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Antonio Calera

02/07/2017 - 12:05 am

6 Historias pequeñas de comida 6

Me quedo perplejo frente a la relación que existe entre el pensamiento de Matta-Clark y lo que su servidor siente como objetivo de su humilde proyecto de cocina.

Me quedo perplejo frente a la relación que existe entre el pensamiento de Matta-Clark y lo que su servidor siente como objetivo de su humilde proyecto de cocina. Foto: Cortesía de la finca de Gordon Matta-Clark y David Zwirner. Tomada de Volture.com

1. FOOD DE GORDON MATTA-CLARK EN NUEVA YORK

Alguna vez en Nueva York, asistí en el Whitney a una exhibición de Gordon Matta-Clark. No pude tener más suerte. La exposición era distinta a la presentada en México hace unos años. Mucho más completa. Además de las “intervenciones” que realizó mientras vivió –fue una lástima su pérdida prematura–, hemos quedado prendidos por un trabajo que desconocíamos. En 1971 y hasta 1973, junto con otros amigos, Gordon Matta-Clark tuvo un restaurante en Nueva York llamado “Food”, que en su breve existencia sacudiría integralmente la escena artística del Soho.

No se trataba de un restaurante tradicional. Era en todo caso un punto de encuentro para el conocimiento de los diversos grupos de artistas, un local para el performance, un centro de reunión de diferentes tendencias del arte diseñado ex profeso por Matta-Clark. Mostradores, espacios de trabajo empotrados al muro, sitios de degustación en fin, “Food” fue pensado como un lugar para el convite, un negocio y un santuario como obra conceptual, lo que significaba que los artistas fueran lo mismo comensales amigos, clientes y co-creadores del lugar. También los artistas expositores podían ganar, si así lo querían o necesitaban, algún dinero trabajando como cocineros o asistentes de limpieza. Parece ser, por cierto, que no en pocas ocasiones este dinero sirvió para producir una acción, una exposición de los artistas-trabajadores.

Los domingos por ejemplo, se presentaban funciones de experimentaciones escénicas con alimentos. Se llamaban Food Theater. Uno de los invitados fue el mismísimo maestro Robert Rauschenberg, fallecido recientemente, quien cocinara alguna vez un platillo japonés llamado Sushi que luego, según ciertas informaciones, atiborraría al Soho neoyorquino con su versión más comercial.

Pero presentemos algunas palabras del mismo constructor-deconstructor Matta-Clark: “He llegado a la conclusión de que, en parte, mi misión al abrir este restaurante es recuperar el arte de comer con amor y sin miedos, cocinar libremente. Este ideal, genuinamente cristiano, excluye la posibilidad de alimentarnos con nuestros seres queridos o, a su vez, de ser consumidos por los que nos quieren. Espero que a estas alturas mi intención, así como su importancia histórica y beatífica, haya quedado clara. Es inevitable. Ha llegado el momento de un nuevo canibalismo, que complete otra fase del desarrollo social”.

Me quedo perplejo frente a la relación que existe entre el pensamiento de Matta-Clark y lo que su servidor o cualquier creador siente como objetivo de su humilde proyecto de cocina: comer, si bien no al otro literalmente –lo que nos llevaría al límite del placer o del amor, la ingesta del ser querido–, sí de manera simbólica en su comida: alimentarnos de la energía de los demás –sin referirme aquí a algún vampirismo energético–, dejarnos comer por los amigos. Esa y no otra es la eucaristía final, la más deseada. Nunca he conocido un cenáculo, en términos estrictamente religiosos, de esas dimensiones. ¿Seremos capaces de albergar a nuevos seres queridos en una casa de esta envergadura, rejuvenecernos comiendo semejante calidad de energía?

2. DE LOS CELOS, LA CODERÍA Y LA ORIGINALIDAD

Los miembros honorarios del mundo de la comida y la bebida, los adictos al placer, debemos en conjunto atacar un mal. Me refiero a ese mal que conocemos todos de sobra y nos arrastra con fuerza al centro de la discordia, y que amenaza por desaparecer cualquier frontera de educación y respeto. Me refiero, amigo lector, a el error de pensar en la cocina como un canon familiar, un elemento establecido de antemano e inamovible: la cocina como propiedad privada, como bien patentado de ciertos apellidos o alcurnias.

Debe quedar claro que la cocina no le pertenece a nadie: es un continuo cultural, enriquecido a lo largo de los tiempos por comensales convertidos ya en polvo, que esperarían de nosotros, más que el celo de una receta o su protección, su esparcimiento por el orbe para deleite trascendental. Por eso debemos decir “No” a los de espíritu del tamaño de una teaspoon, poner un alto a los aristócratas de la horneada, decir con la cara en alto “No” a los que se niegan al cambio, a la alteración, a la sustitución de ingredientes como experimento-enriquecimiento de los platillos más extraordinarios. Y abramos sus ojos con humildad, queridos hermanos: recomendémosles mutaciones, compañerismos, maridajes. Hagámosles saber que si un creador (cocinero) se brinda a otro (comensal) en forma de Crepa, Emparedado o Pescado a la talla, es porque ambos valoran la coexistencia, y los tiempos de hoy nos permiten amalgamar, fundir, fusionar ideas para que vivan simultáneamente, complementariamente.

Así acabarán las historias de encono y separatismo. Si uno le pone Durazno a sus Chiles en Nogada que le apetezca; si tal no quiere hacer caso a la sugerencia de incorporar Pimienta al curtido de Chiles qué mejor; si alguien llama de otra manera a los Romeritos o al Revoltijo es que ya tocaba refrescar el vocabulario.

3. COHETES DEL MAESTRO: COCINEROS LIBRES Y CORAZONES FUERTES

Nunca ceda usted, fino lector, a la presión de elegir entre dos opciones que no le agraden del todo. Salvo que se encuentre a treinta mil pies de altura y una bella edecán le aplique su llave clásica: ya sea el “Meat or fish?” o el “Chicken or pasta?”. Niéguese ante cualquier batuta y verá como en poco tiempo, asumiendo el papel de degustador intransigente, su orgullo crecerá ante la adversidad. No importa si no hay nada en el refrigerador. No recurra al sandwich fácil y atrévase a hacer de su cocina un laboratorio aunque sea medianoche.

Hace tiempo ya, mientras cursábamos la secundaria, un amigo se vio en la “necesidad” de quedarse en casa mientras su familia pasaba en la costa una semana de vacaciones. Para apurar la historia, tras una sola noche de correrías, ya habían sido dilapidados todos los suministros para la semana. Tuvimos que ayudarnos a pasarla bien. Así que robamos de las casas lo que se pudo y, por supuesto, ello significaba nada ostentoso. Primero hicimos quesadillas con tortillas de maíz y queso parmesano (que se derrite por supuesto), bañadas por una salsa hecha de catsup, un chile que parecía morita y sal. Luego una sopa de cebolla con verduras diversas con sus huevos hechos en la misma cazuela. El tercer plato fue un atún frito con pimientos y poblanos de lata, rociado con aceite de oliva y pimienta. A taquear. No recuerdo bien el siguiente, pero era hecho con carne molida. Unas albóndigas raras. Es sorprendente lo barato que puede uno encontrar ciertas carnes. Y es que todo depende de la capacidad creativa de su intelecto. Para que las comidas de siempre subsistan, es necesario replantearlas, nutrirlas con el estilo de la nueva época. Sálvelas usted mismo. Hágase cocinero de la nada, autodidacta. Vuelva a tomar confianza, junte los polos y deje que exploten los nuevos sabores en sus narices. No deje que el destino de las papilas rotas lo alcance, el “Pan con lo mismo”: salsaparrille, salpimente, sancochafría, acaramelenchile. ¿Y luego? Hace falta un salto al vacío, como el que nos hizo creer el maestro Klein, sólo que a la sartén. Tome de nuevo sus cuchillos, ábrase espacio en la vieja cocina una vez más, que es el territorio de su nueva libertad, y conéctese con ese alquimista que fue cuando comenzó a saber lo que es el arte. Haga un postre, lo que quiera. En ese momento la muerte se detendrá, no rondará más sus pensamientos y será feliz consigo mismo y con su gente. Y como diría el maestro Anthony Bourdain: Cook free or die.

4. RITUALES DE LA MUÑECA: COMA RICA CARNE DE TORO

Lo primero que hizo este amigo al poner un pie en la Madre Patria por primera vez, en Madrid, fue dirigirse junto con Demián Flores a la Plaza de Toros de Madrid, Las Ventas. Un 6 de julio. 7 de la tarde, 6 toros de Monteviejo, de Portezuelo, Cáceres, para José Pedro Prados “El Fundi”, José Ignacio Ramos y Rodolfo Muñoz. Soberbia borrachera que produjo soberbia hambre. Nos dirigimos a un restaurante situado en el mero centro, a unas cuadras de la Puerta del Sol, a unos metros de un “Museo del Jamón”, que tenía por nombre “La Alhambra”. Ahí nos esperaban los amigos con una especie de comida corrida: Gazpacho con tropezones de Pimientos, Vino de Verano, y una sorpresa que guardaría en el buche y en la memoria genética con singular emoción: “Rabo de Toro de lidia”, guisado en salsa de tomate, espesa con mucha textura, de una firmeza y sabor bien definidos. Una cola, así tal cual, bien puesta, que tenía mucho hueso en la parte alta, la más gruesa, y carne jugosa y bastante blanda en la parte más delgada. Un manjar. Cuando lo cuento no me dicen nada los amigos. No porque piensen que miento, que en esto de la comida su servidor no lo hace, sino por una envidia rara. La segunda vez que fui a España, hice lo propio. Leo en una libreta de apuntes escrita en Madrid. Se trata de la transcripción de un bello anuncio espectacular, aparecido en un par de ocasiones en un trayecto por caminos de segunda. “Solomillo de Toro de lidia braseado en Salsa de Tomate. Caldereta de Toro de lidia. En Gelves, a 5 kilómetros de Sevilla. Coma delicioso con su familia. Buenos precios desde hace 31 años”. Buenísimo. Joder.

Sobre el toro. Lo que algunos no saben o temen saber, es para otros un dominio público: la carne de toro lidiado en la Plaza de Toros México se vende al público cada domingo. Pocos minutos después de haber fallecido un cornúpeta, específicamente mientras se juega el pellejo el siguiente, uno puede bajar al rastro y pedir al destazador le brinde lo que haya disponible. Y bueno, pues, como se debe ser consecuente con lo que se ha ido vociferando en la vida, mi hermano Adrián y yo nos hemos dado a la tarea, en tres ocasiones ya, de comprar filetes de toro bautizado para guisar en casa.

Una de aquellas cocinadas, la que relato a continuación, fue mejor que las otras desde su inicio. Al centro del ruedo, nada más ni nada menos que Julián López “El Juli”. El segundo de su lote, dos orejas en corrida de gloria, pasada por agua. Nos paramos del tendido y nos dirigimos apretando el paso al lugar. La carnicería de la plaza es un espacio cerrado al público con puertas toscas, amplio y con una ligera pendiente, que hace que la sangre y los líquidos del animal, junto con el agua que se emplea para la asepsia correspondiente, corran hasta llegar a una serie de largas coladeras. De frente al rastro, a la derecha, lo recibe a uno la ventanilla de despachar, de la que cuelga una báscula para pesar varios kilos. No sabemos con exactitud si es que la Carne se vende más dependiendo del torero que la lidió pero pasó que esta vez habían sólo algunos cortes. No había aguayón por lo que pedimos cara de bola, remarcando varias veces que fuera de la mejor en existencia. Para no variar nos dijeron que la mejor parte se la habían llevado los jefes del medio taurino, aunque nos gusta pensar en casa que en este caso los cortadores se refieren al grupo de Subalternos y Monosabios. Nos dieron un corte más o menos magro y se nos hizo una recomendación: “Esta bien buena hasta el martes sin congelar. Si no la va a comer pronto ahí sí congélela. Nada de guardarla días y días de cuarentena para bajar su adrenalina. Eso es mentira”.

Y así fue. Un par de días de resguardo y se llevó al asador. La Carne de Toro tiene un color rojo subido, detonante, casi como el de la sangre fresca del animal al escurrirse en el ruedo: de anaranjado a bermellón. Cruda, la consistencia es un poco dura, con fibras claras y resistentes, pero nada que no se reconociera en una caña partida en lajas. Al fuego la carne cambia súbitamente de color, tornándose oscura más de lo normal, casi negra. Ya en el plato sabe bien. Acabamos con un kilo, no sin el apoyo de un par de invitados que nunca supieron lo que habían comido. Por un lado, el gato de la familia en aquellos tiempos, pidió y pidió más hasta el hartazgo: no podíamos parar de reír de lo extraño de la escena, los pedazos de toro sobre el piso de la cocina para ser devorados al instante por el gordo animal.

El otro invitado, distinguido en verdad por la suerte, fue Aníbal, el carpintero de la familia, que se encontraba en aquellos días realizando una nueva barra para la casa. A la hora de la comida, y como una obligación marcada por mi padre Salvador, el maestro fue invitado a sentarse a la mesa como cualquiera de nosotros. Vio la carne picada en una sartén sobre la mesa, tomó una tortilla, la pintó de salsa roja y se la comió. Un procedimiento que repetiría seis veces. Lo recordamos bien porque en casa recordamos el acontecimiento objetivamente, recordando los modos antiguos de informar en los carteles de las corridas: se refinaría un total de 6 de toro 6. Y de “El Juli”. Buen provecho capitán.

5. LA HISTORIA DE LA CABEZA DEL TORO Y EL NIÑO FELIPE

Era sábado por la mañana. El centro vivía desde temprano su vida natural: camiones para abastos variados, hombres con periódicos bajo el brazo, amas de casa en compras eternas. Sobre el azul cobalto del cielo, y gracias a una luz clara y firme, las siluetas de los edificios y sus paseantes se definían con nitidez y el aire fresco parecía más liviano. No había tanto smog. Yo me encontraba en “La Bota”, aún en la calle de Regina, como siempre se hace en los fines de semana, haciendo lo obligado para una limpieza a conciencia: sacudir las cajitas de arte-objeto, la barra, hacer un enlistado de los alimentos para resurtir, vaciar los pendientes de la agenda para la próxima semana. En una ligera distracción –yo soñaba con un desayuno por todo lo alto, unos huevos con chorizo y chile verde picado–, oí un carraspeo de garganta, que es como suele hacerse sentir la gente cuando permanecemos encerrados en la cocina. Pues ahí estaban esperándome, el encargado de surtir las aguas minerales, los botellines de agua, y su hermanito de escasos siete años. Fue de llamar la atención que, mientras el hermano mayor se daba a la tarea de estibar las cajas en la trastienda, contar “cadáveres”, surtir el refrigerador, el niño no parara ni un momento de ver al toro disecado del muro principal. Lo más que hizo fue dar una vuelta para otear el cráneo de delfín, las lucecillas del barco de madera, las bicicletas colgando del techo.

Intenté aguantar las ganas pero no pude resistirme. Le pregunté al niño que si le gustaba la cabeza del animal. Me contestó en silencio, asintiendo con la cabeza. Le dije que yo había sido novillero, lo que era un novillero, que yo lo había matado y que el enorme ejemplar de una de las ganaderías más bravas me había dejado cojo. Salí de la barra cojeando, me subí el pantalón y le enseñé rápido una enorme cicatriz que guardo desde mi primera caída. La enseñé rápido. No volvimos hablar más aquella tarde. Luego de un buen tiempo, olvidada ya nuestra primera cita, el niño Felipe me sorprendió entrando al lugar. Le pregunté por su hermano. Me señaló la miscelánea de enfrente. Me pidió que le dijera cómo es que yo había matado al toro. El reto me maravilló. Salí cojeando de nuevo, cité, temple y a lo último maté. El niño Felipe (así se apellidaban y así les decían), me veía con atención. “Pero así es la vida Felipe, así es de cruel si es que uno se dedica a esto del toreo ¿no crees? Yo lo maté, pero el me ha dejado así, cojo para toda la vida”. Y hasta ese momento el niño me sonrío. Luego se quedó viendo mis piernas, la forma en que rengueaba un poco al caminar.

Fuimos haciéndonos amigos, la historia más larga entre los dos. Me preguntó que si el toro salía del otro lado de la pared –dije que no por supuesto, que había sido rebanado porque era muy grande–, me preguntó cómo se llamaba –le dije que “Confitero”, de 487 kilos–, y que si yo podría caminar bien algún día, a lo que contesté con mucha seriedad que ni falta me hacía. Así dije exactamente. En otra ocasión, un día de lluvia matutina, en que los hermanos Felipe tuvieron que esperar más de la cuenta, el niño conoció al señor Fermín (quien surte a la familia de puros desde hace más de cuarenta años), mismo que, sin miramientos, le regaló un pañuelo. “Para gente grande”, dijo. El niño sonrió.

La última vez que vino, como siempre de repente, entre surtido y surtido, me tomó por sorpresa. Se acercó mientras me enfilaba a la cocina caminando perfectamente. Entonces me preguntó si me había curado. Yo contesté que todo había sido gracias a una medicina milagrosa. Nunca más volvió a venir. Me imagino muchas razones. En cuanto a mí, paso los sábados tras la barra soñando con ese desayuno de Chorizo por todo lo alto, y me quedo pegado a la realidad con un delicioso “Desayuno Calera” entre las manos: “Cenicero y Café”. Y con un toro mirándome todo el día.

6. EL TUÉTANO

Yo conocí el tuétano cuando ni siquiera superaba la altura de la estufa. Y se me pega la imagen como si estuviera impregnada con la gran jalea. Nos encontrábamos en la cocina, pasadas las cinco de la mañana, antes de partir rumbo a la cúspide del Popocatépetl. O esa era la idea en un principio. Mi padre Salvador Calera Arizmendi y su compadre y amigo de la infancia Luis Alcocer Padilla –que en paz descansen con unas frías en el más allá, y también con cervezas–, pusieron el comal a calentar y luego los huesos sobre él. Primero olisqueé, un par de veces, tres o cuatro el material óseo, hirviendo un poco sobre el metal, para luego rendirme ante un taco. Nadie –escuche atentamente y con humildad si es usted virgen de este elixir querido lector–, absolutamente nadie, ha podido salir intacto de aquella impronta.

Muy por el contrario, uno se queda atrapado en ese magma como si de una atadura se tratara, una adicción profunda, remediable acaso con la muerte. Por eso es que uno lo termina por comer a escondidas. Ahora mismo en el refrigerador de la hostería, en el compartimento doble, se esconden un par de bolsas de huesos detrás de los vinos blancos. Los traen cada jueves a las cuatro de la tarde, cuando todos comemos, y este servidor lo guarda para repartirlo con los amigos en los días de furia, lucidez y frenesí. Con casi todos los amigos. Quiero decir que con un par de amigos. Los comemos en Tortillas untadas y dobladas. Repartición tan equitativa como sea posible. Diecinueve huesos son nuestra marca a batir.

Y cuando no estamos en la hostería el tuétano nos encuentra en el puesto de birria afuera de la Plaza de Toros México. Nada mejor que los santuarios excéntricos. Se le veía de lejos, agazapado sobre un plato, lanzar dentellazos, dándonos la espalda vilmente. Eso es una grosería aquí y en cualquier lugar. Un platillo así no se esconde: se registra y se comparte. Tuvimos que despojarlo del poder. Por su bien, entre un servidor y algunos más. Y nunca ha reconocido su malévola actitud en aquella gloriosa tarde de toros desde su inicio. Dos orejas de Manuel Caballero y mucho Paternina Banda Azul. Recuerdo la canción de Joaquín Sabina: “Hey Sabina, ten cuidado con el Paternina”. Una y otra vez. Bota tras bota. Hasta salir y dar con aquel tuétano. Primero ponen a freír tortillitas pequeñas sobre el comal. Hay una cubeta llena de médula fría, de color blanco, que al sacarla con cuchara se desmorona. Se pone ésta sobre la Tortilla bien caliente para que empiece la fiesta del derretido más añorado. A esto es sumada una salsa picante, de guajillo, y trocitos finos de cebolla.

Y como no cabe duda que el dios de la carne es grande, esto sólo es el comienzo. Cuando nos sentíamos frente a un muro, cuando queríamos más y no hallábamos respuesta, cuando sentíamos que comeríamos cada vez más comidas idiotas, encerrados en habitaciones con aburrimiento papilar, llegó la noticia de un plato grosero. Se llamó, como la cantina del centro, “La Faena. Carne de Monterrey” y su dueño Toño Gastritis. Ese restaurantito ya no existe. Pero lo importante del lugar es que haya puesto en el escenario un platillo cuya fuerza no se había visto desde mucho tiempo atrás. Me refiero por supuesto a las “Canoas”. Pero, ¿cómo son las “Canoas”? Seguro ya las ha visto por cualquier lugar. O imagine: dos huesos tuetanares de res más largos de lo que usted ha imaginado, que son partidos a lo largo por una sierra estando crudos, y se meten al horno o hacen en la parrilla hasta quedar dorados. No hay palabras. Y como ya no existe el lugar, vaya usted al mercado y dele con todo al oro en canutillos. ¡Con firmeza eh! ¡Que andamos vivos! Y cuando trague, sólo recuerde en sus adentros un par de refranes: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. O bien, a fin de cuentas: “De los que almuerzan, comen y cenan, los cementerios se llenan”.

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