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Ricardo Ravelo

30/06/2017 - 1:02 am

Narco: La atrofia del poder              

En Coahuila y Durango está igual o peor: los cárteles de Juárez, Zetas y Sinaloa se disputan ese territorio, una de las llamadas joyas de la corona del narcotráfico, enclave del Triángulo Dorado, donde el capo Arturo González Hernández, El Chaky, regresó por sus fueros ahora bajo las órdenes de Ismael Zambada García, El Mayo.

A esta red de cárteles se suma la policía, el brazo armado del crimen organizado que los ciudadanos pagamos con nuestros impuestos y que debido a la corrupción no responden a la necesidades de seguridad que reclama la sociedad. Foto: Cuartoscuro.

La violencia campea por todas partes y el Gobierno Federal está paralizado ante la ola criminal que azota al país: en Sinaloa, por ejemplo, la disputa entre los hijos y socios de Joaquín Guzmán Loera ha desatado matanzas y secuestros. Las autoridades, coludidas en su mayoría con el negocio de las drogas, parecen meros espectadores de esta carnicería humana en la que se ha convertido esa entidad.

En Coahuila y Durango está igual o peor: los cárteles de Juárez, Zetas y Sinaloa se disputan ese territorio, una de las llamadas joyas de la corona del narcotráfico, enclave del Triángulo Dorado, donde el capo Arturo González Hernández, El Chaky, regresó por sus fueros ahora bajo las órdenes de Ismael Zambada García, El Mayo.

González Hernández fue gatillero de  Vicente Carrillo Fuentes, El Viceroy, hermano de Amado Carrillo, quien fue detenido hace tres años en La Laguna. Pero no por ello su poder ha mermado. Ahora El Chaky controla el negocio de la droga del lado de Durango y se asegura que por ser un solo grupo el que manda en ese territorio la violencia se ha reducido considerablemente. Lo cierto es que las autoridades son parte del crimen organizado.

Del lado de Coahuila impera otra realidad, dolorosa hasta el límite: ahí la guerra entre Los Zetas y el cártel de Sinaloa protagonizan matanzas todos los días, ejecuciones abiertas y sin piedad se suscitan a diario y las policías locales ni las manos meten, pues están vinculadas con el narcotráfico o de plano no tienen capacidad de reacción y es por ello prefieren no meterse. Huyen ante la violencia o bien son los que la atizan como una forma de ejercer control entre la sociedad.

Guerrero es el estado que hoy enfrenta una mayor violencia criminal. Hay muchas razones que lo explican. Primero se debe señalar que el gobierno ha estado infiltrado por el crimen organizado desde hace muchas décadas. La gota que derramó el vaso fue el secuestro y probable muerte de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, un caso sin aclararse hasta la fecha, ocurrido en el gobierno de Ángel Aguirre, el exgobernador que durante su gestión permitió la expansión del crimen organizado.

Organizaciones criminales como  Los Rojos, Guerreros Unidos, el cártel de Acapulco, Los Ardillos, entre otros, se extendieron a lo largo y ancho del estado. El gobierno federal, a través de sus órganos de inteligencia, tiene detectadas más de trescientas organizaciones criminales en esa entidad y la mayoría están representadas por familias ligadas a la clase política.

Lo que llama la atención de Guerrero –fenómeno que se repite en todo el país –es que las operaciones de las células criminales están relacionadas con alcaldes, exalcaldes, síndicos, regidores, agentes municipales y policías de todos los pelajes, quienes han desarrollado un amplio portafolios de actividades delictivas: tráfico de drogas de todo tipo, secuestros, extorsiones, tráfico humano, trata de personas, cobros de piso a cárteles foráneos, por citar solo algunos de sus negocios.

A esta red de cárteles se suma la policía, el brazo armado del crimen organizado que los ciudadanos pagamos con nuestros impuestos y que debido a la corrupción no responden a la necesidades de seguridad que reclama la sociedad.

Este fenómeno visto en guerrero como una película de terror también se observa en Michoacán y Veracruz, dos estados donde el crimen organizado ya controla a las estructuras políticas y policiacas.

En Veracruz, por ejemplo, se afincó un nuevo cártel tras el arribo al poder de Miguel Ángel Yunes Linares. Antes operaban Los Zetas y eran los dueños y señores en el estado, con vínculos muy evidentes con los distintos gobiernos estatales. Hacia finales de los noventa y principios del nuevo siglo fue el cártel de Sinaloa la organización que operó en Veracruz y recibía protección del gobierno estatal a través de sus funcionarios públicos.

En los expedientes que se integraron en contra de Osiel Cárdenas Guillén, otrora jefe del cártel del Golfo, se ponen en evidencia que Veracruz fue un enclave importante para las operaciones de narcotráfico. Aunque pertenecían a diversos bandos, entre Osiel y Albino Quintero había excelentes líneas de entendimiento.

Ambos capos movían cuantiosos cargamentos de droga desde Guatemala y vía Chiapas para cruzar por Tabasco y Veracruz antes de llegar a Tamaulipas y los Estados Unidos.

En Veracruz gran parte de los movimientos de droga, armas y dinero pasan por la zona portuaria, donde altos funcionarios de la llamada Agencia Portuaria Integral –API –cobijan el trasiego de droga ya por amenazas o por colusión voluntaria.

En Coatzacoalcos, por ejemplo, el cártel del Golfo tiene un centro de operaciones muy importante que opera desde principios de los años noventa al amparo de las autoridades federales, estatales y municipales. Esa organización capturó a la policía local y la puso a su servicio en el secuestro de rivales, custodia de casas de seguridad y también para controlar el tráfico de estupefacientes. También ejercen el oficio de matar.

En el puerto de Veracruz la rivalidad ahora está centrada entre los cárteles del Golfo, Zetas y el Cártel de Jalisco Nueva Generación, éste último encabezado por Nemesio Oceguera, El Mencho, quien es uno de los capos que más ha crecido en los últimos siete años,  pues controla una decena entidades federativas las cuales ha conquistado con base en su capacidad de fuego y de corrupción.

El resto de las organizaciones criminales, siguen en Jauja a pesar de sus bajas. Es el caso del cártel de Juárez, ahora operado por los hijos de Amado Carrillo; el cártel de Tijuana no ha muerto y es operado por Enedina Arellano Félix, hermana de Ramón y Benjamín Arellano, de infausta memoria, quienes edificaron a ese cártel en los años ochenta.

Enedina Arellano es la única mujer que encabeza un cártel. Cuando sus hermanos eran los jefes de la organización ella se dedicaba al blanqueo de capitales a través de sus empresas. Ahora es la cabeza de esa empresa criminal, la cual cobró fama en los años noventa por la saña que desató en Baja California al ejercer la violencia, por sus vínculos con los cárteles de Cali y Medellín, así como por corromper a toda las policías para ponerlas a su servicio.

Ahí siguen intocados los cárteles del Golfo, Zetas, La Familia Michoacana, Los Valencia, la familia Díaz Parada (operan el tráfico de mariguana en Oaxaca), así como la célula Beltrán Leyva, ahora ligada con grupos criminales de Guerrero, entre otros. Todos se mantienen gracias a la corrupción.

Ese cáncer –la corrupción policiaca –es uno de los problemas más graves y profundos que enfrenta el país. De acuerdo con datos oficiales, el 85 por ciento de las corporaciones policiacas operan para el crimen organizado. De igual forma los presidentes municipales, en su mayoría financiados por el crimen, están relacionados con actividades de lavado de dinero. En muchos casos las autoridades no tiene otra alternativa para sobrevivir políticamente más que ligándose a la criminalidad. Y hasta pareciera que hacen efectiva aquella máxima de que “si no puedes con el enemigo, únete”.

Cuando un candidato a un puesto de elección popular pacta con el crimen, la sociedad está condenada a padecer violencia de alto impacto. El narcotráfico paga las campañas y la compra de votos para que su aliado gane la elección. Ya en el poder, le exigen la obra pública para planearla con base en sus intereses criminales. También piden que la policía esté a su servicio para operar el tráfico de drogas y de igual forma exigen cuotas mensuales a las autoridades. En resumen, se adueñan del poder político y de la sociedad en su conjunto. Esto es muy claro en Morelos, donde la mitad de los Ayuntamientos están penetrados por el crimen organizado.

Pero así está el escenario en todo el país, por desgracia.

Es por ello que se afirma que México es un verdadero paraíso para la delincuencia organizada: gana mucho y arriesga casi nada. Tiene el control del Estado a través de la penetración de sus instituciones. Opera con el respaldo de las policías y en muchos casos hasta marinos y soldados están en sus nóminas.

Son dueños del territorio, de las decisiones políticas en grandes e importantes regiones. Tienen amplia capacidad para corromper y también poder para ejercer la violencia si es necesario. Este es el llamado narcopoder, un Estado dentro del Estado que se sigue adueñando de la riqueza del país, pues ya controla actividades como la minería, el turismo y en el norte y sur del país están metidos en las actividades petroleras.

Negocios como el robo de combustibles también es operado por el crimen organizado que se infiltró a Petróleos Mexicanos desde hace dos décadas y estos grupos criminales son propietarios de municipios completos donde la autoridad municipal no significa nada, ya que están bajo las órdenes de los amos del crimen.

Sin duda México es un Estado fallido como muchos otros países de África, donde la ley del crimen organizado es la que se impone y lo controla todo.

Ante esta realidad tan apabullante, el gobierno de Enrique Peña Nieto se muestra débil, casi paralizado y atrofiado. Esta parálisis es el más claro ejemplo de cómo los presidentes de los países controlados por el crimen pasan a ser verdaderas figuras decorativas y, al mismo tiempo, son utilizados como empleados, cual gerente de grupos criminales.

Esto explica también el nivel de violencia que vive el país, el asesinato de periodistas y de activistas sociales. Cuando un Estado está penetrado por el crimen, o mejor dicho: cuando el crimen gobierna un país se acaba con todo intento de alcanzar la democracia. Se roban las elecciones y se acallan las voces críticas con balas porque el narcopoder no sabe responder de otra manera más que con violencia e impunidad.

Pobre México y pobre de nosotros como sociedad.

Ricardo Ravelo
Ricardo Ravelo Galó es periodista desde hace 30 años y se ha especializado en temas relacionados con el crimen organizado y la seguridad nacional. Fue premio nacional de periodismo en 2008 por sus reportajes sobre narcotráfico en el semanario Proceso, donde cubrió la fuente policiaca durante quince años. En 2013 recibió el premio Rodolfo Walsh durante la Semana Negra de Guijón, España, por su libro de no ficción Narcomex. Es autor, entre otros libros, de Los Narcoabogados, Osiel: vida y tragedia de un capo, Los Zetas: la franquicia criminal y En manos del narco.

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