“Síndrome de la Faldita a Cuadros”

01/03/2013 - 12:00 am

Si usted es uno de esos tipos que al ver a una colegiala en uniforme siente que los latidos aceleran su ritmo hasta el umbral del infarto, los pelos se le paran de punta, las mariposas que moran en el bajo vientre se alocan. Siente y sucede que por las manos le corren chorros de sudor y que de repente le reducen drásticamente el suministro de aire, como si no hubiera pagado el recibo, debo decirle que usted está seriamente afectado por el bien llamado “Síndrome de la Faldita a Cuadros” (SIFACU).

Descubierto en los inicios de los setenta por los doctores René Jiménez y Arturo Santamaría, el mencionado síndrome tiene la ferrea característica de aparecer, en la mayoría de los casos, en personas del sexo masculino (siempre y cuando cumplan cabalmente con las exigencias del caso) que ya han rebasado la barrera de los treinta años.

– En sus primeras manifestaciones –nos instruye el doctor Santamaría– el síndrome aparenta ser una reconciliación con la vida, un retorno a la añorada adolescencia. Un deslumbramiento al descubrir que el amor estaba en lo que odiábamos. En ésta etapa, el paciente, lejos de aceptar que hay algo anormal en su organismo (la negación), se deja llevar por sus impulsos y permite que el síndrome se enquiste hasta obligarlo a frecuentar fuentes de sodas, clubes de billar para jovencitas, salidas de colegios y bancas de plazuela frente a las que pasan, como en buffet, las falditas a cuadros. Al llegar a este punto, el cuadro que presenta el paciente es patético: sufre frustraciones que confunde con depresiones y, lo que es peor, empieza a desarrollar una especie de rabo verde que él no se ve.

– No obstante que hemos realizado importantes avances en nuestras investigaciones en cuanto a la naturaleza del SIFACU –interviene el doctor Jiménez, reintentado con un fósforo que de su pipa salga humo, fastidiado, la deja en el cenicero de su escritorio– aún no conseguimos una cura digamos efectiva del mal. Cierto que hemos experimentado con remedios crueles y peligrosos, la epístola de Melchor Ocampo (que nunca quiso aplicársela, como sutil autocrítica), por ejemplo, pero esto sólo lo ha contenido durante unos años (hay casos más graves que sólo han sido meses y los que están en estado terminal, ni siquiera días) para después aparecer con mayor vigor. El SIFACU, según hemos determinado el doctor Santamaría y su servidor es, por el momento, incurable –remata dramáticamente el doctor Jiménez, y vuelve a la lucha por ponerle fuego a la pipa–.

Sin embargo, y gracias al enorme interés que nos jactamos tener por nuestros lectores, sobre todo aquellos que están aquejados por el terrible síndrome, hemos vaciado bibliotecas y pagado sumas estratosféricas de Internet hasta dar con un ilustrativo artículo aparecido en una revista portuguesa que encontramos en el revistero de Chema, nuestro peluquero (en honor a la verdad, la revista nos llegó en el cartón de material bibliográfico que mes a mes nos envía nuestro librero de Nueva York, pero confesarlo nos pareció harta presunción). Firmado por los investigadores Ismael E. Guerrero y Max Visaiz H., el artículo, en su parte culminante, dice:

Si usted siente que ya nada puede hacer contra el “Síndrome de la Faldita a Cuadros” (SIFACU) y que su fin está próximo, lo primero que tiene que hacer es dejar a un lado su angustia y la inhibición. Desconecte de su ser todos los cables de la moral (es imprescindible) y, con dinero en la bolsa (necesarísimo), espere en una esquina o donde se le ocurra, a la más apetecible de las falditas a cuadros de la ciudad. Abórdela, dígale que usted es organizador de concursos de belleza que ofrecen premios de hasta un millón de dólares y entradas gratis al cine durante todo un año y que, además de invitarla a participar, ocupa comprarle un vestido de noche para una sesión de fotografías. Si bien es cierto que la faldita a cuadros no se arrojará de inmediato a sus brazos, el que esto ocurra no demorará mucho tiempo, ni consumirá gran paciencia.

Ya que la tenga en su poder –prosigue el texto de Ismael y Visaiz–, llévela a su casa, a su departamento, a un hotel, o a donde usted pueda tener intimidad y deposítela cuidadosamente en la cama, el catre, la hamaca o el suelo y proceda a desvestirse. Ya desnudo, la toma cuidadosamente entre sus manos (recuerde que es tierna y delicada; la rudeza no debe aparecer en los primeros escarceos), si se le ocurren algunas, dígale palabras bonitas, lo mucho que ha esperado por ella, por ejemplo. Acaríciela sin desbocarse y vaya colocándola a modo para metérsela. Por supuesto, y aquí interviene el problema de que usted ya no es un jovencito y que su cuerpo ha cambiado, en tanto que ella es estrecha, batallará para hacerlo, pero no se desanime, métasela aunque le parezca demasiado difícil, aunque tenga que romperla, desgarrarla… Al final verá usted que el esfuerzo tuvo su recompensa, que todo ese sudor que transpiró tuvo su premio, que esa faldita a cuadros que tuvo que romper por culpa de esas llantitas en la cintura que algún día se propondrá eliminar le va muy bien. Eso sí, ni piense en afeitarse las piernas porque eso es de plano perversión.

Hasta aquí el artículo de Ismael y Visaiz que, a pesar de ser bastante ilustrativo, carece de lo medular, de un consejo para saber qué hacer en caso de que la jovencita portadora de la faldita a cuadros se le ocurra denunciar a la policía o a los periódicos que un maniático con nuestra media filiación le robó la falda de su uniforme escolar mientras ella se medía un vestido de noche.

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