Creadores en los Estados, ¿Investigadores en los Estados?

03/07/2013 - 12:01 am

Hace 20 años decidí que quería ser escritor y, también, que quería dedicarme a la Ecología. Fue justo en el verano del ’93. Vivía en Guadalajara y me puse a buscar cómo hacerlo.

¿Para cuál de los dos oficios cree que me costó más trabajo hallar quién me aconsejara o sugiriera qué rutas seguir? ¿Más trabajo para encontrar la información sobre dónde estudiarlo o qué era lo que tenía que saber para lograrlo?

Aunque no me crea, para Ecología.

Y la razón de por qué fue más fácil para la escritura se debe a un simple programa de Conaculta.

Creadores en los Estados

El programa Creadores en los Estados inició, de facto, en 1995: dos años después de que yo llegara a Monterrey para estudiar la licenciatura. En aquellos años no había gran oferta cultural en La Sultana del Norte, y Felipe Montes y el señor Castillo eran los grandes promotores a contraviento.

Yo iba a cuanto taller literario apareciera. En todos me iba mal, pésimo. Mi estilo era hiperrealista y violento, pero la moda en los talleres regiomontanos era la ciencia ficción y el realismo mágico. Así que ya se imaginará: mientras mis compañeritos llevaban cuentos de ángeles cyberpunk y mariposas de colores (Mauricio Babilonia), yo llevaba el cuento de un adolescente al que le partían el hocico los granaderos, nomás de puro cotorreo. Mala combinación.

Iba también de oyente a las clases de letras donde me daban chance, y Alfredo García, Ramón Martínez y Alejandro del Bosque son tres maestros a quienes les debo muchísimo sobre historia y teoría de la literatura. Iba mejorando. Pero aún así, los vericuetos sobre cómo escribir, cómo crear los personajes, los ambientes y las estructuras, me quedaban en el aire. Entonces comenzó a llegar raza de otros lares.

Yo no tenía idea de quienes eran. “¿Mario Bellatin?”, le preguntaba a Eduardo Parra, quien estaba escribiendo Tierra de nadie y frecuentaba el mismo Vips que yo. “Escribe bien raro pero es muy bueno”. Chido. Y me lanzaba. ¿Rafael Ramírez Heredia? “Tiene un cuento bien cabrón”. Sobres. ¿José Agustín? “¡No mames que no has leído a José Agustín!”.

Y así sucesivamente.

Durante las gestiones de Alejandra Rangel y Carolina Farías en Conarte siguió llegando más gente. Y luego también en el Tec, con Silvia Garza al frente de la Cátedra Alfonso Reyes. Yo iba a todo. Escuchaba, preguntaba y alegaba. Cada escritor me decía cómo le hacía y yo iba tomando nota. Con quien más duré fue con “el Rayo”, Rafael Ramírez Heredia, pues su estilo era realista y sabía de puertos, era tampiqueño, del Golfo pues.

De modo que cuando ya quise hacerlo por mi cuenta, cinco años después, ya sabía más o menos cómo: tenía idea de las editoriales, concursos, becas, agentes, revistas, etcétera. ¿Y en Ecología?

Investigadores en los estados

En 1993 aún no existían las carreras en Ingeniería Ambiental ni similares. Lo más cercano era Biología pero yo quería ser ingeniero: no me creía capaz de aprenderme los listados taxonómicos ni tampoco de dibujar una célula. Así que entré a Ingeniería Química y luego me cambié a Bioquímica en Recursos Acuáticos, pero la cerraron y me intoxiqué en el laboratorio de Química Orgánica. Me metí a Ingeniería Agrícola y también la cancelaron. Deambulé un semestre en Ciencias de la Comunicación para aclarar mi cabeza sin perder la beca y terminé inscribiéndome en Ingeniería Física, pues era la única carrera científica que me quedaba en el Tec (si me salía, tenía que pagar lo que me habían becado y ni cómo).

Lo que siguió después fue, más o menos, igual que lo anterior: dar tumbos de un lado al otro. Buscar, buscar y buscar. Elegir mal y volver a elegir mal. Pero ahí la llevo, no me quejo.

El viernes terminé mi segundo taller de cuento que he dado en el año, como parte de mis obligaciones como miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, y me pregunté por qué diablos no hacían lo mismo los miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI).

Es decir, por qué no hay un programa similar en CONACYT, “Investigadores en los Estados”, donde los miembros del SNI dediquen dos semanas del año para ir a dar charlas y talleres a algún lugar de la República. Que den pláticas de divulgación científica, de su área, de fisicoquímica de coloides, partículas, biología del desarrollo, materiales, fisiología animal, edafología, etcétera, para el público general, hidroponía para amas de casa, electromagnetismo para niños, arquitectura ambiental para trabajadores de la construcción, oceanografía para pescadores, antropología social para jubilados, lo que se les ocurra.

O que den talleres en las preparatorias y secundarias.

Por supuesto que hay programas al respecto, pero es imperioso vincular a nuestros científicos con la sociedad. En mi caso (y me atrevo a decir que en muchos otros) si algo así hubiera existido en los 80’s e inicios de los 90’s, mi deambular en Ecología habría sido mucho menos errático. Habría tenido, como en la Literatura, a muchos científicos a quienes preguntarles cómo le hacían, para poder entonces tomar una decisión más correcta. Habría podido saber sobre las diferentes revistas (Ecology, la primera, ya tenía 70 años de haberse fundado pero era casi imposible de conseguir), centros de investigación, programas, especialidades, concursos, etcétera. En ese tiempo el Internet se encontraba en estado larvario pero, aún hoy, no podemos confiar toda la difusión a dicho medio.

Un programa así, Investigadores en los Estados, incrementaría la matrícula de las carreras científicas, de los posgrados (que luego sufren por falta de alumnado: “¿Y cuántos son en física? ¿Tres?”, me preguntaban cuando era estudiante). También aumentaría el conocimiento científico, y su cuestionamiento, por parte de la población en general. Y, por supuesto, ayudaría a los propios investigadores aunque sea sólo porque, cuando uno se orea, se le ocurren ideas.

El viernes terminé, como decía, mi taller de cuento: en Veracruz, en el Golfo. Y terminé contento, contagiado por la emoción de mis estudiantes y recordando muchísimo a los escritores que iban a Monterrey en los 90’s, cuando yo era uno de esos estudiantes. Recordando a Rafael Ramírez Heredia: ¡salud!, aquí en el Golfo.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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