Escribir en español, escribir a mano: Las palabras primas, de Fernando Iwasaki

01/09/2018 - 12:04 am

Un hablante. Dos orillas. Dos lenguas maternas que son iguales y al mismo tiempo diferentes: el habla española y el habla latinoamericana. Y una lengua paterna fantasma, “el japonés que se marchitó para que floreciera mejor mi español”. El resultado es un libro sobre las palabras a través de la memoria, la geografía, las lecturas, la historia y los nuevos escenarios de la escritura en la era digital, por el que obtuvo el IX Premio Málaga de Ensayo.

Ciudad de México, 1 de septiembre (SinEmbargo).- En la estela del ensayo contemporáneo que reivindica el humor, la conversación y el paseo intelectual, Fernando Iwasaki comparte sus hallazgos y perplejidades como lector, hablante y escritor de dos periferias del español –Perú y Andalucía– desde el Siglo de Oro hasta nuestros días, para entregarnos risueño Las palabras primas: “Si existen números primos, ¿por qué no deberían existir las palabras primas? Sin salir del diccionario, una palabra prima podría ser tonta, estar adelantada, parecer semejante, servir de recompensa y lucir primorosa, además de poseer connotaciones familiares, musicales, económicas, jerárquicas y comerciales, por no hablar de las posibles combinaciones entre todas ellas. Por ejemplo, cuando una prima hermana se convierte en una prima de riesgo”.

Fragmento de Las palabras primas, de Fernando Iwasaki, con autorización de Páginas de Espuma

DISCONTINUADO

Oh, más dura que password a mis quejas

Uno

Cuando Umberto Eco publicó Apocalípticos e Integrados (1964), la informática y la tecnología digital eran rudimentos tan primitivos que nunca pudo imaginar que medio siglo más tarde, entre ambas trincheras deambularíamos como Fabrizzio del Dongo los “discontinuados”; individuos arcaicos, inútiles y vetustos que ni estamos a favor de la máquina de escribir ni en contra del Google Docs Online, aunque a duras penas aprendimos a usar el Word Perfect 5.1. Los “discontinuados” queremos integrarnos, pero cada actualización la vivimos como un apocalipsis porque la última versión de cualquier programa siempre nos sorprende tratando de aprender la trasantepenúltima.

Dos

Procuro leer todo lo que puedo acerca del presunto cambio de paradigma cultural que conlleva la hegemonía de los recursos digitales, porque admito que simpatizo con muchos de los argumentos expuestos por Jordi Llovet en Adiós a la universidad (2011), por Javier Marías en Lección pasada de moda (2012) o por Mario Vargas Llosa en La civilización del espectáculo (2012). Sin embargo, como también se me antojan convincentes las razones de Eloy Fernández Porta en Homo Sampler. Tiempo y consumo en la Era Afterpop (2008), de Jordi Gracia en El intelectual melancólico (2011) o de Daniel Cassany en su En_línea. Leer y escribir en la red (2012), ya no sé quiénes son más apocalípticos que otros, pues advierto un regodeo cachito sádico a la hora de certificar la defunción del papel, las librerías, las bibliotecas y el acto mismo de escribir cualquier línea que no sea “en línea”, oxímoron tan curioso como “bomba inteligente” o “carpintería metálica”.

Tres

Si fuera cierto que la red, las nuevas tecnologías y los recursos digitales que el ciberespacio pone a disposición de los usuarios están cambiando nuestra forma de leer y escribir, nuestra manera de almacenar y memorizar información, nuestro concepto de los derechos de propiedad y hasta nuestra relación con los objetos físicos y tangibles del mundo material, me pregunto si podríamos extrapolar nuestros temores y entusiasmos lingüísticos a otras esferas de la vida cotidiana con los mismos resultados. A nivel hipotecario constato que es verdad, porque el espacio que creía que era mi casa en realidad le pertenece al banco, ya que nunca tuve virtualmente en mis manos el dinero real con el que pensaba que la había adquirido. Pero la economía no es un ejemplo seguro, porque ni los expertos las tienen todas consigo a la hora de explicar por qué sube la prima de riesgo, qué cosa es un tipo de interés y cómo trabaja una agencia de calificación. No, para que el personal comprenda en qué consiste el cambio de paradigma, deberíamos preguntarnos si las tic van a cambiar nuestra forma de ligar e incluso de hacer el amor.

Cuatro

El sexo es el segundo asunto que más nos preocupa, pues –como todo el mundo sabe– el fútbol se encuentra en primerísimo lugar. Qué trascendente será el fútbol, que allí los buenos son los apocalípticos y los villanos los integrados, partidarios de corromper la naturaleza viril y espectacular del balompié incorporando cámaras “ojo de halcón”, microchips en las pelotas, chimpunes con censores de ADN capilar y células fotoeléctricas en las camisetas. Todas esas modernidades alterarían la esencia de la competición, aseguran los apocalípticos balompédicos, porque el fútbol es contacto, polémica y compensación. Pero el sexo también acapara buena parte de nuestras energías, pensamientos y espacios publicitarios, como podría comprobarlo cualquiera que revise los carísimos anuncios que salen todos los días en las primeras planas de los principales periódicos españoles, donde podemos leer: “Sexo es vida”, “Reconquista tu vida sexual” o el más explícito: “¿Problemas de eyaculación precoz?”. ¿Quién no ha oído en los programas de máxima audiencia de la radio aquel slogan que los parados deberían repetir como si fuera un mantra?: “Si tu vida sexual va bien, ¡lo demás no importa!”. Creo que para que todo el mundo pueda tener una vida sexual plena y potente urge un cambio de paradigma que incorpore las nuevas tecnologías, pues lo que natura no da ningún Medical Group lo presta y más vale tener un montón de sexo con TICS que nada de sexo y un montón de tics.

Cinco

Si yo hubiera nacido en esta era de internet, webcams y redes sociales jamás habría escrito mi novela Libro de mal amor (2001), porque cuando uno era joven solo era posible ligar en directo y ahora las nuevas tecnologías te permiten ligar en karaoke, diferido, playback o videoclip. Las chicas de mi época se horrorizaban nada más enterarse que me gustaban, mientras que a las chicas de hoy les encanta que les estampen un “me gusta” debajo de cada foto del muro de su Facebook. Ahora hasta los tímidos, tartamudos y vergonzosos lo tienen más sencillo, porque les basta con enviar a través del móvil o del e-mail un emoticono colorado, un emoticono sonriente o un emoticono picarón. Si yo le hubiera mandado una lenteja guiñando un ojo a cualquier chica de los 70, seguro se habría quitado un beso de encima negándome el saludo.

Seis

Los apocalípticos sexuales harían una cerrada defensa del restregamiento corporal, del placer como chapoteo líquido, del erotismo como “ciencia fricción”, del 69 como número primo y del polvo serrano como coito ergo sum; mientras que los integrados harían una apología del sexo limpio exonerado de pelos, pringues y olores; del sexo sano a salvo de gérmenes, bacilos y bacterias; del sexo a la carta rico en avatares, replicantes y hologramas; y del sexo libre sin compromisos, sin attachments embarazosos y especialmente sin “sobrecamas”, que vienen a ser algo así como las sobremesas, pero encima de otro mueble. En aquel futuro más que probable, follar con los genitales será tan anticuado como leer las paginas –¡perdón!– las páginas de un libro, y tener sexo online será tan high tech que todo el mundo nos dará por cool. Como se puede apreciar, el fin del libro genital contemporáneo es tan inexorable como el triunfo del sexo digital que nos aguarda, aunque ahora mismo no sea igual hacerlo por YouTube que hacerlo por your tube.

El libro que ganó el IX Premio Málaga de Ensayo. Foto: Especial

Siete

El futuro de la escritura en español no puede romper con el pasado de la escritura en español. Así, la primera acepción de “genital” –del latín genitalis– en el Diccionario de Autoridades (1726-1737) era “Lo que sirve para la generación”, definición que ha llegado tal cual hasta nuestros días. ¿Habrá algo más propicio que los libros para la generación? Pienso en la Biblia, en la epopeya de Gilgamesh o en los poemas homéricos y creo que no exagero si aseguro que el código genético de toda la literatura universal ya estaba encriptado en aquellos libros primordiales y venerables. Por lo tanto, bastaría una sola línea generatriz para demostrar la naturaleza genital de los libros, partiendo de Homero y terminando en Borges, pasando por Virgilio, Dante, Montaigne, Cervantes, Shakespeare, Swedenborg, Baudelaire, Conrad, Kafka y Joyce. Los genitales por excelencia son los libros y encima es un placer tenerlos cuadrados. Por el contrario, la evolución de la palabra “digital” sí que ha sido más azarosa, pues aunque la Real Academia Española le atribuye hoy hasta cuatro significados, entre 1843 y 1899 únicamente admitía como tal a una hierba de la familia de las escrofulariáceas. En realidad, solo a partir de la edición de 1914 del Diccionario de la RAE, la voz “digital” –del latín digitalis– quedó definida como “Perteneciente o relativo a los dedos”, manteniéndose así hasta la vigésima segunda edición del año 2001. No quiero ser aguafiestas, pero ateniéndonos a la norma el “sexo digital” no supone ninguna modernidad, porque las prestaciones venéreas de los dedos fueron descubiertas –su nombre lo delata– por el pitecantropus erectus, aunque el diccionario no recoja ninguna frase que lo sugiera, como en los casos de esas expresiones que hablan de poner “el dedo en la llaga”, “el dedo en la frente”, “el dedo en la boca” o “el dedo en el culo”. ¿Por qué no existe una locución que precise otra locación? La Real Academia cree que nos chupamos el dedo.

Ocho

Alberto Manguel sugiere en El sueño del Rey Rojo (2012), que leer en una pantalla es como leer un pergamino medieval que vamos desenrollando hacia arriba o hacia abajo. En realidad, la novedad del libro electrónico debería correr por cuenta del lector creativo y humanista que desde los tiempos de san Agustín aprende, recuerda, inventa, registra, rechaza, sublima, subvierte y se maravilla mientras lee. Los lectores creativos se enriquecerán con las nuevas tecnologías, mientras que los lectores pasivos se aburrirán igual que con los mamotretos encuadernados. Manguel no duda de la compatibilidad del libro digital con el libro impreso de toda la vida. La verdad es que yo tampoco, aunque gracias a mi condición de “discontinuado” he aprendido que el Word 1997 sí es del todo incompatible con el Word 2010 y que para abrir un archivo docx hace falta un Word ad hoc.

Nueve

La vertiginosa esgrima del chat, la urgencia de responder la mensajería instantánea o la necesidad de instalar de inmediato la última versión del procesador de textos, no tendrían por qué influir ni en el continente ni en el contenido de la escritura, igual que los telegramas jamás engendraron nuevas formas [stop] de leer [stop] o de escribir [stop]. Pero una cosa es el continente y el contenido, y otra muy distinta el incontinente y el contenido. Al comienzo de Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), nada más llegar a París procedente de Buenos Aires, Julio citó a su amante junto a la Gare Saint-Lazare a través de una carta neumática. Siempre atento a las novedades de su tiempo, Blasco Ibáñez introdujo las cartas neumáticas en sus ficciones, aunque en España nadie hubiera oído hablar de ellas porque solo existían en Londres y París. En efecto, aprovechando los túneles del metro, los servicios postales de Londres y París tejieron una red de tuberías por las que pequeños cilindros que contenían cartas urgentes y galantes volaban a ochocientos metros por minuto, propulsadas por aire comprimido. Las criaturas de Proust concertaban sus citas pecaminosas a través de cartas neumáticas y en la red todavía se subastan cartas neumáticas eróticas de Rodin, Breton, Cocteau, Picasso y Modigliani, manuscritas con inextricable redacción, porque la urgencia sexual consiente palabras que la sintaxis no entiende y la gramática repudia.

Diez

Escribir en español en un mundo tecnológico –genital o digital– precisa las palabras, porque sin palabras no habría escritura ni sería en español. ¿Y cómo se escribe en la red? Daniel Cassany es rotundo al respecto: “Primero se dijo que la red había difuminado la frontera entre la escritura formal y el habla espontánea, pero lo que en realidad ha hecho es romper el monopolio que tenía hasta ahora la escritura normativa”. Por supuesto que seguir escribiendo según la norma –es decir, con ges, con qúes, con eñes y con tildes– es una elección personal y que en teoría nadie nos obligaba a reemplazar las palabras por símbolos, ideogramas, emoticonos o jeroglíficos, hasta que empezó el ajetreo de los passwords, las contraseñas, los ipés y los nombres de usuario, por desgracia mucho más enrevesados que De los nombres de Cristo de fray Luis, porque el hebreo antiguo y el arameo bíblico se me antojan más inteligibles que el código alfanumérico que nos conminan a emplear los gestores de correo electrónico, las actualizaciones de los smartphones, las ediciones digitales de los antiguos periódicos, las tiendas de aplicaciones para teléfonos móviles y cualquier página chiquichanca con un par de webs. A mí me encantaba usar como passwords palabras expectoradas por la RAE, como abracijo, acercanza, churriana, deliñar, deliramento, garullo, intúitu, maridanza, mulier, pachucho, rosicler, tróspido, uñir o zaquizamí, pero desde que me piden passwords que incluyan mayúsculas, minúsculas, números y otros símbolos esotéricos, he comenzado a dudar de mi coeficiente intelectual. “Fernando_1961” con F mayúscula no me vale porque somos miles en el mundo de habla hispana e “Iwasaki_1961” con I mayúscula tampoco, porque en Japón llenaríamos un polideportivo. Pero es que en Brasil hay cinco “Fernandos Iwasakis” que me han dejado sin password en gmail, yahoo, eBay, el id de Apple y el App World de Blackberry. Yo los he madrugado en Iberlibro.com, pero creo que no se han dado ni cuenta.

Once

En el habla coloquial se acepta que no hay que mezclar la velocidad con el tocino, mas en los ambientes digitales sí se confunde a menudo la velocidad con la prosodia. Las nuevas tecnologías son maravillosas, pero sin la creatividad humana no serían más que frígidas teclas alfanuméricas. En la égloga primera, Salicio se chamusca en el encendido fuego en que lo quema Galatea, pero en el mismo verso de su memorable lamento crepita el triunfo de su fantasía erótica, como demostraré ahorrando caracteres sin escribir mal y transformando el lenguaje sin traicionarlo:

Oh, más dura que mármol a mis quejas

¿O más dura que mármol a mis?

Oooh, más dura que mármol, ¿ah?

Oooh… más dura que mármol…

¡O más durá qué!

Oooh… ¡más dura!

Oooh… ¡más!

Oooh…

MIRAR EN ESPAÑOL

¿A quién no le ha ocurrido abrir un correo, un WhatsApp o un diario digital y encontrarse con oraciones parecidas a “3l g0b13rn0 d3sc4rt4 b4j4r l0s 1mp@3st0s”? En realidad, los duendes de la imprenta son serafines al lado de los demonios de los ordenadores, porque de pronto al corrector ortográfico del procesador de textos le sale de las teclas reemplazar “rosicler” por “reciclar” o lo mismo un algoritmo con disritmia decide que el “odren de lsa retlas no ipmotra”. Y lo peor de todo es que achinando la vista llegamos a descifrar tales mensajes, porque la experiencia de leer “tuits” sin puntuación, “posts” sin tildes, titulares sin concordancia y reportajes con faltas de ortografía nos ha familiarizado tanto con la indigencia expresiva, que casi podemos leer de corrido “Wapa t doy 1 tq x FB. Xoxo”. Me trae sin cuidado el deterioro del inglés u otros idiomas en los medios digitales, porque la única decadencia que me concierne es la de mi lengua. Conozco a jóvenes que carecen de aptitud verbal para advertir los matices que existen entre la indiferencia, los desaires, el desdén y el desprecio, aunque se trate de gestos que propinan y reciben un día sí y otro también. Si un hispanohablante no es capaz de discernir las magnitudes que separan una ofensa de una traición o un malentendido de una trifulca y confunde el perdón con el servilismo y la humildad con el cálculo interesado, su incompetencia no solo será lingüística sino emocional. Por eso me inquieta contemplar nuestro vocabulario periodístico trufado de “líneas rojas”, “tormentas de ideas”, “hojas de ruta” y otras frases traducidas al tuntún que empobrecen nuestro español.

Cuando Jesús Carrasco publicó su novela Intemperie (2013), algunos reseñadores destacaron fascinados el uso de palabras provenientes del campo y del mundo rural, como si no existieran los libros de Miguel Delibes, Luis Berenguer o José Antonio Muñoz Rojas. Por fortuna los méritos de Jesús Carrasco son otros y harto más coruscantes, aunque haya tenido que apechugar con elogios menores como “dominar” su propia lengua con soltura. Cuando las palabras de nuestro mismo idioma nos producen asombro, quiere decir que las miramos con extrañamiento y desde otro lugar que ya no es el que deberíamos ocupar como hispanohablantes.

Mi querido Juan Gil –Académico de la Real Academia Española– me exhorta a emplear en mis columnas esas palabras olvidadas que están a un tris de desaparecer, porque gracias a las ediciones digitales se convierten en impactos que un algoritmo amaestrado por la rae registra como indicio inequívoco de buena salud en el habla.

Por lo tanto, para mirar en granado español hay que aricar las páginas de la prensa, regabinar entre líneas y verdear palabras antiguas y tremolantes para que no mueran desleídas. Para que los satanaces digitales no vuelvan a convertir el rosicler en reciclar.

PRIMATES EN POLÍTICA

Durante los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, don Mariano de Cavia (1855-1920) tenía una tribuna en El Imparcial desde donde defendió la lengua española y arremetió contra los “galicursis” y cuantos “pedescriben”. Aquellas columnas fueron reunidas póstumamente en Limpia y fija (Madrid, 1922) –por aquello de “limpia, fija y da esplendor”, lema de la RAE– y entre sus páginas descubrí divertido cómo don Mariano deploraba que el vulgo ignaro llamara “primates” a los políticos y que a los tales políticos les encantara el mote porque “como ellos, por lo común, son gente de muy escasa instrucción general, han aceptado el apodo tan satisfechos y ufanos; porque su raíz y su desinencia –el sonsonete más bien– les suscitan la idea de primacía y de magnates”.

Don Mariano proclamaba rotundo que “en castellano claro y limpio, los que tienen alguna primacía son primados” y que primates –más bien– “es el nombre masculino de un orden de mamíferos que comprende los designados vulgarmente con el nombre de monos”. Sin embargo, los políticos de aquella época se sentían tan importantes cuando los llamaban “primates”, que don Mariano de Cavia los fulminó así: “De modo que ya  saben el orondo don Fulano y el inflado don Mengano. Cuando en los periódicos se les da el mote de “primates”, no se hace más que equipararles con los cuadrumanos que empiezan en el gorila y acaban en el tití”.

Intrigado por la lectura de aquel texto me dirigí a la última edición del DRAE y leí perplejo: “primate (del lat. primas -ātis). adj. Zool. Se dice de los mamíferos de superior organización, plantígrados, con extremidades terminadas en cinco dedos provistos de uñas, de los cuales el pulgar es oponible a los demás, por lo menos en los miembros torácicos. || 2. m. Personaje distinguido, prócer”. ¿Quiere decir entonces que el uso popular de la voz “primate” convirtió a los políticos en “primates”?

En efecto, porque la palabra de marras entró por primera vez en la edición de 1913 del DRAE con la única acepción de “Personaje distinguido; prócer”. Esta definición se mantuvo en solitario a lo largo de las ediciones de 1925, 1927, 1936 y 1939, hasta que en la edición de 1947 la entrada correspondiente a “primate” quedó así: “Zool. Orden de los mamíferos superiores que comprende principalmente a los monos”. Sin embargo, en la edición de 1956 el DRAE volvió a admitir la acepción de “Personaje distinguido, prócer”; dejando en evidencia la mala leche de los académicos que estamparon el adverbio “principalmente”.

Al parecer, don Mariano de Cavia luchó en vano contra el uso popular de la voz “primate” aplicada a ministros, diputados y concejales, porque el habla soberana consagró su inclusión en la norma y así desde 1913 todos los políticos son “primates”. ¿En otras lenguas ha ocurrido lo mismo? Casi, porque en inglés “primate” sería la traducción de “primado” y en consecuencia define a obispos, arzobispos y cardenales, además de a los consabidos simios, tal como lo recoge el popular Dictionary & Thesaurus de Merriam-Webster: “1. Mammals: any member of the group of animals that includes human beings, apes, and monkeys. || 2. Religion: the highest ranking priest in a particular country or area in some Christian churches (such as the Church of England)”. Por lo tanto, queda autorizado el uso del sustantivo “primate” para referirse a los políticos sin incurrir en agravio u ofensa, salvo alusión expresa a los encantadores monos, quienes merecen todo nuestro respeto.

CUADERNOS

Leo que en las escuelas de Finlandia –espejo de todos los sistemas educativos del planeta– los niños dejarán de aprender a escribir a mano porque van a recibir clases de mecanografía para escribir directamente en los teclados. Sin duda esa corriente pedagógica y digital terminará imponiéndose en todo el mundo, lo cual acarreará la progresiva desaparición de lápices, bolígrafos, rotuladores y estilográficas, por no hablar de los cuadernos, los blocs de notas y los papeles artesanos. Carezco de autoridad para opinar sobre las ventajas o desventajas de tamaño cambio de paradigma, mas sí puedo proclamar el inmenso placer que me produce escribir a mano, semejante al que me produce acariciar cualquier trasto de escribir como las antiguas máquinas, los frascos de tinta o los tipos emplomados de los abolidos talleres de tipografía.

Desde hace años, cada vez que viajo a países remotos y ciudades literarias, compro lápices, cuadernos, sacapuntas y papeles verjurados que atesoro como alhajas, porque pienso que a mis hijos, a mis futuros nietos y a los que vengan más adelante, les parecerá un regalo poseer tales reliquias. Somos los últimos habitantes de un estilo de vida que se extingue, y nada como la caligrafía, los dibujos y los libros subrayados para dejar fragmentos vivos de nuestra efímera humanidad. En realidad, quienes tenemos la costumbre de garabatear los libros escribimos una suerte de autobiografía en fichas, márgenes u hojas de respeto.

Hace unos días me puse a hojear un libro que subrayé hace más de veinte años. ¿Cómo dialogarán los nietos de mis nietos con los subrayados que les aguardan en esta biblioteca que algún día será centenaria aunque uno todavía no haya cumplido los sesenta? Cuando era alumno universitario adquirí la costumbre de resumir en un cuaderno los libros que leía para mis estudios y más de una vez –releyendo aquellos apuntes– me he sentido hermano mayor e incluso padre del muchacho que fui. Tal vez dentro de unos años me sienta su abuelo y entonces no me importe perdonarme.

A comienzos de los noventa mi madre me obsequió algo que ella consideraba un tesoro personal: los poemas que mi abuela copiaba a mano en unos papeles que recibí cuando carecía de la conciencia que ahora tengo y que me vino de sopetón el día que cumplí los cincuenta. ¿Cómo así la mamama Manuela copiaba versos de Amado Nervo, Rubén Darío, Villaespesa o Herrera y Reissig? ¿Se los entregaría la mamama en persona para que los salvara o tal vez mi madre los encontró en un cajón mientras vaciaba armarios una desolada mañana de enero de 1973? Ya nunca podré saberlo, porque la memoria de mi madre se disuelve risueña en una niebla mágica. Sin pena, sin prisa, sin dolor.

En casa guardamos poemas y dibujos de mi suegro Eduardo, las postales que el joven teniente Iwasaki le mandaba a su madre desde la helada Ilave y más de un cuaderno, tarjeta o esquela manuscrita. Por eso quiero que los cuadernos de casa le expliquen a quienes me sobrevivan por qué tantos libros, tantos árboles y tantas memorias, porque sospecho que los ordenadores, las tabletas y los pendrives de ahora se volverán inútiles como los disquetes antiguos o su contenido se disolverá en otra niebla, como los chats del WhatsApp de una BlackBerry reseteada.

Fernando Iwasaki (Lima, 1961), es doctor en Historia de América por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla y profesor de las facultades de Comunicación y Relaciones Internacionales de la Universidad Loyola Andalucía. Como narrador es autor de las novelas Neguijón (2005) y Libro de mal amor (2001) y de los libros de cuentos España, aparta de mí estos premios (2009), Helarte de amar (2006), Ajuar funerario (2004), Un milagro informal (2003), Inquisiciones Peruanas (1994), A Troya, Helena (1993) y Tres noches de corbata (1987), reunidos estos últimos en el volumen Papel carbón. Su obra narrativa ha sido traducida al inglés, ruso, francés, italiano, checo, japonés y coreano.

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