Microhistorias: La ciudad de México en manos de la revolución

21/11/2015 - 12:01 am

En el aniversario 105 del inicio de la Revolución mexicana, el historiador Alejandro Rosas hace un recuento de cómo lo vivió la capital del país en los años de 1914 y 1915

Por Alejandro Rosas

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Ciudad de México, 21 de noviembre (SinEmbargo/WikiMéxico).- ¡Venganza y castigo! parecía ser el fin que perseguían las fuerzas constitucionalistas que avanzaban hacia la ciudad de México en junio de 1914. No se conformaban con derrrocar a Huerta y colgarlo de un ahuehuete de Chapultepec si se presentaba la oportunidad; había otra villana, cuyos pecados no eran de acción sino de omisión: la veleodiosa ciudad de México.

Durante la ofensiva final hacia el centro del país, Carranza, Obregón y algunos otros militares, lanzaron amenazas contra la Ciudad de México y sus habitantes. El 4 de junio de 1914, Obregón publicó un manifiesto que decía: “¡Paso al Ejército Constitucionalista! […] A dónde van nuestros victoriosos clamores? A la tristemente célebre Ciudad de México, adonde muy pronto llegaremos triunfantes, para hacer sentir al asesino el peso de sus crímenes, con el elocuente mensaje de nuestros cañones”.

Algunas semanas después, tras la renuncia de Huerta -15 de julio-, cuando los constitucionalistas se preparaban a ocupar la ciudad de México, Carranza expresó: “Todo el país está hecho pedazos y sus pobres habitantes han sufrido lo indecible con la revuelta, sólo la Ciudad de México nada ha perdido, y sin embargo, es siempre cuna de todos los cuartelazos y todas las revoluciones; justo es que pague esta vez sus faltas y la vamos a castigar duramente, igual que a todos los que ayudaron a Huerta…”

Para los caudillos norteños, los habitantes de la ciudad de México se habían comportado cobardemente al mirar impasibles la caída y asesinato de Madero y Pino Suárez. Pero además, existía un sentimiento de rechazo hacia la capital, hacia la centralización que habían padecido durante décadas, por eso los revolucionarios buscaban desagraviar a la nación entera, castigando a la ciudad capital.

Al sobrevenir las ocupaciones revolucionarias de 1914 y 1915, la ciudad de México tenía que responder por dos cargos: el asesinato de Madero y la excesiva centralización que definitivamente había trastocado la vida política de los norteños.

Sin embargo, la realidad dejó atrás a la retórica revolucionaria: Carranza y Obregón trataron con benevolencia a la Ciudad de México. La firma de los tratados de Teoloyucan   -13 de agosto de 1914- permitió la ocupación pacífica de la capital y por primera vez Obregón paladeó el reconocimiento público, alcanzando un instante de gloria en una metrópoli que generalmente se avenía con el triunfador. El invicto general aceptó el reconocimiento público, después de todo, la Ciudad de México representaba el centro de gravedad del poder.

En sus memorias tituladas Ocho mil kilómetros en campaña, Obregón se refirió a su entrada el 15 de agosto de 1914: “El entusiasmo demostrado por las clases populares a nuestra llegada a la capital, alcanzó su máximo, habiendo tenido nuestra columna que emplear más de tres horas en desfilar desde el Monumento a la Independencia hasta el Palacio Nacional, frente a la Plaza de la Constitución que es una distancia de tres kilómetros aproximadamente, debido a la aglomeración de gente que entorpecía completamente nuestra marcha”.

En su fría descripción, Obregón no comentó que el clamor popular lo sedujo para salir al balcón a dirigir unas palabras a la gente que se aglutinaba frente al viejo palacio de los virreyes. El general sonorense recomendó al pueblo mexicano gran cordura y lo invitó a colaborar con la revolución a establecer en nuestra patria un gobierno perfectamente constituido”.

El único reproche público que Obregón hizo a los habitantes de la Ciudad de México fue el 17 de agosto. El general acudió al Panteón Francés a rendirle honores a Madero. Fue su primer discurso formal y en él lanzó la primera piedra al reconocer en una mujer, el valor que le faltó a todos los hombres de la ciudad capital. Esa mujer había rechazado públicamente el cuartelazo de Huerta.

“Pero reconociendo el valor donde éste exista –expresó Obregón-, entrego esta arma a esta valerosa mujer (la señorita María Arias), una arma que me ha servido para defender la causa del pueblo y que aquí en México sólo puede ser confiada a la mano de las mujeres”.

La entrada de Carranza a la capital el 20 de agosto, cambió la situación radicalmente. Finalmente, el Primer Jefe de la Revolución era él y no Obregón y de acuerdo con su Plan de Guadalupe le correspondía ocupar la presidencia al menos temporalmente.

“Nada bueno trajo para los habitantes de la Ciudad de México dicha situación. Surgieron de inmediato fricciones entre los revolucionarios y los civiles, a quienes los primeros calificaban despectivamente […] por no haber tenido los tamaños suficientes para haber empuñado un arma y haberse lanzado a la bola”.

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Carranza decidió castigar a la capital del país de una manera muy singular, permitiendo que sus hombres se apropiaran de las casas de los principales enemigos de la revolución. Obregón se alojó en la mansión de doña Lorenza Braniff, en el Paseo de la Reforma; el general Pablo González lo hizo en la de Ignacio de la Torre, yerno de Porfirio Díaz; el general Lucio Blanco ocupó la “casa de los héroes”, así llamada la mansión de la familia Casasús.

“Había sido costumbre de la mayoría de los jefes constitucionalistas, a guisa de represalias, ocupar como cuarteles generales, las mejores residencias de los acaudalados provincianos a los que se consideraban enemigos de la Revolución […] por qué iba a hacerse una excepción con los políticos aristócratas de la Ciudad de México, los que más habían ayudado o fomentado, o por lo menos, aplaudido al asesino del presidente Madero”.

Las casas fueron saqueadas, las cavas rápidamente consumidas, las bibliotecas desmembradas, los muebles robados. Para los habitantes de la Ciudad de México, difícil era creer que ese grupo de hombres pudiera restablecer el orden constitucional si sólo se sometían al mandato de sus ambiciones y su personal concepto de justicia. Lo que para los propios constitucionalistas parecía legítimo y justo, para algunos intelectuales de la época, también revolucionarios, era tan sólo vandalismo y latrocinio. El primer jefe no robaba pero dejaba que sus hombres se entregaran al saqueo:

“De Carranza, la voz del pueblo hizo carrancear, y a carrancear y robar los convirtió en sinónimos –escribió Martín Luis Guzmán-. En el carrancismo, a no dudarlo, obraba el imperativo profundo del robo, pero del robo universal y trascendente, del robo que era, por una parte, medio rápido e impune de apropiarse de las cosas, y por la otra, deporte favorito, travesura risueña, juego, y además, arma para herir en lo más hondo a los enemigos, o a quienes se suponía enemigos, y a sus parientes y amigos próximos. El carrancismo fue un intento de exterminio de los contrarios impulsado por resortes cleptomaníacos”.

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José Vasconcelos también dejó testimonio de aquellos críticos días que sufrió la Ciudad de México a manos de los “consusuñalistas” como empezaron a llamar a los constitucionalistas. Era un hecho que la Ciudad de México sufría del embate del vandalismo revolucionario.

“No sólo humillación sufrió la capital –escribó Vasconcelos-; también, como todas las otras ciudades del país, estuvo sometida al saqueo. Todas las casas ricas fueron ocupadas por los militares […] al capricho de cada cual y de acuerdo con denuncias sin comprobar, o sólo porque atraían la codicia de cualquier coronel. Todo se perdió por la apatía y la cobardía de Carranza. Pues hubiera sido mejor un decreto de confiscaciones, francamente ejecutadas, que la tolerancia culpable con que se permitió la prolongada sustracción de toda clase de objetos que, vendidos a vil precio, acabaron por caer en las manos del coleccionista extranjero. Así se explica que no sólo cuadros de familia, sino retablos de viejas iglesias, fueron a parar enteros a las casas de los ricos de Norteamérica”.

Por primera vez en su historia, la Ciudad de México no era respetada, porque a juicio de los revolucionarios, ésta no había tenido la dignidad suficiente para enfrentarse al usurpador y eso, la condenaba.

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