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Antonio Calera

01/11/2019 - 12:04 am

Panes muertos

“Y es que nuestra forma de vivir que es nuestra forma de morir (y ambas se reflejan porque sabemos de antemano que nos iremos, nos vamos borrando)”.

Panes de muerto en elaboración. Foto: Cuartoscuro

Imaginemos, querámoslo en verdad ver para nuestro bienestar, al salir de algún cuarto de la casa, el aterrador y más bello encuentro que podamos concebir en esta vida y otras, en la latitud que sea: frente a nuestro altar de muertos u ofrenda, ahí sentada con su reboso, más bien en tarea normalísima más que serena, a nuestra tía o nuestra abuela, nuestra propia madre o nuestro padre, nuestros hermanos muertos, ya bien cadáveres, acometiendo con fruición su cena predilecta.

Pero por piedad no lo hagamos como si fueran ahora, porque nunca lo fueron que lo sepamos, un dibujo de Disney. Tampoco como un cliché de Posada, como esqueletos con carrilleras o de largas y hermosas faldas, en verbena popular, remembranza festiva de sus pecados capitales o lujurias, soltando plomazos al aire, haciendo las mieles de los sueños lindos, haciendo como si nada nos hubiera separado nunca. No los ensoñemos más vivos incluso que cuando lo estuvieron, para alegrarnos por lo más bajo, en la danza de costillas como marimbas, haciendo el hazmerreír. No. Imaginemos este sueño para herirnos, abrirnos el pecho, sacar el dolor de nuestra más profunda memoria, lo que yace en el lecho de nuestro entendimiento.

Imaginemos pues a nuestros muertos que han venido a visitarnos pero a la Rulfo. No para mantener a nuestros muertos vivos en la memoria, sino para que ellos nos ayuden a soportar esto de estar aquí en la brega, cada vez más atribulados que con euforia y es más, con la alegría más bien justa, medida. Veámoslos, hay que quererlo para que sea posible, descarnados, no tanto maquillados como en película a cuadro sino en ese aquí y ahora de nuestra casa a oscuras, en este mismísimo plano. Va: ahí nuestros fieles o infieles difuntos, sean santos niños o adultos profanos, hayan muerto de forma trágica o se hallen cómodos en su limbo, en un tobogán de agua o ardiendo su ánima entre llamas del recuerdo o del olvido. Veámoslos ahí, como “desdendenantes”, no sólo engullir sus platones de pozole, sus enchiladas verdes o su mole con pierna de guajolote, sino sus tacos de canasta, su pizza de pepperoni, sus hamburguesas, pescuezos de pollo con valentina, su spaghetti con jitomate, cualquiera de sus amadas porquerías. Oigámoslos tararear sus coplas, en la delectación de propinarle caladas profundas a sus cigarros, degustemos su levitar, deslizarse hasta alcanzar poner su música en la consola, llena de polvo, llena de caspa por el silencio acumulado. Deberán visitarnos tal y como eran: rasposos o elegantes, rockeros o fresas, con sus ropitas preferidas, sus garras de pacas o de marca pero tan suyas. Porque genuinos sí que eran nuestros seres queridos, amados. Entonces aquí andarán sin ese halo artificial e indigno de gente de enorme éxito, sino como naturales, mortales como ya lo hemos comprobado, con sus humildes éxitos y no como héroes de grandes proezas, almas excepcionales, casi profetas.

Y vistámoslos debidamente. No con eso que nunca ocuparon y los distancia, sólo de reboso o chal, de impecable levita. Por favor. Seamos elegantes al imaginarlos menos con lo que llevaban a tal o cual graduación, boda o efeméride dichosa, cucos y cucas, todas de repintadas expresionstas, engominados, de velos y cuellos de un misterio “existencialista”. No. Tan sólo llevaran lo propio. Su traje de empleado, licenciado, dentista, tendero o abogado, de overol o con suéter de oficinista, tampoco con sus ropas de salir de noche, menos si fue un dark de cuero, una señorial señora de mandil, un profe que vistiera, décadas atrás, un traje con parches en los codos y zapatos de goma. O bien reducidos exclusivamente a su esqueleto, en meros cueros leprosos, grisáceos o verdosos, platinados de grasa y hasta podridos, agusanados. Verlos ahí, ni a hurtadillas, sentados al piso o en una silla, recargados de los muros para darse rienda de nuevo en sus placeres de antaño. Verlos engullir y chorrearse de la calavera o bien, si su carne aún se haya pegada al hueso, verlos limpiarse la barbilla de caldillos calientes, rehogar pedazos de pan o tortilla, y relamerse los bigotes para luego pasarse los bocados no sólo con pulque o mezcal, aguardiente o cerveza, sino dándole recio a lo que cada espíritu haya convertido en su vicio, bebida predilecta.

Y en sus maneras. Las verdaderas. Hagamos memoria de ellos acometiendo ese patrimonio vivo, macabro, espeluznante de nuestras querencias culinarias que hallan, en lo maravillosamente grotesco, en su brusco acuchillamiento, su gran verdad. Esas maneras de mesa que recuerdan todo aquello que vino y se dio a la familia o grupo de amigos por sacrificio, ritual sanguinario, mediante un devenir cotidiano y asumido de la poesía de la muerte, combinadas con el duro ejercicio de arrancarle la dicha a la vida misma. Y al verlos ahí comiendo en casa de nuevo, habría que recordar tantas y tantas veces en que salimos juntos a pasear, a comer, y en donde, sin frenos ni juicios ni miramientos, nos entregamos al placer.

Recordemos su rostro, por ejemplo, hambrientos, frente al desollamiento del chicharrón, con la hiel rota, babas al aire, frente a los jirones de los chales, esa fritura de pieles como curtiduría fina de la sazón. O comiendo carnitas. Su cara con los suyos muchos, quizá aún algunos les sobrevivan, al ver emerger esa escafandra retornar de los mares del aceite, aguas muertas de sal con restos de animales cocidos para la propagación de nuestro hedonismo más carnificino. Porque la vida que amamos, la que se irá con nosotros en ese instante en que nos estemos yendo (claro, según las costumbres de cómo hayamos sido, cómo hayan comandado nuestros ancestros nuestras apetencias, cómo nos hayan inculcado el gusto los viejos sabios que nos precedieron), será representada por estas estampas en que juntos acometimos los grandes viajes, las grandes comilonas, y nos olvidamos del dolor.

Habrá quienes recuerden haber pasado su vida sobre las mesas, con los suyos, entre guisos en refractarios, recetarios de familia. Una urdimbre de sobremesas de clase media en que todos los temas fueron tratados de pie frente a la estufa o sentados nerviosos a la mesa. Habrá otros que rememoren a los padres ausentes por el trabajo, haciéndose un bocadillo como se pudiera, y esperando su llegada, abatidos, para la cena. Otros más no podrán olvidar que fueron los más orbitales, que tuvieron que comer frente a otros solitarios o en su hora de descanso, en fonditas de comida corrida o, casi diario, tortas o tacos de guisado en los consabidos puestos blancos. Y seguro habrá también quienes, ya viejos, recordarán a los amigos de la infancia, a los vecinos o primos luego de grandes fiestas o borracheras, infinitas correrías, tropelías extravagantes o injustamente aburridas, justo en ese momento en que, antes de que les entrara la cruda, ya con los trascabos de la jaqueca perforando su cabeza, se atrevieron a retacarse, una y otra vez, de tacos de cabeza, esa raspadura tan burda y sofisticada a la vez de esos muros y laderas de carne selecta, humectada por un vaho de humores recalcitrantes, entre dulzones y salados, de sabor bueno, mediano y hasta bien malo según la suerte. Claro que los habrá. Aquellos que recordarán cuando saciaban su hambre al levantar su ámpula esa vaporera de aluminio y fuego sacro (el ojo, el cachete, la frente raspada, la lengua), y a un costado el perol de la res descuartizada, la canal vuelta pedacería, rompecabezas de lo que para muchos ni siquiera es gastronomía, con su pedazo tumbado de suadero, los rosarios de tripas de res, los collares de cerdo canalizado en longaniza, y toda esa naturaleza entre muerta y viva, sancochada en agua y aceite, todo ello un islote entre flotante y hundido, rodeado por las aguas pantanosas del caldero hirviendo. También recordaremos muchos en estos tiempos de muertos, los hoyos de barbacoa como sarcófagos, la masa momificada en tamales, las máscaras de cerdo en los mercados como tzompantlis, los cabritos crucificados, los conejos y pollos llevados a la hoguera interminable.

Y es que, ¿cómo no habríamos de ver en la miasma de la chanfaina, en la cosa ecuménica de las migas, en el hechizo del mondongo, el obispo, la morongas, los infinitos tipos de caldos y potajes, carnes en todo tipo de guisos y parrillas (pensemos sólo en el relleno de barrigas con especias y chiles, estómagos que no carne maciza, hígados que como siempre dirán los que se creen doctores que son de un cuerpo su cocina, pensemos en nuestra forma de comer vísceras en tacos o quesadillas), una manera de rodearno de sabrosa muerte en nuestros muchos o pocos días? ¡Hemos lamido y lameremos hasta chuparnos los dedos simbólicos su grenetina, ese gomoso pegamento salido de la cultura de la gratuidad, la pobreza extrema y por ello atesorada dicha! ¿Cómo restar de lo que somos, ya reducidos por cierto a meros residuos, escombros, tajar, dejar de lado eso que nuestro pueblo comió, come y comerá, eso que debemos poner y pondremos en altares y ofrendas mentales con gratitud, olvidar todo aquello que subyace en nuestra cultura y permanecerá? ¿Las manitas de cerdo, trompas y mollejas, matrices y ubres, colas, vulvas, orejas y más, guisadas, hervidas y fritas, todo eso que hemos engullido como un vuelve a la vida? ¿Que no en estas fechas ofrecemos los alimentos y bebidas que tanto quisieron nuestros idos para hacerlos regresar del valle de los muertos?

Y es que en su forma y en su fondo, en el qué sin despegarse de su cómo, tal vez sea esta la comida de muertos de verdad, la verdadera cosa de la gastronomía mortuoria. La que nos topamos a ras de piso. La de cualquier día. Porque sabemos, claro, que todo lo que comemos está muerto pero, muchas veces, lo que nuestros muertos prefirieron ya se ha ido también. Muchos de esos platillos y no existen. Esos gustos han desaparecido con ellos. Esta comida es la valiosa. La comida ida, desasida ya de las cartas, los menús, la ingesta cotidiana por tacharla, muchas veces desde el prejuicio, de malsana. Lo que se comía ya nadie lo cocina, da asco o no se encuentra. Se va borrando de nuestra historia, sepultada por toneladas de comida rápida y chatarra, verdaderamente, esa sí, funesta.

Apuntar hacia una comida de estampa mortuoria sería ir más por comer carnívoro, delirante, de pobres, de ramplones, de rampantes aunque siempre de calle. Y como la cultura sublima, metaforiza, ritualiza, habría que comer tuétanos, espinazos, decenas de huesos de esqueletos, comer médulas óseas, vísceras, cerebros. Tal sería una manera de reconocernos finitos, listos para la partida final, dirigirnos haca la gran salida por la puerta que hayamos elegido o la que nos haya tocado labrar y abrir, con rumbo a la zona de los dioses primigenios, a la zona del gran y último misterio.

Y es que nuestra forma de vivir que es nuestra forma de morir (y ambas se reflejan porque sabemos de antemano que nos iremos, nos vamos borrando), tal vez pueda comprenderse un tanto más al reconocer que, en la dimensión del patrimonio vivo que es su comida, se levanta muchas veces por los fiambres, tajos de cadáveres, carnes frías aunque se sirvan calientes, y tal actitud abona como una dádiva permanente a la cultura. Se cocina así, pues, por saber, por sentir que, pese al inexorable paso del tiempo, existe aún, como una mojonera que nos impide olvidarnos de lo importante, la sensación, la seguridad de que esta cultura nuestra que nos ha tatuado, sabe bien que, si nos habremos de ir, nos iremos justo como queremos, bebiendo y comiendo hasta que llegue, sin salud o sin pesetas, nuestro momento.

Así hasta el final. Y ya luego como polvo o como se quiera (como holograma, cuerpo deforme o esqueleto), regresaremos, bien a tiempo a cada cita que se nos indique, para regodearnos nosotros mismos (si hay fortuna y los que vivan quieran invitar a nuestros espíritus), en eso que quisimos tanto.

Traspasaremos, ya sin la cárcel del cuerpo, el dintel, el umbral de nuestras viejas casas, tarareando igualmente las mieles de nuestro cancionero, muchos en su versión de plañideras, con sus achaques y “quejumbrosidades”, otros igualmente insufribles por pazguatos o demasiado sobrados, casi todos extrañados por el “vuelo” de regreso y otros hasta ufanos presumiendo que lograron, al fin, escribir sus epitafios prematuros, apresurando su paso arrancando su destino a los calendarios. Los más, seguramente llegarán más que melancólicos, con una mirada gacha de sorpresa por haberse ido en un tris, sin saber bien a bien cómo. Pero también muchos felices de hacer la visita, coronados con crisantemos amarillos, haciendo de sus biografías un chocolate espeso, hilos de calabaza en tacha, perfumados sin haberlo pedido con el azahar de nuestros panes muertos pero eso sí, vivitos y coleando entre tanta memoria, su afán por decirnos tantas cosas, mientras nos descubrimos reunidos en esa casa de familia y que todos hemos cuidado, entre olor a copal y cera, y entre risas y gimoteos, nos agasajamos con abrazos.

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