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Jorge Alberto Gudiño Hernández

03/08/2019 - 12:05 am

Los peligros del canon

“Cuando se trata de las artes, siempre representa un problema hablar de cánones establecidos”.

Foto: Cuartoscuro

Cuando se trata de las artes, siempre representa un problema hablar de cánones establecidos. Aún no hemos encontrado la manera de evaluar objetivamente la creación artística. Así, mientras a alguien le pueden encantar los paisajes bucólicos, otros decantan sus preferencias por el surrealismo. Tal vez no existan ejemplos más claros que los de la música. Si se comparan las partituras de aquello que llamamos música clásica (barroca, romántica y afines) con una de las canciones de moda de hoy en día, resulta sencillo darse cuenta de que la complejidad de las primeras avasalla a las segundas. Sin embargo, lo cierto es que en una fiesta, en una reunión o en el coche, gran parte de las personas prefieren pasar su tiempo escuchando música más ligera que otra.

En el terreno de la literatura ha habido muchos intentos por establecer cánones toda vez que es casi imposible responder a cabalidad la pregunta de cómo evaluar una obra literaria. Al menos, no en toda su extensión. Ejemplos también los hay variados: mientras lectores profesionales lanzan loas por determinada obra, otros se confiesan incapaces de terminar su lectura, ya sea por aburrición, ya por desinterés.

Esta falta de un consenso absoluto más que una tara es una de las maravillas de la apreciación artística. En este sentido, no basta con escuchar las voces de los privilegiados o estudiosos pues eso vale tanto como aceptar su tiranía que, pese a ser bienintencionada, lo cierto es que busca imponer una forma de apreciación estética que no todos compartimos. También es verdad que existen libros que consideramos clásicos. La clave estriba en que han pasado la prueba del tiempo: muchos lectores de muchas épocas han encontrado algo que les llame dentro de ellos. Pero otros no. Y si la lectura, la escucha musical, el pasmo frente a una escultura o un edificio son un asunto personal, íntimo y, sobre todo, placentero, entonces no hay razones para interrumpirlas, por mucho que los cánones manden otra cosa. Esto no quiere decir, por supuesto, que no haya forma de educar nuestra capacidad de recepción, pero ése es un tema que no trataré hoy.

Un último ejemplo: he sido jurado de varios premios literarios de muy diversos alcances. Me he sorprendido cuando, a la hora de las deliberaciones, alguno de mis compañeros tiene una opinión casi opuesta a la mía. También cuando el consenso es absoluto. De nuevo: no existe un parámetro universal e infalible para evaluar el arte.

Ahora bien, personas canónicas las hay muchas. Es fácil toparse con profesores que insisten en que uno debe leer tal o cual libro y que, incluso, son capaces de ofenderse o vernos con condescendencia si no compartimos sus gustos. Si uno está en condiciones de discutir con ellos, si las diferencias en los puntos de vista producen diálogos, bienvenidas sean. De lo contrario, más vale hacerse a un lado y dejar a la persona en cuestión con sus certezas.

El problema radica cuando una autoridad quiere imponer su canon. Es como decirnos que su forma de ver el mundo, de entender el arte o la literatura, es la única válida. Que lo diga está bien, siempre y cuando no actúe en consecuencia. Porque, de hacerlo, estará obligando a muchas personas a sumarse a lo que él piensa o a convertirse en opositor. Y esto es peligroso.

Sabemos que una de las formas más funcionales del aprendizaje en torno a la percepción artística radica en la exposición a sus múltiples manifestaciones. Es así como se forma el criterio lector, para no ir al resto de las artes. Imaginemos a un editor que abre su pequeña empresa que publica dos o tres libros al año. Quizá muchos de los que ahora son grandes emporios así empezaron. Es de suponer, además, que esos primeros títulos correspondían a sus gustos. Su posible éxito o fracaso dependía de ello. Sin embargo, si la empresa creció, tuvo que ceder en algunas cosas. Si no lo hizo, tampoco es tan relevante: tendrá su pequeño nicho de lectores y enhorabuena. No sucede así cuando se trata de editoriales del Estado. Es necesario dejar a un lado la ideología y las preferencias personales. Quizá sirvan, cada tanto, para impulsar algún título o censurar otro. Nada más. El resto es buscar multiplicar las propuestas para ofrecer variedad. Por eso suele haber consejos editoriales y no todo depende de una persona. Eso es peligroso pues los cánones, de nuevo, sólo funcionan a partir de la imposición. Y el arte es demasiado libre como para aceptar estos exabruptos.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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