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María Rivera

01/06/2022 - 12:03 am

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“El arte no existe para dictar buenas maneras, ni para curar heridas, ni para ser correcto. Cuando esto sucede, se convierte en propaganda, impulsada por buenos motivos si se quiere, pero propaganda”.

Alejandra Fraustro, Secretaria de Cultura federal. Foto: Daniel Augusto, Cuartoscuro

Llegar a más de la mitad de la vida, a menos claro, que vaya una a llegar a los 100 años. Probablemente ya estemos, los nacidos en los setenta, con mucho más de la mitad del camino recorrido. Ahora, pues más, porque la esperanza de vida se ha reducido en México cuatro años. Aún no sabemos, realmente, las consecuencias que el covid persistente tenga en la vida de los mexicanos y en las próximas décadas lo averiguaremos, sin duda. Sabremos si este padecimiento acortará la esperanza de vida o no. Lo que sí sabemos es que cumplir cincuenta años marca una diferencia: caen de golpe los años o la conciencia de los años vividos o peor aún la consciencia de los años aún no vividos. De pronto, se ven muy cortos, y hasta amenazantes. Si cuando cumplimos treinta la vida lucía como un larguísimo camino, a partir de los cincuenta comienza a parecernos que tiene una meta de llegada. Sí, la crisis de la edad madura aparece, radiante, en el horizonte ¿quién soy? o peor aún ¿qué he hecho hasta ahora?

A mí, la verdad, querido lector, siempre me ha parecido que la vida no tiene mucho sentido por sí misma, salvo vivirla. Nunca comulgué con la idea de que alguna institución, como la familia, la iglesia, el Estado, le da sentido a nuestra vida, y el trabajo, concebido exclusivamente como un método de subsistencia, tampoco. O peor aún, el trabajo concebido como un método de opresión de unos cuantos sobre muchos otros, convertidos en engranes de una máquina ciega productora de dinero, destinados a ser tuercas y balatas desechables. Esa consciencia, nacida en mi adolescencia, no me ha abandonado, y puedo ver, gozosamente, y muchas veces, la mejor crítica a la explotación que hizo Chaplin en Tiempos modernos. Ahora que lo pienso, escribo, querido lector, recuerdo muchas películas fantásticas vistas en las muestras de cine, que ocupan un lugar privilegiado en mi memoria, si hablamos de la consciencia del sentido.

El arte y la cultura son actividades que aportan un sosiego a la vida, ciertamente la transforman en un espacio habitable, fuera de la vorágine consumista o productiva que nos vuelve rígidos, nos envejece prematuramente. También nos aleja de algunas estupideces y banalidades en las que solemos ahogarnos, una vez que las instituciones toman el control de nuestra vida e identidad, con sus obligaciones como grilletes. Leer, apreciar una obra de arte, escuchar un concierto, nos otorga una experiencia distinta de la que nos otorgan otras actividades que no requieren prestar atención, ni requieren intimidad con uno mismo. Contrario a lo que se cree, no son actividades solitarias, sino repletas de presencias, experiencias sensibles, profundas y elaboradas, de otros. La cultura abre las puertas del sentido y no requiere pasaportes de identidad, de clase o de raza. Por eso, es importante que la cultura sea accesible a todos, esté subsidiada por el Estado, incluso aunque el mercado intervenga en ella. El arte y la cultura no deberían estar restringidas a unos cuantos privilegiados capaces de consumirla o producirla, o restringida a comunidades cerradas. La política cultural del Gobierno actual está lejos de concebir a las producciones artísticas y culturales como entes vivos, dignos de ser socializados entre la población. Ofrecer talleres a niños es una parte, muy básica, del fomento a las artes, pero está muy lejos de ser una política nacional de arte y cultura como la que México requiere. Pienso, por ejemplo, en la poesía mexicana. Acaba de morir, hace unos días, el poeta Eduardo Lizalde, uno de nuestros poetas mayores. Lo que entristece, además de su partida, es que su obra no sea conocida masivamente, esté restringida a un pequeño grupo de conocedores. Existe una enorme y rica tradición literaria que no sale de sus nichos, habla para muy pocos o para nadie, dándole prestigio a instituciones culturales, pero nada más. Y también, un aparato cultural usado para hacer propaganda ideológica, o llana demagogia, incapaz de ofrecer a los mexicanos ese enorme bagaje artístico que ha sido patrocinado por el Estado durante décadas para terminar en bodegas, reales o simbólicas, desechado como basura. Una total tragedia, porque eso solo reproduce el elitismo mientras los mexicanos se educan como si no existiera esa enorme riqueza, plural y diversa, del arte y la cultura.

Una hubiera esperado que un Gobierno de izquierda volviera accesible a la gente el patrimonio artístico, lo activara sacándolo del lugar donde fue colocado, ya sea en programas educativos donde debería ser incorporado, así como en múltiples espacios fuera de los circuitos culturales. Se requería de una auténtica y muy abarcadora política de promoción del arte y la cultura que rompiera con las viejas inercias y vinculara a la gente con las obras artísticas, no el uso faccioso, nuevamente, de las instituciones culturales y la desaparición de la “alta cultura”, al menos en el discurso.

No deja de ser paradójico que la mayor, más creativa, estrategia de descentralización artística y cultural, la vocación por democratizar, haya provenido de otros gobiernos y no de éste, dedicado a crear pequeños guetos culturales, ofreciéndoles a las comunidades lo que ya tienen. Ese ha sido su mayor aporte: una visión del arte como materia extraescolar terapéutica y convertir a los artistas en “gestores culturales” irrelevantes, herramientas para una transformación a todas luces degradante. Además, claro, de asfixiar el aparato artístico y cultural, someterlo a la hambruna, y conservar sus restos funcionando. Sin dinero, no se puede hacer mucho, porque la cultura y el arte cuestan, y sus productores, que hay muchos y de gran calidad, no viven del aire. Por eso, para sostener la austeridad republicana, es que se ha exaltado lo “original”, la cultura que ya existe y se produce sola, como un milagro, en pueblos y comunidades.

Obviamente, sobajar a artistas con trabajos mal pagados, presentados como premios, intentar dirigir la creación artística imponiendo lineamientos ideológicos o de corrección política tan en boga en convocatorias, no hace ningún bien a la producción artística, y sí la degrada. El arte no existe para dictar buenas maneras, ni para curar heridas, ni para ser correcto. Cuando esto sucede, se convierte en propaganda, impulsada por buenos motivos si se quiere, pero propaganda.

Esperemos que esto no dure mucho y se pueda corregir, que llegue un Gobierno que entienda que el camino es la libertad, la pluralidad y la democratización, uno que conciba el acceso a la cultura como un derecho de todos los mexicanos, invierta los recursos que se requieren para ello, y cree una nueva política cultural lejos de la demagogia pero también del viejo elitismo cultural. Ojalá.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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