ADELANTO | Adiós a la revolución: un vertiginoso relato de amor se cierra en Chiapas, junto al EZLN

02/01/2021 - 12:01 am

Emilio, migrante peruano y profesor de arte en una prestigiosa universidad de EU, tiene un affaire con Sophia, una joven estudiante de la clase alta norteamericana. Años más tarde, noticias desde México informan que Sophia ha sido detenida en Chiapas junto al Ejército Zapatista. ¿Cómo terminó envuelta en esta situación? Emilio lo averiguará e intentará recuperarla.

Ciudad de México, 2 de enero (SinEmbargo).- Emilio, emigrante peruano en Filadelfifia y profesor de arte en una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, tiene un apasionado affaire con Sophia, una joven estudiante de la clase alta norteamericana a la que convierte en discípula y a la que seduce apelando al atractivo de los procesos revolucionarios en América Latina.

La inevitable ruptura trae, como secuelas, un matrimonio en ruinas, una vocación puesta en duda y una salud mental doblegada por los fármacos. Emilio queda en la lona hasta que, pocos años más tarde, Sophia reaparece de la manera más imprevista: desde México, las noticias informan que ha sido detenida en Chiapas junto al Ejército Zapatista que lidera el Subcomandante Marcos.

¿Cómo Sophia, la rica estudiante norteamericana, termina envuelta en una aventura armada en México? ¿Podrá Emilio acudir a ella y así salvar su última oportunidad de ser feliz? Esta historia, colmada de vértigo, combina un relato de amor descarnado con un ingenioso empleo de las fórmulas clásicas de la narrativa policial.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Adiós a la revolución, último libro de Francisco Ángeles, autor de las novelas La línea en medio del cielo (2008), Austin, Texas 1979 (2014) y Plagio (2016). Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

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Toda revolución política es en el fondo una revolución sexual, dije esa mañana en la clase, y la miré fijamente, a ella, a Sophia, sentada en la primera fila, la espalda recta, el pelo largo y rubio, el lapicero suspendido en el aire, la pierna derecha cruzada sobre la izquierda . Un desborde del erotismo, seguí .La única transformación posible surge del propio cuerpo, se manifiesta en el contacto con otros cuerpos, y alcanza su máxima cumbre revolucionaria en el ejercicio de la sexualidad, sobre todo en la que se supone que estaba prohibida, dije, mirándola, como si quisiera convencerla de algo, aún no sabía exactamente de qué.

Tenía en esa época treinta y cinco años, y me había convertido en un radical de izquierda, pero en su mísera versión burocrática, guerrillero de biblioteca, revolucionario de escritorio, demasiadas palabras y ninguna acción . Tampoco era para autoflagelarse demasiado: a la mayoría de profesores de izquierda les pasaba lo mismo, sobre todo en la academia norteamericana, que era donde yo enseñaba, Departamento de Artes Visuales de una universidad de élite en Filadelfia, llena de entusiastas seguidores de la revolución que defendían con fervor a Hugo Chávez, a Evo Morales, algunos incluso a Fidel Castro, mientras saboreaban vinos de doscientos dólares con fondos universitarios y peroraban en contra del imperialismo.

Aunque, como profesor relativamente nuevo, aún no llegaba el momento de beneficiarme con tales incoherencias, creo que en mis dos años de servicio ya iba por el mismo camino . Por eso, a pesar de que me habían contratado como profesor e investigador de arte latinoamericano contemporáneo, mis cursos habían terminado olvidando el arte para convertirse en clases de teoría política y, por ratos, en abierto proselitismo a favor de un partido que aún no existía ni podría existir jamás . Me movía por el salón y, con movimientos enérgicos, expresaba la necesidad de producir una verdadera izquierda, ya que Evo Morales, Hugo Chávez, Rafael Correa, todos los presidentes de la Marea Rosada, eran en realidad políticos de derecha disfrazados de socialistas por una retórica desgastada.

Y mientras desplegaba mi propia retórica, miraba a Sophia, los ojos luminosos, el pelo cayéndole hasta la mitad de la espalda, para buscarle la fisura, el vacío, la oculta carencia que todos arrastramos en secreto, y atacarla por ese flanco. No me bajaba la moral que fuera tan guapa, elegante e inteligente: tenía claro que a todo el mundo le falta algo, y yo sería el encargado de entregarle a ella lo que le faltaba, pensé, lleno de ambición y deseo.

Esa era mi carta de presentación: un profesor joven, con ímpetu subversivo, que se presentaba a la primera clase dispuesto a dinamitar todas las certezas de sus nuevos alumnos .Un peruano de treinta y cinco años, egresado de Historia del Arte en San Marcos, doctorado en la misma disciplina con una beca de la Universidad de Michigan, que después consiguió un puesto de tenure track en una universidad de la Ivy League; un migrante clasemediero, casado con Laura, una peruana a la que conoció en Michigan, que trabajaba como asistente editorial de una revista de arte, con quien en seis años juntos había mantenido una relación extraordinaria desde todos los puntos de vista posibles, desde el sexual hasta el intelectual; un limeño crecido durante los noventa que, sin haberlo previsto, estaba asentado en Filadelfia y se había convertido en un profesor influyente y popular, lo que para él significaba estar capacitado para convencer a sus estudiantes de que terminaran haciendo algo distinto de lo que tenían planificado antes de tomar su curso, en todos los sentidos posibles.

De manera que las cosas no marchaban nada mal cuando, en el semestre de otoño de 2011, entré por primera vez a mi clase de Latin American Contemporary Art . El nombre del curso era engañoso: el arte me interesaba cada vez menos, y menos aún el latinoamericano contemporáneo, que siendo generoso juzgaba mediocre . Por eso cada vez incluía más textos sobre autonomía, leía, pensaba y discutía con creciente pasión sobre autonomía y ya no sobre revolución . Llegamos demasiado tarde a la fiesta: mi generación tenía asumido que todo intento guerrillero no solo hubiera sido nostálgico sino también suicida, lo habían marcado con sangre sucesivos gobiernos militares que, a lo largo del continente, aplastaron la insurgencia hasta reducirla a la nada . Despojados de toda esperanza por el advenimiento de la utopía, actuar al margen del Estado en lugar de combatirlo parecía la única opción razonable . Por eso restringí la importancia del arte latinoamericano en el syllabus y abrí espacio para la teoría política . Alteraba el enfoque del curso y sentía el poder de mi lado.

Pero no era cierto: en una de las sesiones informativas a las que debíamos someternos los profesores recién contratados, una correcta cincuentona de la oficina de administración, una de esas mujeres maduras que tienen todo en su sitio, todo menos las tetas y el culo, hay que decirlo, pero sí la ropa, la postura, el tono de voz, la manera de llevarse el vaso de agua a la boca, se las arregló para, sin ser demasiado explícita, comunicarnos a los nuevos profesores que por ningún motivo debíamos jamás llevarle la contra a nuestros alumnos . Hasta ese momento, yo estaba satisfecho por haber conseguido uno de los mejores trabajos posibles para quien decide entregarse a la vida universitaria, quizá no por convicción, no porque fuera la vida soñada, que hubiera sido convertirme en estrella de rock, ídolo deportivo, presidente de la república o como mínimo actor porno, pero que a falta de condiciones o decisión para embarcarme seriamente en ninguna de esas ligas mayores al menos había terminado en uno de los mejores lugares que existen para dedicarse a la más modesta profesión de profesor e investigador universitario.

Pero ese día, recién contratado, al salir de la capacitación con la cincuentona administrativa, me quedó claro que suponer que en una universidad de élite podían persistir conceptos como justicia, mérito, igualdad, ideas borradas casi por completo del resto de la sociedad, había sido de una inocencia inaceptable para alguien que superaba los treinta años.

La universidad en que iba a trabajar estaba llena de hijos de la clase alta norteamericana, nunca sabríamos si estábamos alternando con el niño mimado de un senador o de un multimillonario o de un gobernador. O, peor, de uno de esos tipos a quienes les sobra la plata y ofrecen a su antigua alma mater una generosa donación para que bauticen con su nombre un árbol, una banca o un ladrillo del puente peatonal. En casos de extrema generosidad, una sala de estudio o incluso un edificio.

Ese era el verdadero poder, la fortuna y las influencias, nada comparable al triste simulacro que ejercíamos los profesores, mucho menos los que recién comenzábamos, dentro del salón de clase. Quizá por eso la necesidad de explorar modos alternativos de poder: cuando un guerrillero empuña las armas, en el fondo su único deseo es tirarse a quien los hábitos económicos, sociales, culturales o incluso estéticos no se lo permiten, y para acceder a esos cuerpos prohibidos asume la necesidad de patear el tablero y cambiar todas las reglas de juego.

Aunque la arrechura nunca había sido tan gramsciana, más allá de toda teoría revolucionaria, finiquitar una de esas revanchas no resultaba en mi contexto nada sencillo: para encumbrarte sobre la cotizada grupa de una jovencita de la clase alta norteamericana debías estar dotado de ciertas condiciones, pericia y sabiduría. La estrategia debía ser planificada al estilo militar. Para comenzar, como decían los guerrilleros de los sesenta, era necesaria la coincidencia de dos tipos de circunstancias: las objetivas y las subjetivas . Sobre las objetivas nuestra injerencia es tristemente parcial, no estamos en condición de controlarla tanto como nos gustaría . Sabemos, sí, que conviene un grupo de alumnos con los que tengas buena onda y que la chica a la que le has puesto la puntería no esté en ese momento demasiado enganchada con otro tipo.

Las condiciones subjetivas, en cambio, tienen que ver directamente con uno mismo. Hay varios aspectos a considerar. En primer lugar, la edad: no es lo mismo tener 32 que tener 65 . Aunque en principio ambos podrían parecerle muy viejos a la chica de veinte a la que pretendes aleccionar en materiales menos académicos, es evidente que los dos sujetos, el de 32 y el de 65, no parten en igualdad de condiciones. Segundo, no importa que un millón de personas digan lo contrario, el aspecto físico es un factor de importancia incluso en ese contexto. El tipo que se ve bien no inicia la carrera en el mismo punto que ese otro que no llega ni al promedio . Su ventaja se agranda frente al desafortunado que no resulta atractivo ni siquiera para las de su edad . A este último le conviene que pasen los años, ya que la vejez lo nivelará con sus coetáneos más agraciados . Debe aprender a adiestrarse en el trato personal y en la elegancia al vestir . Si eso ocurre, en cualquier momento puede voltearle el partido a quienes juegan al otro lado . Hay que considerar que los menos agraciados esperan su oportunidad hace años, a veces décadas, y gracias a los bolcheviques, al Che Guevara y a tantos miles de aguerridos combatientes a quienes la historia castigó con su habitual indiferencia, sabemos que el espíritu revolucionario fermentado largo tiempo no puede tomarse a la broma.

Felizmente, a la mitad de mis treinta, aún no requería demasiado esfuerzo . Desde las primeras clases capté muy rápido que tener unos 35, conservar intacta la abundancia de pelo, mantener la delgadez y cultivar cierta onda rebelde-adolescente en el vestir conformaban un producto que no volvía tan complicado resultarle atractivo a chicas guapas mucho más jóvenes . Sin embargo, para ir un paso más allá de la tenue atracción, había que sumarle inteligencia y energía, o al menos simularlas.

También identificar cierto estilo en la manera de hablar, mirar, sonreír y moverse por la clase, que en mi caso encontré sentándome sobre mi pupitre, las piernas cruzadas en postura medio zen, la espalda recta y los brazos con las palmas hacia arriba, siendo consciente de que un gordo o un pelado (o, peor, un gordo pelado) de 1 .60 no tendría el mismo efecto aunque hiciera exactamente lo mismo que un tipo de 1 .88 y 73 kilos, como era mi caso . Consciente de esa ventaja, quedaba pendiente afinar el discurso, y para conseguirlo había que leer mucho, estudiar mucho, pensar todo el tiempo, volverse obsesivo con los temas de investigación . Y por eso, aunque me gustaba aparentar un estilo relajado, en realidad era un obsesivo del trabajo . Dormía mirando conferencias académicas por YouTube, me despertaba y escuchaba ponencias sobre Carl Schmitt o Nicos Poulantzas mientras me afeitaba y me duchaba, leía al máximo de mi capacidad, intentaba participar de cuantas mesas redondas y presentaciones académicas fuera posible para seguir a la caza de pensamiento nuevo, original.

Aunque el resultado me acompañaba, no concreté tantos encuentros como hubiese podido . Me gustaba acercarme al borde y en algunos casos, no muchos, tres para ser más exactos, sucumbí a la tentación de un par de polvos y después me borré del mapa antes de meterme en problemas . Prefería mantener las cosas bajo control, no arriesgar mi matrimonio ni mi carrera, no exponerme a terminar más involucrado de lo conveniente; asumía que esas aventuras significaban ante todo mi pequeño ajuste de cuentas contra el mundo por no haberme podido convertir en un tipo con injerencia y poder de decisión, lo que afectaba una zona profunda de mi personalidad . Por eso me vengaba lavando cerebros: era sobre todo una cuestión de revancha mezclada con vanidad y, en segundo lugar, de respetable arrechura.

Eso ayudó a no involucrarme en situaciones indeseables y poder continuar con lo mío . Porque mis verdaderos problemas, al menos así lo pensaba con patética grandilocuencia, eran intelectuales .Mis verdaderos problemas eran intelectuales y se reducían a una única pregunta sin ninguna originalidad: ¿cómo hacer que este mundo de mierda se convierta en un lugar mejor? Me pasaba semanas enteras pensando posibles respuestas, las ideas me seguían dando vueltas por la cabeza incluso mientras dormía, a veces me despertaba sobresaltado en medio de la noche con un pensamiento fijo, el matiz de un concepto, la conexión entre dos ideas, el desarrollo de un argumento, y saltaba a la computadora para dejarla anotada antes de volver a acostarme.

Fueron esas las circunstancias, mi deseo de escapar de las artes visuales para tentar mi transformación en teórico político, en las que conocí a Sophia y a los otros catorce alumnos matriculados en la clase . Como siempre antes de cada semestre, entré a la página web de los cursos para observar a mis nuevos alumnos, ver sus fotografías y revisar cuáles eran sus especialidades . Memoricé nombres y caras antes de enrumbar hacia el campus, y salí de casa en medio de una lluvia torrencial .Como esa mañana había olvidado revisar el pronóstico del tiempo, no llevaba mi paraguas . Vi la hora: si subía hasta mi departamento para buscarlo, llegaría tarde a la primera clase . Así que decidí apretar la marcha y llegar a la universidad, que estaba a doce minutos a pie, lo más rápido posible . Caminé tan rápido como pude mientras gruesos goterones de agua retumbaban sobre las veredas y me empapaban el cuerpo de la cabeza a los tobillos . Diez minutos después, agotado por la velocidad de mi marcha, llegué al salón de clase, abrí la puerta, avancé a duras penas hasta el centro del aula y, casi sin poder hablar, dije lo primero que se me ocurrió:

—Hola a todos . Yo soy Emilio, he venido caminando demasiado rápido y casi no puedo hablar . El año pasado no me hubiera ocurrido . Como diría Juan Rulfo: debe ser que me llegó la antigüedad.

Después de esa breve introducción, todavía agitado por la veloz caminata, me acomodé en la silla y pedí un momento para recuperarme, lo que me dio tiempo para echarle una rápida mirada a la clase . A la primera persona que reconocí fue a Sophia: una chica alta, rubia, de una elegancia que destacaba nítida incluso entre una decena de estudiantes que debían proceder de un sector social parecido al suyo . Vestía un suéter blanco de cuello en V, lo que me permitió reconocer su piel justo en el inicio del pecho. Mantenía la postura erguida, los ojos muy atentos, y me observaba con curiosidad y aparente simpatía . Se le veía exactamente igual que en la foto, la recordaba bien porque había llamado mi atención, pero solo ahora aparecía en su real dimensión, con vida, pulso, respiración, una estatura que a golpe de vista calculé entre 1 .80 y 1 .85, una elegancia que la imagen de la web no mostraba tan deslumbrante.

Una espectadora en primera fila de la final de Wimbledon, pensé, eso es lo que parece, espectadora de primera fila en Wimbledon, quizá por la manera de sentarse o de mirar, quizá porque era evidente el precio de su ropa, pero más probablemente por un rasgo indefinible en su cara, una manera de ocupar un espacio en el mundo, que captó de inmediato mi atención . Sophia, quien yo sabía que se llamaba Sophia aunque aún no les había pedido que se presentaran, me miraba con creciente simpatía, y al reconocer la extraña atención que me dispensaba sentí el ánimo revitalizado, la garantía de que las cosas iban a funcionar muy bien ese semestre, que en esa clase habría vértigo y emoción, y en gran medida por su presencia.

Al terminar esa primera clase, acomodé mis cosas con lentitud, espiando de rato en rato con una fugaz levantada de ojos quién me observaba y quién no, y me di cuenta de que antes de salir del salón Sophia se volvió hacia mi ubicación, me miró un instante, y se fue sin ofrecer ningún gesto adicional . Pero ese pequeño gesto de reconocimiento fue para mí suficiente. Ahora solo faltaba reunirme con ella en la oficina para comprobar si, una vez a solas, la cuestión fluía tal como yo esperaba.

Pero no iba a dar el primer paso, no tenía justificación para pedirle que pasara por mi oficina .Era, además, demasiado temprano . Sabía que esas cosas deben manejarse con calma, tampoco hay que ser tan imbécil como para ponerse en riesgo, lo ideal es que todo avance lento, que progrese y se sostenga sin darle demasiada importancia hasta el final del semestre . Luego veríamos si algo llegaba a ocurrir . Solo lo intentaría si estaba cien por ciento seguro de que mis avances serían bienvenidos y que la experiencia no me traería ninguna complicación emocional.

Pero Sophia aceleró las cosas, ya que un par de días después de la primera clase me escribió un email para decirme que quería reunirse conmigo, pero que mis horarios de oficina se cruzaban con otra de sus clases. Me preguntaba si para mí sería posible, lo escribió así, con ese lenguaje formal, si para mí sería posible reunirnos en otro momento. Y yo, que no tenía la menor intención de interferir sus deseos de venir a engalanar mi oficina, le respondí que sí, que por supuesto podíamos vernos, que podíamos vernos todas las veces que quisiera, era cuestión de encontrar un horario que nos acomodara a los dos. Acordamos reunirnos la semana siguiente, un miércoles a las cuatro de la tarde.

Ese día, a la hora exacta, Sophia tocó suavemente la puerta, que estaba abierta, mientras yo simulaba estar concentrado en la laptop cuando en realidad lo único que hacía era mirar el reloj de la pantalla esperando su llegada . Alcé la cabeza para mirar, como quien sale de un estado de profunda concentración, y me encontré con su figura alta, delgada, un vestido largo y celeste, con tiras amarradas detrás de los hombros .Esperaba en la puerta sonriendo y yo, intentando disimular mi entusiasmo, le dije que pasara y tomara asiento, y mientras ella se acomodaba en la silla, decidí que esa tarde Sophia iba a quedarse conmigo en la oficina tanto tiempo como fuera posible . Y entonces, en vez de preguntarle en qué podía ayudarla o alguna otra fórmula de la aburrida formalidad norteamericana, le pregunté directamente qué otros cursos estaba tomando.

Ella mencionó tres o cuatro, lo que me sirvió para calcular con qué profesores debía competir para ganar su atención exclusiva y pensar cómo descalificarlos sutilmente . Así que, antes de prestarle atención a los cursos que Sophia iba a enumerar, yo había decidido que iba a afirmar con énfasis que se había equivocado, que su elección había sido terrible, pero que no se preocupara porque, si me permitía aconsejarla, el siguiente semestre podría remediar el error y retomar el buen camino para el tiempo que le quedaba antes de graduarse . Le dije que sus cursos estaban mal elegidos y que el único en que había acertado era el mío . Sonreí de una manera que intentó insinuar complicidad más que disculpa por la escasez de modestia, pero para no parecer un tipo que se cree más importante de lo que es, lo que hubiera sido ridículo en una universidad donde otros profesores habían ganado un Premio Nobel, agregué que había anotado una lista de cursos que se abrirían el siguiente semestre y pensé que podrían interesarle.

Sophia pareció sorprendida y sonrió, abierta y espontánea, lo que aproveché para girar el ángulo de mi laptop hacia ella, levantarme de mi ubicación, trasladarme al otro lado del escritorio y quedarme de pie a su lado indicándole cuáles eran los cursos que había pensado para ella. A pocos centímetros de su cara, simulando concentración en la pantalla, aspiré la limpieza y frescura que su cuerpo transmitía.

Uno al lado del otro, fuimos repasando los cursos que le proponía tomar el siguiente semestre . La mayoría eran clases en otros departamentos, ya que dentro de Visual Arts mi relación con los colegas era fría, en algunos casos tensa, nunca dejé de sospechar que me veían como a un enemigo, los académicos son gente muy paranoica y se toma muy en serio a sí misma.

—¿Qué te parece esta clase? —le pregunté.

Sophia observó la pantalla: Exhibition Now . Leímos juntos la descripción . El curso exploraba nuevas formas de difundir las obras y ejercer como galerista en una época en que empezaban a multiplicarse espacios virtuales dedicados a la venta y la representación de artistas . Pensé en ese curso porque al mirar a Sophia podía perfectamente imaginarla como galerista a los cuarenta o cincuenta años, la podía ver, como si el tiempo ya hubiera pasado y yo estuviera efectivamente mirándola, impecable, refinada, moviéndose con soltura entre los artistas que representaba, siempre cordial y educada, y entonces le dije que el otro curso que podría interesarle repasaba el arte contemporáneo, el verdadero, no la pintura ni la escultura, disciplinas que consideraba vestigios del pasado, puro anacronismo, sino la instalación, el videoarte y la fotografía, que pensaba más en sintonía con nuestra época y con mayores posibilidades de crecimiento en el futuro cercano . Un arte nuevo de primera línea, le dije, no ese pseudo-arte exotista que se espera que produzcan los latinoamericanos para satisfacción del mercado internacional, sino el que se expone en las galerías de Nueva York.

—Ahí se mueve todo —le dije— . En Nueva York está todo.
—Lo sé —me dijo con una ligera sonrisa— . Ahí nací y ahí he vivido toda mi vida. Hasta que vine aquí a estudiar.
—Toda tu vida —repetí— . ¿Cuánto tiempo es eso?
—Veinte años —dijo— . Llevo dos aquí en Filadelfia. Los otros dieciocho años los pasé en Nueva York.

Nunca me había preguntado por su origen, de cuál de los cincuenta estados norteamericanos provenía esa chica, pero era evidente que de ninguna manera hubiera podido ser de Alabama ni Wyoming ni South Dakota . Y aunque su origen neoyorquino me inquietaba, agregué que, además de los cursos que le había sugerido, me encantaría que tomara otra clase conmigo . Sería genial tenerte en una segunda clase, le dije, aquí la gente viene y se va y todo se acaba muy rápido, es difícil tener continuidad y avanzar proyectos con los alumnos a menos que trabajen la tesis conmigo, pero eso es complicado porque soy nuevo, todavía soy joven y no he hecho carrera, dije y la miré, como esperando que reaccione a mi afirmación de que era joven, que para ella, lo sabía, lo pensé, lo temí, sería como mínimo inexacto . Pero Sophia no pareció sorprendida por mi autoafirmación de juventud . Dijo que le gustaba todo lo que le había propuesto, pero que todavía le quedaban unas semanas para decidir qué clases tomar el próximo semestre . Volví entonces a mi ubicación, al otro lado del escritorio, y le pregunté:

—Fuera de todo eso, ¿querías conversar conmigo de algo en especial?
—Sí —respondió, cambiando súbitamente de idioma—.Vine para que me escuches hablar en español.
—¿Para que te escuche hablando español? —repetí, sorprendido, también en mi lengua materna.
—Sí —dijo.
—¿Por algo en especial? —pregunté, súbitamente entusiasmado.
—Porque quiero irme a Madrid —remató.

De golpe me sentí contrariado . Por un instante de iluso optimismo, había sospechado que su deseo de que la escuche hablar español oscilaba entre la ambigüedad y el flirteo . —¿Para qué quieres ir a Madrid? —pregunté . Me di cuenta de que mi voz parecía contener una amonestación o un reproche, como si mi presencia en Filadelfia fuera suficiente para que ella no quisiera irse a ningún lado.

—Quiero estudiar un semestre ahí . Creo que será bueno cambiar de ambiente un tiempo, y Madrid me parece una buena opción . Hablo español, pero, como tú eres hablante nativo, quería que me dijeras si te parece que tengo nivel suficiente para hacer las cosas con naturalidad si paso un semestre tomando cursos en universidades de allá.

Me pareció que era obvio que sí podía, ella debía saberlo, hablaba muy bien, no necesitaba mi confirmación, así que me aferré a la idea de que estaba buscando algo distinto y había ido a verme para que yo le ofreciera otra alternativa.

Así que dediqué los siguientes quince minutos a argumentar en contra de su posible viaje a Madrid . ¿Por qué España? ¿Qué había aportado la cultura española en las últimas décadas? ¿Las películas de Almodóvar? ¿Los grupetes pop de La Movida Madrileña? No tenía sentido.

Y cuando agoté mi furia anti-peninsular la miré, las piernas debajo del vestido celeste, la cintura estrecha, el brillo en los ojos . Quizá mi pasión al hablar, mi entusiasmo desmedido, la habían motivado a mirarme como lo estaba haciendo. Era un buen final para esa primera conversación . Era el momento exacto de terminarla . Se lo hice saber con un mínimo gesto y ella se levantó de la silla .Pero antes de que cruzara la puerta para salir de la oficina y desaparecer de mi vista, la llamé por su nombre.

—Sophia —le dije—. Quédate. En serio: quédate. No te vayas a Madrid. Quédate acá.
Ella me miró y sonrió:
—Déjame pensarlo —dijo—. Tengo que pensarlo.

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