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Tomás Calvillo Unna

03/07/2019 - 12:05 am

El fervor de la palabra

Es decir, no hay que buscar alejarse del mundanal ruido donde nos desenvolvemos o creemos hacerlo. Solo necesitamos recuperar un antiquísimo conocimiento, estudiarlo, pero sobre todo vivirlo dentro y con suerte, un poco afuera de nosotros mismos, es decir en la calle, en lo público, aunque pase desapercibido, e incluso es mejor así en estos tiempos.

Destellos nocturnos. Pintura Tomás Calvillo Unna.

Tlajtoli Kipiya chikawalistli
La lengua tiene poder.

Dicen que los antiguos pronunciaban las palabras de manera distinta.
El secreto era la entonación, a través de ella lo nombrado vivía dentro, y no estaba separado del mundo, era una resonancia continua. Era un poder al cual veneraban, como a la tierra, el agua, el fuego, el aire, el éter, los elementos todos. Nombrar era un acto de fundación, otorgaba vida y destino, de ahí los nombres propios, el bautismo.

Platicar era un arte y la palabra dada, era eso, un don que se compartía. Como todo verdadero poder que no está atenido a las circunstancias, era sencillo en su expresión y de una complejidad vasta en sus sutiles dimensiones.

La palabra, la oración, el mantra, el canto, la cábala, la Tlatoa, la vírgula de la palabra en náhuatl, historias bellísimas de diversas culturas confirman ese conocimiento y veneración.

El cuerpo físico era también un mapa de la lengua, cada órgano, cada músculo, hueso, vena, la misma piel, estaban entrelazados con las vocales y consonantes. No es de extrañar que esa vibración esté en el origen de la danza, del movimiento, de ahí también los conjuros que curaban males, enfermedades, humores, y resolvían las disputas.

Los mismos tratados de paz, se sellaban con palabras y las guerras solían iniciarse con la traición a las mismas.

Lo cierto es que hoy, nos quedan residuos de aquellos antiguos conocimientos y experiencias. Y es probable que incluso estos residuos sean ya muy escasos en medio de la degradación de la palabra, de su conversión en insulto, agresión, amenaza, sofismas, éstos últimos se ha vuelto más numerosos que nunca y afectan las raíces de la visión y la realidad misma que habitamos.

Tal vez un buen comienzo para recuperar aquella riqueza que enaltece: es retornar a un ejercicio interior que no requiere de mayor andamiaje, más que del silencio y la pausada respiración. Todo ello en medio de las disputas políticas y de la exasperada cultura del engreimiento a cualquier costo.

Es decir, no hay que buscar alejarse del mundanal ruido donde nos desenvolvemos o creemos hacerlo. Solo necesitamos recuperar un antiquísimo conocimiento, estudiarlo, pero sobre todo vivirlo dentro y con suerte, un poco afuera de nosotros mismos, es decir en la calle, en lo público, aunque pase desapercibido, e incluso es mejor así en estos tiempos.

La llave para encontrar ese poder de la palabra es la aptitud de asumir la devoción, entenderla con el mismo cuerpo y con la palabra, su sonido, hilándose a la mente con el cordón de la respiración. En dicha articulación podemos aún percibir aquello que los antiguos y los más antiguos, consideraron el origen del conocimiento para andar en estos caminos y no perdernos del todo; una brújula de oro que no cuesta y solo requiere de unos momentos de disciplina que es la condición de toda libertad.

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