentados muy cerca el uno del otro, no se dirigieron la palabra durante toda la velada. A su alrededor los demás los observaban conteniendo la respiración, sin dejar de preguntarse de qué podrían hablar aquellos dos gigantes de las letras del siglo XX. La velada tocó a su fin sin que ninguno de los dos se dignase dirigir la palabra al otro. Imagino que fue el orgullo lo que frustró una simple charla y eso es algo muy frecuente.

Si, por el contrario, hablo de la exclusividad en el campo profesional —dicho más claro, sobre la conciencia del territorio que ocupa cada uno—, creo que no hay nadie tan generoso y con un corazón más grande que los escritores de ficción. Siempre me ha parecido que es una de las pocas virtudes que tenemos en común.

Trataré de concretar para que se entienda bien lo que quiero decir.

Pongamos por caso que un escritor al que se le da bien cantar se aventura en el mundo de la música. Quizá no tenga talento para la canción pero sí para la pintura, y a partir de cierto momento empiece a exponer su obra. Sin duda, se enfrentará a todo tipo de críticas, reticencias y burlas. El comentario más frecuente será: “Es un diletante. Debería dedicarse a lo suyo”. También: “Un pobre amateur sin talento ni técnica”. Los pintores o cantantes profesionales se limitarán a tratarle con frialdad. Incluso le pondrán alguna que otra zancadilla en cuanto surja la ocasión. Dudo mucho que tenga una buena acogida, y, en todo caso, sería por un tiempo y en un espacio limitados.

Durante los treinta años que llevo escribiendo novelas también me he dedicado con mucho ahínco a traducir novelas angloamericanas. Al principio (tal vez siga siendo así) me exponía a críticas muy severas. “La traducción no es algo sencillo”, decían, “no es para un amateur.” También: “Es una auténtica contrariedad que un escritor se dedique a traducir”.

Cuando publiqué Underground, me llovió todo tipo de críticas despiadadas por parte de los escritores que se dedican a la no ficción: “Desconoce los fundamentos básicos de la no ficción”, decían algunos. “Ha escrito un dramón propio de un sentimental de tres al cuarto.” También: “Un simple pasatiempo”.

Mi idea era escribir una obra de no ficción sin seguir el dictado de determinados fundamentos o reglas, sino como yo entendía que debía ser. El resultado fue que pisé la cola de los tigres que vigilaban el territorio sagrado de la no ficción. Al principio estaba muy desconcertado. No sospechaba la existencia de ese ambiente y tampoco había caído en la cuenta de que hubiera determinadas reglas para la no ficción y que tuvieran que respetarse con tanto celo.

Cuando uno se aventura fuera de su territorio, de su especialidad, quienes se dedican profesionalmente a ello no ponen buena cara. De hecho, intentan cerrar todas las puertas y accesos como los leucocitos de la sangre cuando se afanan por eliminar cuerpos extraños. Si, a pesar de todo, uno insiste, poco a poco empezarán a perder terreno hasta permitirle tácitamente ocupar determinado lugar. A pesar de todo, las críticas de bienvenida serán implacables. Cuanto más estrecho y específico sea el campo en el que uno se aventura, el orgullo y el sentimiento de exclusividad serán mayores, lo mismo que las reticencias a las que deberá enfrentarse el recién llegado.

En el caso contrario, cuando es un cantante, un pintor o incluso un traductor o un autor de no ficción quien se la juega en el territorio de la novela, ¿acaso el gremio de escritores torcerá el gesto ante la intromisión? En mi opinión, no. No son pocos los casos en los que las novelas escritas por ese tipo de personas han recibido una buena acogida. Nunca he oído que un escritor se enfadara por el hecho de que un amateur haya escrito una novela, y encima sin su venia. Que yo sepa, no suele suceder que un escritor critique a alguien que haga eso, que se burle de él o se dedique a ponerle la zancadilla. Más bien al contrario. Me parece que a los escritores profesionales esos recién llegados nos despiertan una curiosidad sincera, ganas de charlar con ellos sobre literatura, incluso de darles ánimos movidos por esa especie de extrañeza que nos provoca alguien llegado de fuera de nuestra especialidad.

Habrá quien hable mal de la obra en cuestión a espaldas de su autor, pero eso es algo habitual entre los escritores y no tiene que ver con el intrusismo suscitado por un extraño. Los escritores tenemos muchos defectos, pero al parecer somos generosos y tolerantes con quienes vienen de fuera.

Me pregunto por qué y creo que la respuesta es clara. Una novela pasatiempo, aunque este calificativo resulte un tanto hosco, puede escribirla casi cualquiera que se lo proponga. Para ser pianista o bailarín, por el contrario, se necesita pasar por un duro proceso de formación desde muy niño. Para ser pintor, otro tanto: una técnica de base, conocimientos, comprar materiales para pintar. Si uno quiere convertirse en alpinista, necesitará coraje, técnica y moldear con el tiempo un físico determinado.

Si se trata de escribir una novela, en cambio, se puede lograr sin entrenamiento específico. Basta con saber redactar correctamente (y en el caso de los japoneses opino que la mayoría son perfectamente capaces), un bolígrafo, un cuaderno y cierta imaginación para inventar una historia. Con eso se puede crear, bien o mal, una novela. No hace falta estudiar en ninguna universidad concreta, ni se precisan unos conocimientos específicos para ello.

Una persona con un poco de talento escribirá una buena obra al primer intento. Me da cierto reparo hablar de mi caso concreto, pero yo nunca hice ningún tipo de trabajo previo para escribir novelas. Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras, en el Departamento de Artes Escénicas, pero por las circunstancias de la época apenas hinqué los codos y básicamente me dediqué a vagabundear por allí con mi pelo largo, la barba sin afeitar y un aspecto general más bien desaliñado. No tenía especial interés en ser escritor, no escribía nada a modo de entrenamiento y, sin embargo, un buen día me dio por escribir mi primera novela (o algo parecido), a la que titulé Escucha la canción del viento. Con ella gané un premio para autores noveles concedido por una revista literaria. Después, sin saber muy bien cómo, me convertí en escritor profesional. Muchas veces me pregunté si de verdad aquello era tan sencillo, porque lo cierto es que todo me resultaba demasiado fácil.

Si lo cuento así, tal vez haya quien se moleste por considerar que me tomo la literatura demasiado a la ligera, pero solo hablo de hechos, no de literatura. La novela, como género, es una forma de expresión muy amplia. En función de cada cual y de su modo de pensar, esa amplitud intrínseca se puede convertir en una de las razones fundamentales de donde nace su potencia, su vigor y, al mismo tiempo, su simplicidad. Desde mi punto de vista, el hecho de que cualquiera pueda escribir una novela no constituye una infamia para el género, sino más bien una alabanza.

El género de la novela es, digámoslo en estos términos, una lucha libre abierta a cualquiera que quiera participar. Entre las cuerdas que definen el cuadrilátero hay suficiente espacio para todo el mundo y, además, es muy fácil acceder a él. Es un ring considerablemente amplio. El árbitro no es demasiado estricto y nadie se dedica a vigilar quién puede participar. Los luchadores en activo —en el caso que nos ocupa, los escritores— están resignados desde el principio y no se preocupan en exceso por quién puede entrar o no. Convengamos que es un lugar de fácil acceso, y que siempre está bien ventilado. En una palabra: un lugar bastante indeterminado. Sin embargo, a pesar de que resulta fácil subir al ring, no lo es tanto permanecer en él durante mucho tiempo. Eso es algo que los escritores saben bien. Escribir una o dos novelas buenas no es tan difícil, pero escribir novelas durante mucho tiempo, vivir de ello, sobrevivir como escritor, es extremadamente difícil. Me atrevo a decir que casi resulta imposible para una persona normal. No sé cómo explicarlo de forma precisa, pero para lograrlo hace falta algo especial. Obviamente se requiere talento, brío y la fortuna de tu lado, como en muchas otras facetas de la vida, pero por encima de todo se necesita determinada predisposición. Esa predisposición se tiene o no se tiene. Hay quienes nacen con ella y otros la adquieren a base de esfuerzo.

Respecto a la predisposición, todavía no se sabe gran cosa de por qué existe, y tampoco se habla mucho de ello al no tratarse de algo que se pueda visualizar o verbalizar. Sea como fuere, la experiencia nos enseña a los escritores lo duro que es seguir siendo escritor.

Me parece que esa es la razón de que seamos generosos y tolerantes con los recién llegados, con quienes se atreven a saltar la cuerda del ring para lanzarse al terreno de la escritura. La actitud de la mayoría suele ser: “¡Vamos, ven si eso es lo que quieres!”. Pero hay otros que, por el contrario, no prestan demasiada atención a los recién llegados. Si estos terminan por besar la lona al poco de llegar o se marchan por su propio pie (en la mayoría de los casos suele ser una de estas dos razones), lo sentimos de verdad por ellos y les deseamos lo mejor, pero cuando alguien se esfuerza por mantenerse en el cuadrilátero, suscita un respeto inmediato, tan imparcial como justo (o al menos eso es lo que me gustaría que sucediera).

Tal vez tenga que ver con el hecho de que en el mundo literario no se da lo de «borrón y cuenta nueva», es decir, que aunque aparezca un nuevo escritor, nunca (o casi nunca) sucede que uno ya establecido pierda el trabajo por su culpa y tenga que volver a empezar de cero. Al menos no ocurre de una manera clara. Algo completamente distinto a lo que sucede en el mundo del deporte profesional. En el mundo literario casi nunca se da el caso de que la irrupción de un novato suponga el fin de un nombre consagrado, o de que alguien en camino de consagrarse acabe malogrado. Tampoco ocurre que una novela que vende cien mil ejemplares le reste potencial de ventas a otra semejante. De hecho, un autor novel que vende muchos ejemplares suele revitalizar el mundo literario, dinamizar su actividad y la industria editorial en su conjunto termina por beneficiarse.

Si tomamos en consideración un periodo de tiempo extenso, parece darse una especie de selección natural. Por muy amplio que sea el ring, puede que exista un número idóneo de luchadores. Al menos eso me parece al observar a mi alrededor.

En mi caso particular, me dedico profesionalmente a escribir novelas desde hace ya más de treinta y cinco años. O sea, llevo más de tres décadas en el ring del mundo literario y, sirviéndome de una vieja expresión japonesa, puedo decir que vivo gracias al pincel de caligrafía. Desde una perspectiva estrecha, puedo considerarlo un logro.

En todo este tiempo he visto a muchas personas estrenarse como escritores. Gran parte de ellas recibieron en su momento elogios y críticas positivas, una acogida considerable: loas de los críticos, premios literarios, la atención del público y buenas ventas. Tenían por delante un futuro prometedor. Es decir, cuando saltaron al ring lo hicieron con el foco de la atención pública centrado en ellos, acompañado de música de fanfarria.

Si, por el contrario, me pregunto cuántos de los que se estrenaron hace veinte o treinta años siguen dedicándose a esto, compruebo que no son demasiados. Más bien muy pocos. La mayoría de los escritores noveles desaparecieron en algún momento sin que se sepa exactamente cuándo ni cómo ocurrió. Tal vez —diría que casi todos— se cansaron de escribir novelas, les superó el esfuerzo que supone hacerlo y terminaron por dedicarse a otra cosa. En la actualidad, una gran cantidad de sus obras —por mucho que llamaran la atención en determinado momento— son muy difíciles de encontrar en una librería cualquiera. El número de escritores no tiene límite, pero sí el espacio en las librerías.

Haruki Murakami. Foto: efe

Haruki Murakami (Kioto, 1949) es uno de los pocos autores japoneses que han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka o el Jerusalem Prize, y su nombre suena reiteradamente como candidato al Nobel de Literatura. En España, ha merecido el Premio Arcebispo Juan de San Clemente, la Orden de las Artes y las Letras, concedida por el Gobierno español, y el Premi Internacional Catalunya 2011. Tusquets Editores ha publicado dieciocho de sus obras: doce novelas —entre ellas la aclamada Tokio blues. Norwegian Wood y Los años de peregrinación del chico sin color—, y las personalísimas obras De qué hablo cuando hablo de correr, Underground, y De qué hablo cuando hablo de escribir, así como cuatro volúmenes de relatos: Sauce ciego, mujer dormida, Después del terremoto, Hombres sin mujeres y El elefante desaparece.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video