ADELANTO de El sistema del tacto, de Costamagna: Se tomó una cerveza, a las siete y media molió el antibiótico

02/03/2019 - 12:00 am

Alejandra Costamagna, escritora y periodista chilena, ha sido reconocida con múltiples premios. SinEmbargo presenta un adelanto de El sistema del tacto, su reciente obra. 

Ciudad de México, 2 de marzo (SinEmbargo).– El 5 de noviembre de 2018, un jurado compuesto por Rafael Arias, Gonzalo Pontón Gijón, Marta Sanz, Jesús Trueba, Juan Pablo Villalobos y la editora Silvia Sesé otorgó el 36º Premio Herralde de Novela a Lectura fácil, de Cristina Morales. Resultó finalista El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna.

Alejandra Costamagna ha publicado novelas como En voz baja, Ciudadano en retiro, Cansado ya del sol y Dile que no estoy. También los libros de cuentos Malas noches, Últimos fuegos, Animales domésticos y Había una vez un pájaro.

Por cortesía de Anagrama, SinEmbargo presenta a continuación un fragmento de El sistema del tacto. 

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No va a leerlos, piensa Agustín. La chilenita no va a leerlos. Acaba de prestarle los tres últimos libros que le prestó el flaco Gariglio, su compañero de dactilografía: La herencia maldita, Pánico en el paraíso y Los niños diabólicos. El préstamo de un préstamo. Debe devolverlos a Gariglio la próxima semana o pagar por ellos, si le gustan. La niña se aburre, piensa Agustín. Por eso le da los libros. Ella los recibe como se reciben las cartas en una partida de escoba, como las que juega con sus abuelos por las noches, sin mucho entusiasmo. Más bien con parsimonia, algo que a Agustín no le parece propio de su edad. No debería pasar tantas horas con Nélida en esa pieza llena de exclamaciones. Él sabe que bajo los silencios de su madre hay estallidos que pueden dejar sordo a cualquiera. Aunque sea una niña, aunque sea extranjera. Tampoco es bueno que la obliguen a dormir siesta ni que pase los meses de vacaciones encerrada con los viejos. Si no mírenlo a él, que apenas sale a sus cursos de dactilografía una vez a la semana. Mírenlo a él, que vive en esta covacha, tecleando y tecleando, y no va ni a la plaza. Como si esto, su vida, fuera la prolongación tardía de alguna guerra. Una casa de seguridad, una de esas prisiones de los zurdos que dicen que hay a la vuelta de la esquina. Agustín escucha rumores, pero no los alimenta. Y es verdad que a la niña no la tienen encerrada, eso sería una exageración. A veces sale con su prima Claudia, trepan los árboles, hacen cosas de niñas. Se nota que a ella le gusta estar ahí, con estos parientes que habitan moradas tan distintas, imagina Agustín, a la de su país. Él nunca ha ido más allá de Mar del Plata (y eso fue hace mucho, con su madre, cuando todavía salían de la casa). La niña, en cambio, va y viene todos los años de Chile a Argentina, de Argentina a Chile por tierra. Ha escuchado tantas veces el relato de la chilenita y de su padre. Que la llanura buscando los rieles de un tren que nunca aparece, mientras avanzan hacia el oriente, que los remolinos como un espejismo, que las paradas en medio de la ruta para orinar o estirar las piernas, que las montañas allá al fondo, que la subida, ¿cuánto falta, papá?, que el túnel más largo del mundo –casi tan largo como Chile, imagina Agustín que exagera la niña mientras extiende los brazos como si lo más largo del mundo fuera un metro y medio, un país que se cae del mapa–, que el viento como un animal furioso en la cumbre, que la bandera con la estrella blanca sobre el fondo azul y el rojo sangre a un costado, que las curvas montañosas, que la bajada, que al fin su casa. La niña tiene un nombre, pero él la llama chilenita. Es hija de su primo y lleva su mismo apellido; sus mismas iniciales, incluso. Podría ser su hermana menor, piensa, la hermana que nunca tuvo. A veces le dan ganas de subir a la citroneta del primo y partir con él y la niña hacia el otro lado. Llevar la radio a pilas y escuchar a Elvis Presley hasta que se apaguen sus voces. La de Elvis y las de la comitiva. Parientes que se fugan juntos y desaparecen de los radares humanos. Diablos disfrazados de ángeles, despegando hacia un cielo sin nombre, hacia otra galaxia. Que la chilenita lo salve. Que lo saque de ahí, que le abra las puertas, que lo haga cruzar el mar si es necesario, que le diga que esos libros son de mentira, que la vida es otra cosa. Pero la niña es una niña y no puede cambiar la historia.

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DIVISIÓN IMAGINARIA DEL TECLADO: Se divide el teclado con una línea imaginaria, en dos partes. Las letras situadas en el lado izquierdo. de la linea nombrada, deberán pulsarse con los dedos de la mano izquierda y las situadas en el lado derecho con los de la mano derecha.

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Que se va a morir, le dice el padre. Que su primo, el último pariente de su corteza que queda vivo, su único primo, agoniza al otro lado de la cordillera. Que él no puede viajar a Campana, dice, que por favor vaya a acompañar a Agustín en la agonía. Que lo sustituya, le pide mientras apaga el segundo cigarro de la mañana. Que si acepta, dice el padre, él compra el pasaje hoy mismo y le da dinero para sus gastos. Lo que necesite. Ania lo necesita. Desde que la echaron de la escuela lo necesita mucho. El dinero, la estabilidad. Desde que empezó a pasear perros, a cuidar gatos, a regar plantas ajenas mientras los moradores de las casas están de viaje. Desde que conoció a Javier en esas andanzas. No, decir eso sería injusto. Desde que empezó a tener uso de razón, mejor. Desde que murió su madre cuando ella tenía dos años y todavía no era una persona en regla. Desde que apareció Leonora y el padre empezó a hablar otro idioma. Un idioma sin lengua, ininteligible para Ania. Desde que apareció Leonora y el padre fue perdiéndose en un mapa propio, que la sacó de órbita. Ania ha dejado de escuchar las palabras que brotan de la boca del padre y se ha clavado de cabeza en una nube de necesidades y urgencias. Escenas que llegan como traídas por el viento. La primera vez que la inspectora de la escuela la llamó a su oficina y la sermoneó durante varios minutos acerca de la disciplina, de la necesidad de formar seres rectos (esa palabra usó, «rectos», y Ania imaginó un ejército de niños marchando con las espaldas muy erguidas, rectos de cuerpo y de espíritu, rectos de habla, tiesos e inquebrantables como un paredón). Que fuera más estricta, le exigió la inspectora. Que controlara las escrituras de los estudiantes, que no permitiera barbaridades como las del último diario mural, que llevaba crónicas con erratas como «alcohón» en vez de halcón (o de alcohol, vaya una a saber), «murmurllar» en vez de murmurar, «barbosa» en vez de babosa, «dientista» en vez de «dentista» o «baldrar» en vez de quién sabe qué. En el escrito del niño que puso los pelos de punta a la inspectora, un animal baldraba y Ania pensó en la extraña sugerencia de ese sonido: un ladrido o un balido que taladran el aire. A ella, a decir verdad, le parecían fabulosas las invenciones lingüísticas de los alumnos. Pensaba que las palabras tenían pliegues y estaban siempre en la frontera entre la carne y el mundo. Sin embargo los niños (la gente en general, pero los niños en particular) no le gustaban demasiado. Si soltaba la imaginación, incluso, podía llegar a verlos como figuras diabólicas. Los niños, esos niños que le tocaban como aprendices, succionaban cada milímetro de su vida. De todas formas no se le pasaba por la cabeza corregirlos ni coserles la boca: volver rectas esas lenguas sueltas, tan vivas, aún sin la espuma de la adultez. A veces pensaba que no tenía tacto para relacionarse con la gente, que era mucho más llevadero un animal o una planta que un ser humano. Ella solo tenía un gato, un atado de pelos de color naranja convertido en un pariente involuntario, y con eso le bastaba. A veces sentía que no servía para trabajar. No en una escuela al menos, no vigilando las conductas de los demás. Y estaba el otro asunto: Ania no sabía dormir. Con el paso de los años había olvidado cómo se dormía. Calmosedán, adormix, zopiclona, lo había probado todo. Andaba siempre cansada, bostezando en medio de las conversaciones. Así no se podía estar a cargo de un curso, hacer clases de nada. Tienes que cuidar tu higiene del sueño, le advertían en la escuela. Y a ella la expresión le hacía gracia. Se imaginaba pasando una esponja con jabón a sus somnolencias, escobillando sus pesadillas. Lo que Ania quería era jubilarse antes de los cuarenta años, pero eso era imposible. Tal vez su futuro era cuidar casas ajenas y convertirse en el morador de turno. Poco a poco ir transformándose en esos otros a los que sustituía. Adquirir sus hábitos, comer en sus puestos, acariciar sus mascotas, masturbarse en sus camas. Aprender sus conductas, inventarse un manual para cada caso. A Javier lo había conocido así: después de pasar una noche en su departamento, sola, a cargo de un gato convaleciente. Javier vivía a tres cuadras de distancia, en un espacio minúsculo. La había contactado por un aviso que ella dejó clavado con un chinche en la botillería del barrio. «Cuido mascotas, paseo perros, riego plantas.» La llamó, le dijo que era urgente, que viajaba esa misma noche y no tenía quien se hiciera cargo de su gato enfermo. Estaba con tratamiento de antibióticos por una infección urinaria, el gato. Le dejó las llaves con el conserje y las instrucciones de cómo darle el medicamento. Confianza absoluta, el hombre. O afecto extremo por el animal. Eso le gustó a Ania. Se despidió de su gato naranja y llegó a cuidar a un gato gris que al principio ni le dio bola. La miró como se mira a un extraño, apenas alzando la cabeza, y acomodó su cuerpo lánguido en el sofá. Si Ania no sabía dormir en su cama, menos iba a dormir en una ajena. Lo intentó en vano. La zopiclona no hizo efecto. A las cuatro de la mañana se levantó y fue a acariciar al gato. El animal la miró desde su misma posición en el sofá y soltó un maullido deforme. No era la voz de un felino. Un baldrido, pensó, un murmurllido. A las cinco se hizo un café, a las seis se tomó una cerveza, a las siete y media molió el antibiótico, lo disolvió en agua, lo metió en una jeringa, le abrió la boca al gato y aplicó la dosis. Luego se acostó junto a él y logró quedarse dormida. A las diez y media de la mañana sintió un sonido en la cerradura de la puerta; se aterró. Sabía que era Javier, pero se aterró. Probablemente el insomnio prolongado y los restos de hipnótico en el cuerpo la tenían espirituada. Javier la saludó como si se conocieran de toda la vida. Y tomaron café y él habló de su trabajo en una imprenta y ella habló del despido en la escuela y la precaria indemnización, de su búsqueda incierta, del mal dormir, de sus ganas de jubilarse hoy mismo, del dinero por cuidar casas, gatos, perros y plantas que no era suficiente, nunca era suficiente. Debía hacer algo, dijo. La carraspera del padre la trajo de vuelta. Repentinamente se borraron las escenas previas de su cabeza y se impuso el sonido de una voz aguardentosa. Se esfumaron Javier y esa primera conversación en su departamento, el inicio de algo. Ahí estaba ahora el padre en la cafetería de siempre, con un tercer cigarro apagado y la expresión de dime que sí, no me defraudes. Con el gesto del que pide un favor. Que Leonora está convaleciente, le escucha decir. Cree que eso ya lo ha dicho, pero no está segura. Que él debe acompañarla acá en Santiago. Que, encima, están de visita los hijos y los nietos de la mujer, que han venido del sur, sigue el padre como en un rezo. Le faltó el espíritu santo nada más, piensa Ania, aunque nunca ha visto a su padre orando ni santiguándose. Que a fin de cuentas, sigue el hombre, él es su marido, su familia. Se refiere a Leonora, naturalmente. Familiastra, quiere corregirlo ella. Normas mínimas de convivencia, hija. ¿De qué manual de comportamiento le está hablando el padre? De cualquier forma, ella sospecha que esa no es la verdadera razón. Con la muerte de Agustín, el último miembro de la tribu, se termina la historia. Se acaba Campana. Y al padre no le da el cuero para presenciar ese final. Se fueron los abuelos, los tíos abuelos, todos los parientes mayores de sesenta años: se termina la especie allá al otro lado. Queda Claudia, sí, pero la muchacha ya no vive en Campana. Y por lo demás es de la nueva rama del árbol, tal como ella, no llega a los cuarenta años. La verdad de las cosas, piensa Ania, el padre no es capaz de ver a Agustín en esa condición porque advierte ahí, seguramente, su propio declive. Ya nos vamos extinguiendo, nena, saca un hilito de voz el hombre para hablar. Y a la hija esas cinco palabras le atraviesan el pellejo. En ese momento, sin decirlo, acepta la petición.

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