LA HISTORIA DE NADIA Y DE LAS MUJERES DEL EDOMEX

30/03/2015 - 12:00 am

El 25 de marzo pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación abrió la primera rendija para ver hacia el interior del aparato de justicia del Estado de México. Ese día, de manera histórica, los ministros decidieron, por unanimidad, amparar a Irinea Buendía, madre de una mujer asesinada por su marido en un caso investigado por el gobierno mexiquense como un suicidio.

En su sentencia, los jueces ordenaron al gobierno del priista Eruviel Ávila Villegas investigar, “con perspectiva de género”, la muerte de la joven abogada y acusaron las diversas y graves deficiencias de la investigación. El caso de Mariana es un paso hacia adelante, pero hay muchos otros pendientes. Uno es el asesinato de Nadia Muciño, ocurrido en 2005, año en que Arturo Montiel Rojas dejaba la gubernatura del Estado de México y Enrique Peña Nieto la asumía.

Ya pasaron 3 mil 700 días desde la tarde en que tres niños vieron a su padre quitarle la vida a su madre en la nube de polvo de cemento en que la Ciudad de México se convierte en sus límites, y ya en el Estado de México, la entidad donde nació el Presidente de México.

Las irregularidades iniciaron en el comienzo mismo de la investigación, cuando los funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México atravesaron las calles de polvo y escombros de Nicolás Romero y se internaron a la casa de Nadia Muciño y, sin ningún cuidado, se llevaron su cadáver.

¿Es el asesino de Nadia un hombre lo suficientemente poderoso para garantizar su impunidad? En lo local, en los límites de Cuautilán Izcalli, aún en el DF se sostuvo sin castigo gracias a un par de parentescos. Pero, luego de años y años en que la madre de la mujer muerta ha ido y venido peleando con nada y contra todo, en que ha dedicado días enteros a la espera infructuosa de ser recibida por los gobernadores Montiel Rojas, Peña Nieto y Ávila Villegas para explicar cómo murió su hija, algo más asoma respecto de la llamada justicia mexiquense: reconocer una falla es admitir la podredumbre de todo el aparato.

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La madre de Nadia ha luchado y sigue luchando para que se haga justicia a su hija muerta. Foto: Eduardo Loza.

Cuautitlán Izcalli, Estado de México (SinEmbargo).– Carlos, Pepe y Fernanda cruzaron la calle cuando el presentimiento de la noche los abrumó en la oscuridad de su casa. El mayor, de cinco años, tomó la mano de sus hermanos y buscó a la vecina de enfrente en “la casita de palo”, como los pequeños llamaban a la choza de maderos y lámina.

El niño suplicó por un cerillo.

–¿Y su mamá? –preguntó la mujer, acostumbrada a los sollozos de los hijos de Nadia; pero esta vez, 12 de febrero de 2005, estaba absorta en la rotunda desnudez de Fernanda, la pequeña de dos años.

–No está –mintió Carlos entre sollozos.

–¡No es cierto! ¡Sí está, está muerta en el baño! –gritó Pepe.

La vecina sintió como si toda la tierra y el polvo de cemento del ejido Santa María Tianguistengo, en Cuautitlán Izcalli, Estado de México, se sacudieran. Recordó que al otro lado de la calle no había apagadores, se debían girar los focos colgados del techo de lámina; avanzó a la entrada.

–¡Nadia! –gritó.

Silencio. Dio vuelta a la bombilla.

–¡Nadia! –repitió, como si el silencio la sepultara.

Caminó por la sala, súbitamente vacía de muebles; miró hacia el baño. Los hijos de Nadia se le apretujaron en las piernas. La silueta de su madre apareció: su sombra, proyectada por la lámpara en la pared, era el dibujo de Nadia hincada con la lengua de fuera y un cordón tirante de su cuello hacia el techo.

La vecina se detuvo. Miró alrededor: su vista topó con un montón de ropa dispersa en el suelo. Estiró la mano y jaló una camisa de hombre. Corrió, corrió con los niños como pudo.

En la calle metió a Fernanda en la prenda; sobre la espalda de la niña, en la camisa, resaltaba una mancha de sangre.

Buscaron a Antonia, madre de Nadia. Vivía al otro lado del límite municipal, en Cuautitlán de Romero Rubio; también es el Estado de México.

–Tu hija está muerta. Se ahorcó –soltó una de las hermanas de Bernardo, pareja de Nadia, a Antonia.

Antonia subió al auto. Su esposo manejó; temblaban. Llegaron a la casa de su hija, la noche ya era de brochazos azules y rojos que salían de una patrulla apostada a la entrada. La mujer fue al baño, se arrodilló para quedar cara a cara con su hija: la lengua de Nadia era una masa morada que buscaba abandonar el rostro.

–¡Mi niña! –gritó Antonia a Nadia, o a sí misma. La abrazó, tomó sus brazos para que Nadia la abrazara; imposible. La primera de sus hijos, de veinticuatro años de edad, era un cuerpo rígido y helado.

TORTILLAS A MANO

La noche del domingo 5 de agosto de 1979 nació la primera de los cinco hijos de Antonia. No hubo médico esa noche, fue recibida por un pasante de Medicina y el padre de la niña, Rafael, en una clínica solitaria de Atizapán. Nadia, resolvió llamarla su madre, maravillada por las piruetas de la gimnasta Nadia Comaneci, pero con los apellidos Muciño Márquez.

La niña creció sana, el único golpe en su niñez fue un palo ciego que se estrelló en su nariz cuando buscaba una piñata. Fue también la primera nieta e hija de primogénita; no había nada más que ella en el mundo.

“Mi esposo y yo soñábamos que la niña sería alguien importante. Ella quería ser maestra, maestra de kínder. Allá en el pueblo compramos un terreno medio grande para que pusiera su kínder, en Teotitlán, Puebla, de donde somos”, recuerda María Antonia Márquez.

“Empezó a pintarse las uñas a los doce años y había problemas en la escuela porque no estaba permitido, estaba en sexto de primaria. Yo quería que nomás se pusiera brillitos, o estrellitas, pero ella las quería rojas; era una lata, una lata. De la secundaria me llamaron varias veces porque la chamaca se quitaba el uniforme y se ponía otra falda, una corta, de mezclilla, que se llevaba a escondidas. La volvía loca el baile, bailaba quebradita”.

Prefería el color morado. Hizo examen de admisión al magisterio; no lo logró. Se recibió como técnica programadora analista. Tenía planes de reintentar el ingreso a la universidad e insistir en su proyecto del jardín de niños: amaba a los niños pequeños. Su primer empleo, a los quince años, fue como niñera.

Era bordadora, como Antonia. Hacían vestidos de coctel, quince años y bodas a los que sembraban de chaquira y perlas sobre rasos con colores sólo existentes en las galas mexicanas.

“Nadia siempre estaba rodeada de personas, de amigas, era escandalosa y escuchaba el radio a todo volumen. Yo creo que no fuimos buenos padres: no supimos entender su juventud, sus ganas de vivir, su alegría. Me lo reprocho. Ahora soy totalmente diferente, soy una mujer amargada.”

Bernardo López Gutiérrez trabajó desde niño, luego se hizo microbusero. Manejaba un camión de propiedad familiar de la Ruta 22, que corre del Toreo de Cuatro Caminos, en los límites del Estado de México y el Distrito Federal, a Cuautitlán Izcalli. Nadia acudía a la escuela en el centro del d. f., y subía al camión en la esquina de su casa, en Nicolás Romero; ahí, en el camión, conoció a Bernardo y se enamoró de él.

El desencanto de Antonia fue inmediato desde la primera tarde en que el joven se anunció con un silbido a media cuadra de la casa y Nadia corrió hacia él; cuando al fin pasó por la puerta lo hizo con una caguama casi vacía en la mano. No la quiere, pensó la mujer y emprendió campaña contra su yerno. Perdió: a los tres meses, Bernardo se apersonó con su madre y su hermano Isidro, el Matute.

–Nadia se viene a vivir conmigo –informó Bernardo.

–¿Cómo así? –reparó Antonia, embarazada de su último hijo.

–Déjame vivir mi vida, me voy –saltó Nadia.

–¡No te vas! –se dirigió Antonia a su hija y miró a Bernardo–. Si la quieres bien, haz las cosas bien –le dijo, y reclamó fecha de matrimonio.

–¡No, yo no me quiero casar! –resolvió Nadia, tomó sus cosas y dejó a sus padres con la boca abierta.

El desencanto de Nadia también fue inmediato. A las pocas semanas regresó con los brazos y los muslos amoratados, y la explicación de que fue castigada por ignorar cómo se hacen las tortillas a mano.

SECUESTRADA

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La madre de Nadia conserva fotografías de cuando su hija era pequeña. Foto: Eduardo Loza

Bernardo fincó su casa en las tierras ejidales de su familia; los tres cuartos se convirtieron en recámara, sala, cocina y baño. Al año de la unión nació Carlos. No paraba de llorar: Bernardo estallaba a cada chillido. No dudó en castigarlo en la misma cuna y a su madre también, aprovechando el momento. Su cinturón se deslizaba por las presillas al menos una vez por semana para azotar la hebilla en el cuerpo de su mujer.

Nadia tuvo dos embarazos más, casi consecutivos, que Bernardo pasó alcoholizado. Dejó de trabajar y el dinero escaseó; ella regresaba a la casa de su madre a escondidas para desayunar y comer con sus tres niños. También tenía prohibido trabajar, incluso en su casa: cuando Bernardo descubría el bordado de algún vestido, rompía el bastidor y luego la golpeaba.

Ella abandonó los pantalones ajustados de mezclilla y las blusas descubiertas de los hombros, comenzó a vestir sólo de pants y con las playeras de su esposo; subió de peso. A la vez, el acoso sexual de Isidro, el Matute, hermano de Bernardo, se intensificó, propiciado por las ausencias cada vez más prolongadas del chofer. Isidro ya conocía la prisión: fue encarcelado por abuso sexual. Cuando Bernardo trabajaba, lo hacía de las cuatro a once de la mañana, desaparecía el resto del día y volvía con aliento a cerveza y pedazos de cilantro entre los dientes.

Otro hermano de Bernardo, Filiberto, hizo buena relación con Nadia. En 2002, los cuñados convinieron internar a Bernardo en una granja para alcohólicos. El hombre sospechó, tomó un cuchillo de la cocina y se lanzó contra su mujer, pero estaba demasiado ebrio. Nadia tomó coraje y resolvió dejarlo. Más aún: presentó la denuncia por intento de homicidio. Nada pasó.

Y nada es nada: Nadia regresó con él.

Al año siguiente obtuvo permiso para trabajar y se empleó como cajera en una tienda de ropa en Tacuba, cerca del metro Allende; encargaba a sus hijos con la abuela Antonia y regresaba por ellos en la tarde. En mayo desapareció.

Bernardo fue a casa de sus suegros por la noche, tenía un gesto parecido a la preocupación; preguntó por Nadia, pero se hizo de mañana sin que regresara. Antonia preguntó por su hija en el trabajo: la habían visto subir al metro de regreso. Avisó de la desaparición a la autoridad. Recorrió hospitales de la Cruz Roja, civiles, ministerios públicos. Se apretó las manos y entró a las morgues con la esperanza de que en la gaveta próxima a abrirse no estuviera su hija. Bernardo la acompañó.

Antonia fotocopió una fotografía de Nadia y la pegó en cuanto poste y parada de camión pudo. Bernardo decía ir a otras agencias, que adhería el volante de su pareja en las bases de camiones; que no perdía la oportunidad de preguntarle a quien fuera por su mujer.

A la semana timbró el teléfono de Antonia.

–Estoy en Puebla, Bernardo me tuvo secuestrada. Lo encontré acostado con su sobrina, entonces me pateó: tengo una costilla rota. Me encerró en una casa vacía, en obra negra; me sacó y me dio ochocientos pesos para que desaparezca. Si me ve, matará a Carlitos.

Fueron nuevamente al Ministerio Público. Otra vez los judiciales y sus dudas: “¿Pues qué le hizo su hija?”, entonaban con la insinuación de que cualquier cosa ella se la habría merecido. Otra vez el médico legista y su mirada aburrida y acostumbrada sobre los moretones.

Otra denuncia, esta vez por lesiones y secuestro. No pasó nada: nada. A los pocos meses Nadia regresó por última vez.

ARRODILLADAS

Isidro, el Matute, regresó a casa de Carlos, Pepe y Fernanda el sábado 12 de febrero de 2005. Lo vieron sentarse en la sala: pequeño, delgado, blanco, de cabello hasta los hombros; los ojos rasgados, la nariz respingada, la barba de candado, su tatuaje azul en el brazo. Los niños lo conocían perfectamente: era el hombre que cuando su padre no estaba, se acercaba a chiflarle a su madre, a buscar el roce y el encuentro en espacios pequeños.

Pero esa tarde también estaba Bernardo. Los niños se sentaron frente a la televisión y los adultos frente a unas cervezas.

Pepe, el segundo de los hijos de Nadia, a sus cuatro años describió el resto:

“El día que mi mamá se murió y se fue al cielo, mi papá Bernardo y Matute metieron a mi mamá a la cisterna; Matute es bien malo, yo chillaba y gritaba y mi mamá le pegaba en el estómago. Vi que el Matute le puso un lazo en el cuello a mi mamá, ella lloraba, y mi papá había tomado cerveza; luego mi papá se fue bien lejos y nos dejó solos…”.

Complementaría el mayor, Carlos, de cinco años:

“Empezaron a tomar cerveza. Luego mi papá y Matute echaron a mi mamá a la cisterna y ella decía que la sacaran, que la dejaran en paz; la sacaron y la llevaron al baño. Mi papá agarró un lazo, lo amarró y lo pasó por un tubo: después Matute subió a mi mamá a una cubeta, le puso la cuerda a mi mamá en el cuello y mi papá quitó la cubeta. Luego se fueron. Mis hermanos y yo fuimos con la vecina a pedirle cerillos, preguntó por mi mamá. Le dijimos que estaba ahí, colgada”.

En el dictamen del peritaje psiquiátrico que se practicó a los niños, el especialista aseguró que, a esa edad, ambos eran “completamente capaces de relatar con veracidad un hecho sucedido en su presencia”.

* * *

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María Antonia Márquez, en la tumba de su hija. Foto: Eduardo Loza.

Antonia abrazó a su hija muerta, completamente rígida; debajo de la soga había además un cable eléctrico de color café de cuarenta centímetros y una agujeta. La autopsia revelaría no un surco en la garganta de Nadia sino dos de distintos grosores y profundidades, pero lo más desconcertante era que Nadia no murió suspendida como los suicidas quedan: estaba hincada. Tenía raspones en los nudillos de las manos y sangre en la boca que presumían pelea anterior al fallecimiento.

Llegó Bernardo en su hojalata blanca; no entró a la casa. Al poco tiempo arribaron dos personajes cercanos a la familia del microbusero: Donato Zamora, líder de comerciantes ambulantes y exdiputado que disfruta de fotografiarse montado a caballo, y Alejandro Zamora Cid, exdirector del organismo operador de agua de Nicolás Romero. Ambos son abogados y caciques priistas en esa región del Estado de México.

El agente del Ministerio Público, el médico legista y el perito aparecieron hasta la medianoche. Entraron a la casa junto con Alejandro Zamora.

–No te preocupes, todo saldrá bien –escuchó Antonia que dijo el perito a Zamora Cid.

El perito fotografió a Nadia y el baño. El médico retiró el cordón, el cable y la agujeta; sacaron a Antonia del cuarto para manipular el cadáver. Entonces vino la cascada de supuestos errores humanos.

Los funcionarios olvidaron en el lugar la cuerda y el cable de luz. El perito nunca reparó en que un mechón de cabello de la muchacha estaba atrapado en el nudo del lazo, como si ella se lo hubiera colocado y anudado con las manos atrás y arriba de su cabeza. No atendieron la desaparición de la sala ni fotografiaron los roperos volcados, el desorden y las cosas tiradas en el suelo. No tomaron huellas dactilares; nunca se encontró carta póstuma.

Ni siquiera existe claridad en cuanto a la hora de la muerte de la muchacha. Tras la autopsia, el forense informó que ocurrió entre nueve y diez de la mañana, pero en el acta médica reportó que Nadia había fallecido “en un lapso no mayor a cinco horas y no menor a tres del momento de su intervención”. La familia se enteró del deceso cerca de las seis de la tarde, cuando la joven ya estaba completamente rígida, y el médico intervino después de la medianoche.

En la segunda inspección de la casa, no importó que se hubieran cambiado cerraduras después de la muerte ni que aparecieran incendiados junto a la vivienda los muebles de la sala: no sólo faltaban el sillón y el sofá, también saquearon documentos, fotografías, colchones y ropa. En el revoltijo de telas y cenizas apareció, a medio chamuscar, la soga.

Tampoco se atendió el hallazgo de sangre en el lavadero. Cuando la falla fue tema, se resolvió, sin que siquiera se hubiese tomado muestra, que se trataba de sangrado menstrual de Nadia. Pero esto no fue consignado por el médico forense ni por el perito en la fe de ropas de la muchacha, ni se analizó la sangre en la camisa con que se cubrió la desnudez de Fernanda. La hipótesis es que, durante el asesinato, Bernardo cortó la soga e hirió a su hermano en la mano; el Matute llevaba un vendaje en una de ellas, pero ninguna autoridad prestó atención.

Desapareció la averiguación por el secuestro del año anterior; ni por este asunto ni por el intento de homicidio Bernardo debió dar siquiera explicación alguna a la policía. Para el entendimiento del homicidio, las denuncias fueron irrelevantes.

No fue tema la desaparición de Bernardo, a quien después de pasar por el Ministerio Público ni Antonia ni la policía lo han vuelto a ver. Tampoco se presentó en el sepelio de su mujer.

Se ignoró que Carlos, el hijo de Nadia, perdiera durante meses el control de sus esfínteres, y que Pepe despertara cada noche con su propio aullido: “¡No, no…! ¡Bernardo está matando a mi mamá!”, para luego guarecerse horas debajo de la cama.

La Procuraduría de Justicia del Estado de México resolvió que Nadia se suicidó.

CRIMEN SIN CASTIGO

El caso de Nadia se estancó de inmediato. Antonia tocó puertas, exigió respuestas tres veces por semana al ministerio público local, buscó ser atendida por un subprocurador que nunca le abrió la puerta. Hasta ese momento desconocía el dictamen de suicidio; no le permitían ver el expediente. Recorrió oficinas de organizaciones no gubernamentales. Fue a la Procuraduría General de la República. Envió una carta a Marta Sahagún, esposa del presidente Vicente Fox.

La insistencia de Antonia redituó: el m. p. consignó el expediente y un juez otorgó la orden de aprehensión contra Bernardo e Isidro por homicidio doloso. El Matute se entregó y presentó trece testigos que soportaron una coartada. “Yo nunca tuve trato con Nadia, ni siquiera iba a su casa”, declaró. Fue sentenciado el 8 de octubre de 2009 a cuarenta y dos años y seis meses de prisión por el homicidio calificado –ventaja y traición– de Nadia Alejandra Muciño Márquez.

Pero la justicia mexiquense es una flama en el viento. Después de seis años de peritajes que prueban los errores intencionales o involuntarios del Ministerio Público y lo directo y confiable de los testimonios de los niños, la Primera Sala Colegiada Penal de Tlalnepantla revocó la sentencia condenatoria del Matute y regresó a la tesis del suicidio. El 5 de febrero de 2010 ordenó su “inmediata y absoluta libertad”.

Es extraño: antes, la sala otorgó valor probatorio a la declaración de los niños, al dictamen pericial en criminalística presentado por la familia de Nadia y descalificaron el dictamen en criminalística de Michel. La sentencia recayó en la misma sala colegiada, pero los magistrados cambiaron de opinión en sentido contrario: ahora se reconoce la versión técnica del suicidio y se discrimina la declaración de los niños, a los que se calificó de fantasiosos y aleccionados.

María Antonia debió convertirse en una penalista autodidacta. Comprendió el funcionamiento de la policía judicial: todo tenía un precio. Así fuera un cigarro que quisiera fumarse un agente, ella debía escarbar cada vez más profundo en su monedero para pagarlo.

Las experiencias con los abogados que contrató para atenuar las deficiencias de la representación social del Estado de México fueron otros centavos oxidados en la boca. El primero huyó con el adelanto exigido para iniciar la comparecencia en el Ministerio Público; ni una gota de saliva gastó el hombre. No duraban los abogados, iban una o dos veces al Ministerio Público y desaparecían: uno se esfumó con quince mil pesos, otro más con diez mil.

Todo lo cobraron los juristas. La defensa del Matute reclamó que los hijos de Nadia se carearan con su tío, el acosador de su madre. La fiscal no reparó en que el trámite se desahogara: a la agente del Ministerio Público simplemente le parecía justo y adecuado que los pequeños enfrentaran sin acompañamiento a quien entendían como el asesino de su madre, ni siquiera del área de atención a víctimas.

Costó que los niños estuvieran apoyados por un psicólogo en el careo con el Matute; el leguleyo exigió diez mil pesos para tramitar el amparo de cada infante. Un juez de distrito resolvió que los niños se podían carear con el acusado, pero con medidas de salvaguarda: ellos estuvieron en un lado y el Matute detrás de las rejas, los infantes no lo veían aunque sí lo escuchaban.

“Nos amparamos en contra de la resolución de la sala de liberar al Matute, pero nos negaron el amparo porque no me reconocieron personalidad jurídica. Según los magistrados yo no era una persona directamente afectada; ¿cómo no voy a ser la afectada directa si soy la madre de Nadia? Y ya no tuvimos nada que hacer legalmente con respecto del Matute.”

María Antonia se explica las contradicciones del Ministerio Público y los juzgados en el reparto que habría hecho la familia de Bernardo de los ciento treinta mil pesos obtenidos con la venta de su microbús.

* * *

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Los tres pequeños hijos que Nadia dejó. Foto: Eduardo Loza.

En octubre de 2010 la madre de Nadia interpuso una queja ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la instancia internacional que emitió la recomendación contra el Estado mexicano por el caso Campo Algodonero, como se nombró a una parte de la masacre de mujeres en Ciudad Juárez. Antonia comenta con zozobra que la Comisión Interamericana trabaja con un rezago mayor a los tres años.

Los abogados especializados en derechos humanos sostienen que el caso de Nadia cumple con todas las condiciones para ser tomado por el órgano americano: falta de justicia, pérdida de evidencia, descalificación de las autoridades responsables del levantamiento del cadáver.

“No es nada más que la autoridad pierda un lazo, que exista sangre y la ignore. Toda esta situación muestra con claridad el fondo misógino en el actuar de las autoridades, todas las negligencias y aspectos de la corrupción ejercida, porque ocurrieron ambas condiciones y terminan en la impunidad que sufrimos.

“Interpusimos denuncias en contra de los servidores públicos, de los peritos y de quien resulte responsable, el mayor de ellos quien dictaminó suicidio: no hace falta ser un experto para entender que esto es un homicidio. No hubo suspensión del cuerpo; Nadia tenía dos surcos completos en su cuello, uno con profundidad de 1.5 centímetros y el otro de medio centímetro. Había dos nudos en la soga, ¿quién se suicida haciendo eso? Y los distintos objetos que Nadia tenía en el cuello, un cable de luz y una agujeta, todo se extravió. De las lesiones en los dedos y en la boca se atreven a decir: ‘Bueno, es que todo eso fue anterior a su muerte, esas lesiones nada tuvieron que ver’. ¿Entonces sí hubo violencia, verdad? Y la tierra que tenía Nadia en sus uñas: ‘Era su forma de vivir, era sucia’.

“No nada más se pasan por el arco del triunfo las pruebas, sino que las utilizaron para descalificar a mi hija: ‘Era una mujer sucia’. ¿El reguero que había en la casa no eran huellas de lucha o de forcejeo? ‘Era su forma de vivir, era sucia la mujer, bajaba el colchón de la cama al piso para dormir allí, con su mugre’, es la verdad insana de las autoridades, de los funcionarios tan faltos de ética y conciencia.”

Antonia recuerda las dos campañas políticas que atestiguó de Peña Nieto, los coros eufóricos de las mujeres, el reparto de tinacos, grava, pintura, el obsequio de tarjetas bancarias cargadas con dinero. A pocas cuadras del asesinato, la actriz Angélica Rivera, esposa del aún gobernador del Estado de México, colocó la primera piedra de una casa asistencial.

–¿Usted buscó a Peña Nieto directamente, para que interviniera en el caso? –se le pregunta a Antonia.

–Sí, tenemos varios escritos, sellados por la Secretaría de Gobierno del Estado de México, para que por favor tomara cartas en el asunto. Expliqué a grandes rasgos toda la negligencia, la corrupción que se llevó a cabo en el levantamiento del cuerpo de Nadia, y [le pedí] que por favor hiciera algo –Antonia deja la mesa y regresa con un grueso expediente de documentos; sin dudar de la ubicación exacta de cada papel, muestra las cartas dirigidas al actual presidente de México.

–¿Usted se lo dijo a Peña Nieto?

–No.

–¿Pidió audiencia con el gobernador Peña Nieto?

–Pedí audiencia con Peña Nieto… como diez veces, ¡diez es poco!

–¿En Toluca?

–En Toluca, en la Secretaría de Gobierno. Nunca fui recibida.

–¿Quién es el funcionario de más alto nivel que aceptó recibirla?

–La secretaria de la oficina de Enrique Peña Nieto; me trataba con indiferencia, una gran indiferencia. Ahí iba yo con mi expediente, unas ochocientas hojas, para mostrarle las fotografías, para que realmente se percataran de que hubo negligencia tan sólo en recoger el cuerpo. Le decía: “Mire, quemaron toda la evidencia; mire, vea”. Se las enseñé, las vio. Aceptó verlas.

–¿Qué actitud tuvo cuando vio las fotografías de su hija?

–Al principio se indignó; cuando quedó claro que el problema era negligencia y corrupción y que yo había denunciado a servidores públicos, me dijo que hablaría con sus superiores y luego me daría respuesta. Nunca más me recibió.

–¿Cuándo fue la última vez que intentó hablar con el señor Peña Nieto?

–En 2010.

–¿Se trató de acercar usted a algún alto funcionario o a Peña Nieto en alguna gira de trabajo en Nicolás Romero?

–No, realmente no, porque siempre estuvo rodeado por Donato Zamora –el cacique priista emparentado con Bernardo por medio de una hermana suya; Zamora, para ampliar el contexto, fue acusado en 2012 de golpear él mismo a una mujer que se manifestaba en demanda de dotación de agua.

–En una entrevista que le hicieron a Peña Nieto, cuando le preguntan de qué falleció su esposa, no supo qué contestar –sigue María Antonia–. Es raro, ¿no?, cuando él era el esposo y debería estar totalmente dolido, interesado en saber exactamente qué le sucedió; es completamente raro, actuó como Bernardo. En vez de ponerse detrás de los abogados, que no los necesitaba, se puso detrás de políticos y periodistas.

* * *

María Antonia volvió a la carga y buscó al procurador Castillo: la mujer insistía en que el funcionario dedicara un comandante de tiempo completo para la detención de Bernardo. Castillo ofreció por respuesta la asignación de un policía dado de baja, a quien se le condicionó su reincorporación a cambio de la captura de Bernardo.

El policía trabajaba sin recursos y María Antonia no estaba dispuesta a continuar con el pago de gasolina, comidas y lo que fuera, a cambio de que los investigadores simplemente cumplieran con su trabajo. Ante el nuevo abandono, la mujer logró audiencia con Italy Ciani, entonces subprocuradora de Atención de Delitos Vinculados a la Violencia de Género.

La funcionaria escuchó y ordenó la aprehensión a otro comandante, quien alternaba otras varias asignaciones con la detención de Bernardo.

Tras el asesinato, el hombre huyó al estado de Hidalgo; hizo vida con una muchacha de dieciséis años con quien tuvo un hijo. Al poco tiempo sedujo a la hermana de trece años de su novia, robó el auto de los padres de las muchachas y huyó con la menor a casa de sus papás, en Cuautitlán Izcalli.

La niña apareció como un extraño personaje y la policía levantó la alerta cuando vio que en el lugar vivía una nueva persona. El comandante asignado tuvo la buena idea de apostar un fotógrafo de guardia. Bernardo no salía, pero un día se asomó por una ventana de la planta alta de la casa; la cámara disparó.

–¿Lo reconoce? –preguntó el comandante a María Antonia.

–Creo que es Bernardo… Sí, sí es Bernardo. Estoy segura.

La policía judicial requirió la orden de cateo. Los agentes entraron a la casa y buscaron sin éxito. No pudo haber salido. Volvieron y voltearon colchones, movieron las camas, se asomaron adentro de la cisterna: nada. Ya de salida, el comandante se detuvo en el quicio de la puerta.

–Sí está, sí está –y corrió escaleras arriba como a un sabueso cuando lo arrastra su nariz.

Entró a la recámara, todo estaba quieto: se acercó a un buró con una zapatera colocada arriba. Pensó en algún documento que lo llevara a Bernardo. Intentó abrir la puerta, pero la encontró atorada; introdujo un dedo por la rendija y lo sacó como si hubiera sentido una descarga eléctrica. Volvió a meter el dedo y nuevamente sintió algo blando y tibio. Piel. Tiró con fuerza de la puerta y encontró a Bernardo de cuclillas, sudoroso de calor y de miedo.

Cayó el 14 de junio de 2012, ocho años con cinco meses después de la muerte de Nadia, y siete años con cinco meses luego de girada la orden de aprehensión. Bernardo quedó preso en la cárcel de Cuautitlán, María Antonia lo vio nuevamente durante el desahogo de una audiencia.

“Me retaba con la mirada. Dijo: ‘Voy a salir’.”

El hombre ofreció como prueba principal de su defensa lo que resulte del careo con sus propios hijos, de cuya descalificación depende en buena parte su libertad.

Bernardo apeló el inicio del proceso y el estudio del asunto recayó en la Primera Sala Colegiada de Tlalnepantla, el mismo cuerpo de magistrados que cambió de opinión y liberó al Matute. María Antonia acudió al Consejo de la Judicatura, mostró la denuncia interpuesta contra los juzgadores y solicitó su excusa por la imposibilidad de que su criterio fuera imparcial.

La mujer acertó y el auto de formal prisión fue ratificado; Bernardo está preso, pero no condenado. Como parte del proceso, se requirió la existencia de antecedentes penales. Resultó que el historial de Bernardo estaba blanco a pesar del estupro cometido contra la niña de trece años originaria de Hidalgo, donde el hombre se escondió un tiempo.

La madre de la menor interpuso la denuncia correspondiente en Hidalgo, pero no procedió pues las mujeres fueron empujadas por el agente del Ministerio Público para que otorgaran el perdón. Hidalgo, el estado que han gobernado el actual procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, es un lugar donde las relaciones entre un adulto y una niña no tienen consecuencias si esta, por las razones que sean, “perdona” al ofensor. “Ella se fue por su propia voluntad”, regañó el agente del Ministerio Público.

La madre de la muchacha persistió y denunció a Bernardo por la violación y el secuestro de su hija en el Estado de México. La autoridad abrió una carpeta de investigación en Cuautitlán Izcalli, pero cuando el documento fue requerido, este había desaparecido. María Antonia logró plantear el tema del documento extraviado, que finalmente fue encontrado en Ecatepec sin que exista razón alguna basada en la honestidad o la eficiencia que lo explique. Con todo, el hallazgo del documento no ha significado motivo para que la justicia mexiquense inicie proceso por tales delitos.

Hasta fines de junio de 2013, Bernardo continuaba su proceso por el homicidio. María Antonia vive preocupada. El abogado de la defensa plantea su alegato en la exoneración del Matute. Es simple: si sólo se tiene un peritaje que, pese a los errores de todo tipo, mantiene la tesis del suicidio y se liberó a uno de los hermanos, ¿por qué sería distinto con el otro?

En resumen, Bernardo puede salir libre.

ARRODILLADAS II

Foto: Eduardo Loza.
Las autoridades del Edomex hace meses que no mueven una hoja del expendiente de Nadia. Foto: Eduardo Loza.

En enero de 2009, la familia de Nadia inició una acción legal contra los Magistrados Alfonso Velázquez Estrada, Gloria Guadalupe Acevedo Esquivel y  Rodolfo Antonio Becerra Mendoza, entonces adscritos a la Primera Sala Penal en Tlalnepantla por  “dictar un auto o resolución manifiestamente contrario a las constancias de autos” en la sentencia por la que Isidro López Gutiérrez obtuvo su libertad.

También en 2009, los abogados de María Antonia emprendieron una acusación penal contra los entonces funcionarios ministeriales Emmanuel Vilchis Sandoval, Armando Lozano Coronel, Michel Aceff Sánchez, Jorge Riego Vázquez y José Escárcega Hernández, por las irregularidades y posibles delitos cometidos en el marco de la investigación del homicidio de Nadia.

Las averiguaciones previas iniciadas contra los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México y funcionarios de la Procuraduría estatal son seguidas en la Fiscalía Especial para Combatir Delitos Cometidos por Servidores Públicos de la misma Procuraduría mexiquense. Desde hace meses, ni siquiera una coma se ha añadido al legajo.

Carlos y Pepe han mejorado tras años en terapia psicológica y meses de medicamento psiquiátrico. Los niños de Nadia son ahora los hijos de Antonia.

“Fer tiene el carácter de Nadia. Ya la estoy viendo, será muy parecida de carácter a su mamá, tiene su sonrisa, su forma escandalosa de ser. Con ella es como regresar un poco el tiempo. Pienso que quisiera volver al día en que Nadia salió de la secundaria; estábamos muy contentos, era el momento ideal para apoyarla más, en la escuela, en el estudio, dejarla ser, conocer. Se embarcó con el primer tipo que vio.”

La mujer contiene el llanto cuando habla de su hija, traga saliva y riega en la sala de su casa las fotografías de su niña arrodillada, muerta. Se hizo vehemente lectora de libros de criminalística, derecho penal y derecho administrativo.

María Antonia no descansa. “Mi hija tampoco”. Tras la liberación del Matute, reconcentró energía. Regresó a la Cámara de Diputados, a las organizaciones sociales de protección a la mujer, a los ministerios públicos.

“Estoy más enojada con las autoridades que con los asesinos de mi hija”, dice sin gesto, sin cambiar la modulación de su voz suave y baja. “El trato hacia mi hija y mi familia ha sido de absoluta indiferencia. Es una vergüenza, las autoridades utilizan a las mujeres para el voto, pero para proporcionarles justicia y apoyos… Eso realmente es una mentira, una gran mentira. Hablan de oportunidades, ¿las oportunidades para quién son? Para gente cercana a ellos, no para la gente que lo necesita.”

–Si usted sabe que su hija no se suicidó, ¿por qué necesita probarlo?

–Es la necesidad moral de reivindicar el nombre de Nadia. Mi hija fue mucho muy descalificada: lo sabemos nosotros, los hijos de Nadia lo saben, ellos vieron todo, pero lo queremos probar públicamente y [hacer] que ofrezcan una disculpa pública. No es suficiente, pero al menos sana un poco la indignación.

En el mismo ejido en que murió Nadia ya han arrojado los cadáveres de otras dos muchachas.

“Sabemos que como gobernador del Estado de México negó la problemática: imagínese ahora como presidente de la República, con el poder absoluto, ¿qué va a pasar? Una total impunidad, carpetazo. ¿Qué es lo fácil? Los suicidios, para no investigar o por corrupción, negligencia o por lo que quiera usted.

“Lo común es la negligencia de las autoridades. Cuando se llega al Ministerio Público a denunciar violencia, las autoridades lo minimizan; ¿qué dicen los agentes del Ministerio Público? ‘Ya vete a tu casa, ve a hacerle de comer, lávale la ropa, arregla tu casa en vez de investigar.’ Cuando Nadia interpuso la denuncia por privación ilegal de la libertad, que es un delito grave, no hicieron nada. Si lo hubieran hecho, Nadia no habría muerto.”

Antonia muestra la casa pintada de verde donde murió Nadia, en el llano de polvo y cemento. En un pequeño prado al frente aún existe un árbol sembrado por ella, al lado está el aljibe en que quisieron ahogarla.

“Un día me sentía muy triste, no sabía por qué. Hice álbumes de fotos de todos: el de Nadia desde que yo estaba embarazada, cuando era bebecita, de toda la historia de su vida, y se lo di porque yo pensaba que me iba a morir. Le dije: ‘Si me muero, me incineran, te llevas algo de mis cenizas y las vacías en el durazno; desde ahí te voy a cuidar’. Lo tomó a broma. Y cómo son las cosas: era Nadia. Se supone que los hijos te deben enterrar a ti”. Se quiebra, pero se contiene.

Enfrente, abandonada y rayada, está “la casita de palo” adonde corrieron sus nietos, la nena desnuda, a pedir un cerillo a su vecina, que al poco tiempo dejó el lugar.

La madre no deja de ir al panteón civil en que está enterrada su hija. Cada 10 de mayo sube por las laderas de cruces desde las que se ve la ciudad inmersa en su permanente neblina café; debajo todo es color cemento. Lleva a los niños de Nadia: alguno toma un cerillo y prende una nueva veladora. Frente a la tumba, Fernanda repite el baile que hiciera por la mañana en el festejo del Día de la Madre. Los jóvenes Carlos y Pepe acarician el cemento gris que representa a su mamá.

“Sin justicia”, suelta Antonia, “siento que a mi hija no la dejan de asesinar; que sigue ahí en el baño, arrodillada”.

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