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“Me dejaban sin comer, sin dormir”. Comunidad LGBT habla sobre las terapias de conversión en México

01/08/2020 - 8:43 pm

En México se sancionará a quienes practiquen u obliguen a otros a recibir tratamientos con la intención de modificar la orientación sexual y la identidad de género. Jóvenes que pasaron por esta experiencia nos contaron sus historias.

Por Yolanda Segura

Ciudad de México, 1 de agosto (VICE).- A partir de este 31 de julio entra en vigor en la Ciudad de México un decreto mediante el cual se impondrán de dos a cinco años de prisión, y de 50 a 100 horas de trabajo comunitario, a quien imparta y obligue a otro a recibir terapias de conversión, o ECOSIG (Esfuerzos para Corregir la Orientación Sexual e Identidad de Género de las personas LGBT). Una terapia de conversión intenta disuadir a alguien de su preferencia sexual, o bien de su libre elección de género. Para ello, se recurre a diversas prácticas violentas, que van desde la violencia psicológica hasta la tortura o la ingesta de medicamentos. Hablamos con algunas personas que han sido sometidas a este “tratamiento” para saber cómo fue su experiencia.

JACOB. 26, TEPATITLÁN, JALISCO 

Tenía 18 años en ese tiempo, era octubre del 2012. Me llevaron mis padres por recomendación de un sacerdote. El grupo se llamaba COURAGE, era una organización católica. Yo recién había salido del clóset. Me lo plantearon como una oportunidad para que conociera a otras personas con la condición A. M. S. (atracción al mismo sexo, así le decían).

El primer día completo del retiro nos hicieron arreglarnos como para un carnaval, estábamos divididos en tres grupos y cada uno escogía a una reina para representarlo. Al final ganaba una. El premio para la reina y el grupo eran cadenas y sufrimiento. Otra dinámica fue un ejercicio de confianza, donde nos vendaban los ojos y algunos de los líderes nos guiaban caminando hasta llegar a una persona que tenía una caja dorada con adornos. Te decían: “Así como esta caja, Dios te hizo hermoso tal y como eres, el problema es lo que llevas dentro”. Abrían la caja y había mierda de vaca. Intentaban generarnos mucha culpa, como si ser homosexual fuera una adicción de la que necesitábamos curarnos para ser felices.

El miedo que sentí con las historias de otras personas y la culpa me hicieron pensar que realmente tenía que cambiar eso de mí. Prácticamente regresé al clóset hasta que pude independizarme. Lo único bueno fue que por fin pude estar con otras personas LGBT. Mantuve comunicación con algunos durante un tiempo. La experiencia me ayudó a ser más fuerte, a confirmar mi decisión de no seguir ninguna religión. Me tomó algunos años. Meses después de eso me mudé a California, donde vivo ahora y tengo amigos que me apoyan.

JULIETA, 24, MONTERREY 

Tenía trece años. Mi mamá leyó mi diario: “Se cayó la libreta abierta en esa página cuando estaba limpiando”, me dijo. Se enojó muchísimo, dijo que me iba a llevar a un tratamiento psicológico. Llamó a la iglesia. Yo pensé que era una psicóloga real. Me quitaron el acceso a internet. Ahí comenzó todo. La “terapeuta” me dijo que tenía una “herida del alma”. Decía que si creía en Dios tenía que creer en todo lo que tenía que ver con Dios. Todas las semanas iba por aproximadamente dos horas a escucharla hablar. Mis papás me esperaban afuera, en la plaza.

La escena que más me indigna de todas es una vez que oramos para que Dios me quitara la homosexualidad. Me hicieron cerrar los ojos, me pidieron que repitiera después de ellos: “Señor, te pido perdón por el pecado de perversión sexual, te lo entrego y espero que me digas lo que me vas a dar a cambio”. Nos quedamos en silencio esperando a que Dios me dijera qué me iba a dar a cambio de dejar de ser gay (¿?). No escuché nada. No sentí nada. Sólo vergüenza.

Me costó mucho trabajo nombrarlo como lo que fue: terapia de conversión. No sabía que algo así existía, no sabía la variedad de tratamientos a los que nos someten. Sé de alguien más en la misma iglesia, un poco mayor que yo, que también tenía esta “confusión”, como la llaman, y ahora está casada y con un hijo. Me duele ver lo que nos hacen. Lo que nos hicieron. De repente todavía me pregunto: ¿y si me quedo sola para siempre?, ¿y si no me gustan las mujeres realmente? A veces tengo mucho miedo y mucha culpa. Ahora menos que antes, ya pasaron nueve años. Pero aún lo siento. Aprendí que puedo ser muy complaciente. En su momento también me di cuenta de lo capaz que era de querer morirme y realmente planear todo el tiempo cómo hacerlo. No sé por qué no lo hice, pero ahora lo agradezco mucho. Durante ese periodo tuve algunas amigas lesbianas y amigos gays y comencé a perder el miedo, pero no me atrevía a decirlo en voz alta. Lo logré hasta la universidad. Ahora casi todas las personas cercanas a mí son parte de la comunidad. Soy muy feliz. Feliz de ver hasta dónde hemos llegado.

OSMIN, 32 AÑOS, QUERÉTARO

Salí del clóset dos semanas antes de cumplir diecisiete. Mi mamá me dijo que no me preocupara, que todo iba a estar bien. Y le habló al pastor de la iglesia bautista. Me llevaron a Exodus Latinoamérica. Fui a varias iglesias, participé más de un año. Asistí a congresos, leí material, escuché muchas grabaciones… Nunca fue por voluntad propia. Yo decía: sí, quiero cambiar. Hacíamos ayuno, que debilita la mente, y mucha oración en posición de manos.

En un congreso internacional de Exodus hubo también una especie de exorcismo: una imposición de manos en la que oran por ti para que el demonio no pase por ti. Nos decían que de todos los pecados que puedes encontrar a lo largo de la biblia, solo por la sodomía Dios destruyó una ciudad. Muchos decían que tenían problemas con la homosexualidad a raíz de la pornografía y la masturbación. Yo ni vi pornografía ni me masturbaba siendo menor de edad, así que no entendía nada. Sentí culpa mucho tiempo. Yo ya había decidido ser homosexual, pero pasé casi un año sin relacionarme con ningún otro homosexual. Iba de la casa al trabajo a la casa, aun en el trabajo no me relacionaba con otras personas. Conforme empecé a tener relaciones sexuales con otros hombres sentía culpa, me sentía sucio, me ponía a llorar y prefería dejar de ver a esas personas con las que había cogido.

Fui fuerte. Tengo diagnóstico clínico de depresión y tuve pensamientos suicidas: un intento con pastillas que vomité. Si hubiese sido un poco más débil no estaría contando esto. Estuve mucho tiempo solo y mucho tiempo sin entender. Después tuve una pareja que falleció por VIH y eso me motivó a informarme. Aprendí que no estoy solo, incluso en la lucha conmigo mismo, que es una de las más difíciles, y que hay una serie de luchas en las que es necesario participar.

Ahora entiendo que cuando alguien va a las terapias no lo hace porque quiere sino porque su contexto le obliga, primero porque casi siempre eres menor de edad y no puedes decir que no. Mis papás me dijeron que iba o me corrían de la casa. Cuando uno es adulto, ha padecido tanto la homolesbobitransfobia que eso te obliga a querer insertarte en la sociedad como heterosexual. Si una persona vive en un contexto en el que su homosexualidad es aceptada, no quiere cambiar porque no hay razones para hacerlo.

RITA, 30 AÑOS, SAN LUIS POTOSÍ

Tenía 16 años. Trabajaba y convivía mucho con la familia de mi mamá. Empezaron a estar en un grupo religioso y de terapia que seguía la línea de los doce pasos para tratar a personas adictas, neuróticas o desviadas, como nos decían. Nos lo vendieron como un espacio al que ibas a pasártela bien, una hacienda con alberca, bosque, caballos y río.

Me subieron a un camión, con los ojos vendados, me pidieron que dejara de hablar. Me hicieron un registro de las cosas que llevaba y me las quitaron, me llevaron a una ubicación desconocida de madrugada. Básicamente me secuestraron. Mis tías daban las pláticas introductorias.

Me di cuenta de que iba a tener que ocultar todo lo que yo era. Me diagnosticaron como neurótica con tendencias depravadas porque yo no había tenido padre, decían que por eso era lesbiana. Una perversión. Desde que llegabas estabas sola con mucha gente desconocida de todas las edades, en una carpa. Drogadictos, violadores, personas esquizofrénicas. Te sentabas ahí con luz de media vela a escuchar los testimonios que te contaban con repetidos ejemplos de por qué ellos eran una mierda y tú eras una mierda. No podías dormir y no podías comer. Si eras lesbiana, venían comentarios de asco. Fui dos veces, en una me llevaron y en otra fui como acompañante. Regresé porque sí me cocowashearon, la impunidad hizo que sintiera que no había problema.

Yo ni siquiera había salido del clóset, ellos me sacaron a partir de lo que vieron de mí, en función de eso me torturaron: me dejaban sin comer, sin dormir. Me gritaban groserías e insultos. No podías ni cagar sin que te estuvieran observando. Te obligaban a hacer rituales mientras te gritaban. Podías salir si decidías que Cristo entrara en ti y que te dejaran de gustar las mujeres. Terminé como seda, convencida de ser heterosexual.

Mis tías no lo vieron como terapia de conversión, sino como algo que no funcionó porque tengo odio y temor en mi corazón. Se pasó por debajo de la alfombra. Me alejé durante años. Lo hemos vivido muchas personas y no lo hablamos, sobre todo porque te lo hace tu familia, y eso duele mucho. Recién ahora estoy intentando reconciliarme. Ahora mi bisexualidad por lo menos es aceptada. Tengo que hacer una gran labor de soltar el resentimiento, soltar el pasado, pero también reconocer que es necesario terminar con esos procesos, que se normalizan igual que muchas otras violencias.

Después de eso aprendí que necesitaba defenderme, ser firme, que necesitaba mi dignidad. Que necesitaba recordar a las mujeres de mi familia. Por toda esa privación tuve muchas experiencias ancestrales y mágicas que me conectaron con mis abuelas. Me hizo surgir, despertar por primera vez. Fue un golpe de adrenalina para defender quién soy, sin que nadie me volviera a juzgar ni a tratar de curar. Gracias a encontrarme con otras bisexualas pude hablar desde mí y desde la honestidad.

Desde 1973 (qué cerca y qué lejos queda esa fecha) la homosexualidad fue sacada de la lista de trastornos mentales de la OMS. Y aún hoy, en pleno 2020, cuesta trabajo creer que hay quienes piensan todavía que es una enfermedad.

Es de esperarse que, cuando un cuerpo se sale de la norma, instituciones como la familia, la iglesia y el estado salten para devolverlo a su sitio.

Afortunadamente, en la Ciudad de México se dio un primer paso importante. Por supuesto, las terapias de conversión no son el único mecanismo que existe para atentar contra la libertad de las personas LGBT, pero convertirlo en delito significa avanzar hacia la libertad.

Falta mucho camino por recorrer hasta que esta práctica sea erradicada y penalizada en toda América Latina y en todo el mundo, pero afortunadamente ya existen proyectos de ley en países como Australia, Canadá, Chile, Francia, Alemania, Irlanda, Nueva Zelandia, Polonia, España, Reino Unido y Estados Unidos.

Si una familia, por ley, ya no puede llevar a su hijo a uno de estos lugares asquerosos, quizá sea más fácil comenzar a trabajar en aceptarlo.

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