Luis Tovar: “Soy un escritor que hace crítica, no soy un crítico que escribe” 

02/02/2019 - 12:03 am

Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seríamos, como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamosJulio Cortázar.

Ciudad de México, 2  de febrero (SinEmbargo).- En el 2006 se estrenó Rosso come il cielo, una película que dirigió Cristiano Bortone, la cual narra la vida de uno de los editores de sonido más importantes de Italia: Mirco Mecacci. La cinta cuenta cómo a los 10 años, Mirco sufre un accidente con el rifle de su papá y pierde la vista inevitablemente. Esta discapacidad hará que sea ingresado a un colegio de invidentes, pues no puede seguir estudiando en un colegio “normal”, por lo tanto será separado. Para el pequeño y sus padres el dolor es grande, por supuesto, pero más doloroso será para él dejar de ver la imagen de las películas cuando asistía al cine con sus amigos. Esto lo obliga a acostumbrarse a ver con los sonidos por medio de elementos que tiene a la mano: una grabadora, su oído y la imaginación. Éstos harán que Mirco comparta la experiencia de su ceguera en una presentación a todos los padres que sí pueden ver. El resultado es emotivo, valoramos la mirada y nos cuestionamos qué hacemos nosotros que la tenemos.

Este sentido ha sido ensalzado por autores como José Saramago autor de Ensayo sobre la ceguera, Germán Cueto, que escribió una obra de teatro la cual versa sobre la oscuridad y lleva por título Comedia sin solución y Luis Tovar (México, 1967), que vive la imagen cinematográfica desde hace más de 30 años sin saber que se dedicaría a ello, sólo por mencionar algunos. Esta vez nos reunimos con este último, quien actualmente es Director del suplemento cultural “La Jornada Semanal”, tiene una columna sobre cine desde hace 19 años a la que nombró Cinexcusas y es uno de los críticos más importantes junto a Rafael Aviña, Carlos Bonfil y Jorge Ayala Blanco. Ha publicado poesía y novela, aunque es menos conocido en este terreno.

Decidimos conversar con él sobre sus proyectos, la poesía y acerca de cómo ve el panorama cultural en México desde su labor periodística. Luis Tovar siempre fue afecto al cine, a la literatura y quiso ser músico, aunque terminó escribiendo. Pese a que fuma mucho, también gusta de correr y ha participado en diversas competencias como maratones y medios maratones. Beatlemaniaco de corazón, cuenta con un bagaje cultural bastante amplio: lo mismo puede hablar de Pink Floyd que de la Sonora Santanera o lo mismo puede apreciar La rosa púrpura del Cairo que de La pulquería. Lo esencial para él es la mirada, primero, acompañada de la escritura, su herramienta de trabajo. Mirco Mencacci al perder la vista imaginó posibilidades auditivas; Luis Tovar, con una mirada diáfana, logra transmitir imágenes con palabras: es imagen, sonido y palabra, sencillamente porque no concibe el mundo sin esta triada. ¡Acción!

–¿Tienes problemas porque te confundan con el predicador venezolano Luis Tovar o con el actor Luis Felipe Tovar?

–No. El predicador venezolano está muy lejos, entonces resulta muy obvio para el que busca que somos aguas de distintos mares. Con Luis Felipe sí pasó un tiempo, nos daba risa porque hemos coincidido en festivales o eventos de cine, incluso llegamos a decir que éramos primos, aunque no es así. Luis Felipe y yo nos conocemos desde hace más de 20 años, entonces no tengo problema.

Estoy tratando de hacer algo que no sea nada más hablar de la película, dice. Foto: Cortesía

–¿Cuáles son las primeras películas que recuerdas haber ido a ver?

La primera película que recuerdo con claridad es La dama y el vagabundo, la vi en el cine Ópera. Pasaban mucho cine infantil, pero también pasan estrenos importantes, como Let it be, de los Beatles, al que mis papás me llevaron y recuerdo las hordas de gente para entrar a verla.

–¿Qué cines frecuentabas?

–Los sábados mi familia iba a surtir la despensa a la zona de la Villa; en Martín Carrera había un cine que se llamaba Cinema La Paz, un cine de tercera corrida, le decía a mi papá que me dejara y como había permanencia voluntaria veía tres películas por tres pesos. Luego por mi cuenta me movía un poco más, asistía al cine 5 de Mayo en la colonia San Felipe de Jesús, igual de piojito, le decíamos cine de ladrillo y palo, el ladrillo era para sentarte y el palo para matar la rata que iba pasando. Era un cine tan barato y tan  precario que tenía techo de lámina y si llovía no se escuchaba, podías ver, pero no entendías nada. En los Cines Xalostoc de repente pasaban cosas interesantes, ahí vi con unos amigos Posesión, de Andrzej Żuławski, un cineasta polaco maravilloso, la cual seguramente compraron porque creyeron que era de terror y no, es una película de autor. Frecuentaba el cine Chaplin, una de las primeras salas de arte, ahí vi The kids are alright, un documental sobre The Who y me encantó; vi El imperio de los sentidos de Nagisa Ōshima, una película fuerte, ostentó el récord de la película que más tiempo duró en cartelera: siempre llena. Iba al cine Gabriel Figueroa, que estaba en la Roma; al Relox cerca de CU, donde veías el cine que no se veía en las salas comerciales. Y obvio, la Cineteca. Eran tiempos muy románticos en cuanto a los sitios para ver cine.

–¿Cómo llegaste a la literatura?

–Fue simultáneo al cine. Me tocó aprender a leer muy chavito, aprendí a leer antes de entrar al Kínder. Era un niño muy preguntón y mi mamá me llevaba para todos lados, supongo que por cuestiones circunstanciales. Me llamaban mucho la atención los letreros, los anuncios, los rótulos y me la pasaba preguntándole qué decía. El Kínder al que entré lo dirigía la maestra Inés, como ya sabía leer me aburría mucho. En los recreos me iba a la oficina de la maestra porque había un calendario, de esos que en la parte de atrás tenían aforismos, máximas, chistes, colgado en la pared, y alzaba las hojas para leer lo que decía. Un día la maestra me vio leyendo y a partir de ahí me fue acercando libritos, me acuerdo de Julio Verne, Emilio Salgari, Robert Louis Stevenson, eran ediciones más ilustradas que con texto, pero los clásicos los leí gracias a ella. En mi casa no había muchos libros, eso es algo que narro en un libro de cuentos que espero publicar el año que viene, no había más que cinco o seis libritos. Un día mi papá compró un librero chaparro, dividido en cuatro, y metieron los libros que había en la casa, sobraba espacio. Los leí todos, no me importaba de qué eran, estaba Papillon— la historia de Henri Charrière—, unos libros de Manuel M. Almazán que era un parodista pésimo y otros que no recuerdo. Después a mi papá le gustó Luis Spota y mejoró la cosa, porque leí Casi el paraíso y me empezó a gustar la literatura. Uno de los libros que más me gustó de él fue Retrato hablado porque era de cómo el PRI designaba a sus sucesores. Ya un poco más adelante mi hermano mayor —me lleva cinco años— accedía a otras cosas y empezó a llevar libros de Alejo Carpentier, de Gabriel García Márquez y Rius. Me gustaba mucho Márquez, pero me decanté más por Julio Cortázar, cuando me cayó el primer libro de él en las manos dije: “yo soy de acá”.

–¿Por qué estudiaste Letras y no cine?

–Nunca pensé estudiar algo de cine, jamás. Quería estudiar filosofía, psicología o matemáticas, porque me gustaban y no se me daban mal. Sin embargo, le debo a Francisco Lenin Sánchez del Carpio —un gran profesor del CCH Vallejo— haber estudiado Letras. Fue quien me enseñó a hacer fichas, notas a pie de página y me dio estructura para las lecturas. Él le hablaba de usted a los alumnos y un día me preguntó: “¿Oiga Tovar, usted qué piensa estudiar?” Le dije mis opciones y volvió a preguntarme: “¿No ha pensado estudiar Letras?” Le dije que no. Pero él ya había visto unos textos míos publicados en un pasquín en el CCH y me dijo que yo era escritor, pero me faltaban muchas cosas, sobre todo de lecturas y estructura, las cuales me las podía dar la carrera. Esto coincidió con que me daba clases de historia Agustín Sánchez González, que también escribía e iba a un taller de cuento y novela con Orlando Ortiz, en el INBA. Un día llegó con una plaquetita de cuentos al CCH y me la vendió, me habló de ese taller y decidí ir porque ya traía el gusano de la escritura. Antes de eso ya había ido a otros talleres, pero como que no me hallaba: fui con Salvador Castañeda —después se hizo un gran amigo—; luego fui un breve lapso de tiempo al taller de poesía de Juan Bañuelos, pero como talleristas no me funcionaron. Caso contrario pasó con Orlando, caí en blandito y ahí me quedé.

Dejé las reseñas y me puse a hacer crítica, cuenta. Foto: Cortesía

–¿Cómo llegaste a la crítica de cine?

–Trabajaba en periódicos mientras estaba estudiando la carrera. A principios del 86 entré a trabajar como corrector de galeras al Heraldo de México, tenía como 18 años. Trabajé en una editorial que se llamaba Limusa —ahora se llama Noriega Editores— también como corrector de galeras. Luego trabajé en un conglomerado de empresas de comunicación que todavía existe y se llama Zimat, donde se dieron cuenta que yo funcionaba como creativo publicitario y entonces me empezaron a jalar para ese trabajo. Comencé a inventar cosas de publicidad: nombres para productos, nombres para marcas, slogans de campaña, entonces me volví publicista, pero creativo. Así estuve nueve años. Me volví alcohólico —ahora ya no bebo nada—, porque es un ambiente muy propicio para eso. Dejé el periodismo, ya no iba a talleres (aunque seguía escribiendo), no estaba cerca de los círculos literarios ni de las camarillas, nada. Mucho menos del cine. Estaba por nacer mi tercera hija, decidí ahorrar y renunciar a la agencia. Dije: “le voy a hacer como John Lennon cuando nació su hijo Sean, voy a dejar de trabajar para cuidarla”. Ella nació el 6 de enero, el día 7 presenté mi renuncia y me dediqué a cambiar pañales. Pensaba tomármelo como un sabático, pero la lana me duró como ocho meses y tuve que conseguir trabajo. Preparé mi curriculum y lo mandé a tres revistas: Arqueología Mexicana, a una revista médica y a Cinemania. Los primeros que me llamaron fueron los de Cinemania y me citaron para una entrevista. Fui y me quedé. Entré como redactor y traductor porque sé un poco de francés e inglés, entonces podía traducir cosas sencillas. Dentro de la redacción me empezaron a encargar artículos. La editora como que me vio el perfil para Cine de Arte más que comercial, por lo tanto me encargaba cosas que a los otros colaboradores sentía que no lo iban a pescar muy bien. Una de las primeras películas que reseñé fue Anna Karenina, ya conocía la novela, entonces me tocaba de cajón; lo mismo pasó con Dos crímenes, una película basada en la novela de Jorge Ibargüengoitia, que la dirigió Roberto Sneider. Al poco tiempo era jefe de redacción de la revista y empecé a escribir crítica. Traía las bases de la teoría literaria, conocía modelos de análisis estructural, posestructural: Todorov, Adorno, Bajtin, lo cual complementé con teoría cinematográfica para aprender bien lo que me faltaba de cine. Dejé las reseñas y me puse a hacer crítica.

–¿Cuál es tu mirada en las películas?

–Una de las cosas que una película hace (a pesar de sí misma), es ser radiografía de su tiempo, de su momento. En las películas de ficheras hay una trama superficial, predecible, pero está también el retrato social de un segmento: ¿qué viste, de qué habla, qué le interesa, qué tenis se pone, cómo se peina, por dónde anda? Todo eso está en la película. De la misma manara que en Ladrón de bicicletas está retratada la Roma de 1949. ¿Cuál es la diferencia? La mirada. Si lo quieres ver o no lo quieres ver. ¿El propósito de Ladrón de bicicletas es más elevado? Sí. ¿Pedro Weber “Chatanuga” lo hacía para comer? Sí. Pero eso no le quita su condición de radiografía social, eso es aprender a separar niveles de interpretación. Si haces un nivel de interpretación fílmica te das cuenta de que la película es un bodrio, por las actuaciones, la edición, etcétera; pero si la ves en otro nivel de interpretación, sociológico, te das cuenta de que tiene cosas bien interesantes. Cuando Guillermo del Toro enumera las películas que gustaban, nos damos cuentas que le gustaban puros churros. Pero pasan por el filtro de su talento y de su visión, y aquello se vuelve poca madre. A la gente le encanta La forma del agua. Todo sale de El monstruo de la laguna verde, esa fue la primera película que le encantó a él, una película hecha con tres pesos. La gente carece de un ecumenismo cultural, porque cree (por pose, por prejuicio), que eres inculto si te gusta Camilo Sesto o Juan Gabriel, pero cuando explicas por qué te gusta y lo analizas, entonces te sorprendes porque no es decir que es cursi. Lo mismo se le dijo a Agustín Lara, a Álvaro Carrillo, a Roberto Cantoral, a Armando Manzanero, hoy ya los canonizaron, ¿no es chistoso que en su momento los desdeñaron como a Juan Gabriel? ¿Tenemos que esperar 50 años a que sus nietos digan lo importante que es el divo de Juárez? Mejor hagámoslo nosotros, abramos los ojos. Pero si te la pasas excluyendo y tienes a un Nicolás Alvarado que desde una posición de poder ningunea al máximo representante de la cultura popular en el género musical, nos lo comemos crudo, porque queda evidenciado como cabeza de turco que esa manera de pensar es perfectamente pedante. Inculto es el que ignora, no el que incluye. Si yo ignoro la cultura popular, lo que hago de entrada es divorciarme de mi pueblo que es popular. Había quien me decía que para mí daba lo mismo Juan Gabriel que Jacques Brel. No. No estoy diciendo que escriban igual o que valgan lo mismo, estoy diciendo que en el horizonte cultural tengo que considerarlos a ambos. Mi educación sentimental, citando a Monsiváis, procede lo mismo de la alta cultura como de la popular.

–Se nota una preocupación por el lenguaje en tu forma de escribir, ¿qué significa el lenguaje para ti?

–El lenguaje significa todo. Me alegra que se note. La columna crítica que tengo, en “La Jornada Semanal”, Cinexcusas, no pretende hacer una simple crítica cinematográfica, soy un escritor que hace crítica, no soy un crítico que escribe y creo que eso se nota. Estoy tratando de hacer algo que no sea nada más hablar de la película. El lenguaje para mí es fundamental, mi preocupación por el lenguaje y la literatura son mayúsculos, no podrían ser más grandes. Uno de los cinco libros que tengo se llama Palabra el cuerpo y el último poema es el que más alude a eso y digo: “cuerpo de palabras, ni pose ni eufemismo/ eso es lo que yo soy soy verbo y soy vocablo”, porque tengo clara la idea de que el universo real es el universo que alcanza con las palabras que tenemos en la cabeza: nombrar al mundo es lo que hace la poesía; es habitar el mundo y tu mundo real (el cognitivo) está hecho de palabras, de tal manera que sin lenguaje no somos ni siquiera humanos. ¿Que define a un humano? En última instancia lo define el pensamiento, lo que más humano tenemos es la palabra y lo es al grado que lo llevo a todo lo que hago: me importa que suenen bien las cosas, me importa que se digan bien. Soy lector del Siglo de Oro de toda la vida y a Garcilaso lo traigo en el ADN. Me importa que el discurso y la expresión sean bellas y después eficientes: serán eficientes porque son bellas.

–¿Qué entiendes por poesía?

–La poesía es cuando no te queda de otra, cuando no tienes otro remedio y tienes que decir ciertas cosas que salen de ese modo. Hay tanta basura en torno a la poesía, tanta faramalla, tanto falso glamur. La poesía está en Arya [su labrador] echada, parece la del cuadro de Dalí. Aquí iría algo que a Hugo Gutiérrez Vega le encantaba citar de Montale: “puesto que la poesía no sirve para nada es absolutamente indispensable”. No tiene una utilidad práctica, fáctica, material, pero sin esa cosa difícil de nombrar llamada poesía, el mundo sería diez mil veces más horrendo de lo que es. Diría que cuando me sale poesía no me lo estoy proponiendo, me sale. Lo que estoy buscando es una cosa mucho más inasible y espinosa llamada belleza: te explota enfrente (o en las manos) y entonces, como uno tiene la costumbre de decir las cosas con palabras, eso se convierte en un gesto natural del alma: ponerlo-en-palabras. No puedo no hacerlo.

–¿Crees que haya crisis en la cultura actualmente?

–¿Cuándo no hemos estado en crisis? Siempre hemos estado en crisis. Qué bueno que es así, porque una cultura que no está en crisis está muerta. Un entorno cultural que no entra en contradicción consigo mismo está muertisímo. A los Contemporáneos se oponen los Estridentistas, a Vuelta se le opone la verdadera izquierda intelectual que cabía en una cabeza maravillosa llamada José Revueltas. Felizmente los Krauze y los “letrinas libres” se están yendo por su inoperancia y su inutilidad. Pero como ya están entrando en una crisis de base económica, les está llegando la lumbre a los aparejos, es una crisis real para ellos, pero vista desde la otra perspectiva es el momento más feliz que te puedas encontrar porque estamos hablando de un reacomodo en el que todavía no sabemos cómo va a quedar en el fondo del río. Porque de finales de los ochentas para acá, la izquierda estuvo “con la pata en el pescuezo” como lo dijo Roger Bartra, alguien que en su momento se le consideraba de izquierda. Lo que he tratado de hacer desde el suplemento [La Jornada Semanal] es horizontalizar el horizonte cultural, no jerárquico, nadie está arriba de nadie, incluso la cultura popular de la que se ha hecho escarnio. Se ha ignorado esa lógica absurda de quitar a los que no publican en Anagrama, en Nexos, en Alfaguara, en Cal y Arena. No. El aval no te lo da la editorial, tú avalas a la editorial con un buen libro.

–¿Te consideras subversivo?

–No me gusta ponerme etiquetas. No soy un dinamitador intencionadamente. A Bob Dylan le dieron el Nobel hace dos años, en el suplemento decidí hablar de él cinco años antes. Hay muchos autores que se lo merecen menos que Dylan. ¿Quién se acuerda de los Nobel?, pero si dices Dylan lo relacionas con el premio. Él representa muchas cosas, digamos que la cristalización de esto que yo he tratado de hacer que es horizontalizar. A Cohen le habían dado el Asturias cinco años antes porque es un autorazo, nos podemos poner con sus letras a ver si es o no poesía y vamos a ver ecos de Whitman, de William Carlos Williams, sí leía. Si esas cosas funcionan como revulsivos, para decir que es algo subversivo, pues sí. Pero no me lo propongo.

–¿Qué temas consideras que están presentes en tu escritura?

–Los autores tenemos dos o tres temas y no más. Yo sé cuáles son mis temas y vuelvo a ellos, no siento que me repita: el tiempo, la muerte, la contemplación y la belleza, son las cosas que más me gustan. La mejor definición de poesía es que es bifronte, dicen que la poesía lo único que hace es nombrar al mundo, decir al mundo, ponerlo en palabras y nombrar lo que a todos pertenece que es el mundo. Es ontología pura.  El en sí y el para sí. Así de claro, de sencillo y hermoso. No le vas a añadir al mundo temas o asuntos, lo único que le vas a añadir son formas de mirar esos temas. Una gran obra llamada Pedro Páramo, ¿de qué habla? De lo que hablaba medio mundo: habla de la muerte, amor, soledad. ¿Quién no ha hablado de la muerte? Están tocando a una puerta y lo que quieren abrir es el entendimiento a algo que los obsede de manera natural e inevitable.

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