Alejandro Páez Varela
03/08/2020 - 12:10 am
Vacaciones
Lo que tengo grabado con cincel es al viejo llegando de madrugada, tumbándose en la cama, casado, con los zapatos puestos y a mi madre o a uno de nosotros desabrochándole las agujetas.
Vacaciones. Lo consultamos entre nosotros y sonaba a una buena idea. Lo comentamos con nuestros amigos y sonaba a una buena idea. Luego empezamos a sumar precauciones:
Hay trajes completos, desechables, para ir a un aeropuerto. Anotados.
Hay N95 del fin del mundo, con válvulas y cosas muy acá. Anotadas.
Hay caretas como cascos de astronauta. Anotadas.
Primera clase para no ir con nadie. Bueno, sí, es caro y no es gastar por gastar, porque son vacaciones. Escoger bien lugares mero adelante en clase turista. Anotado.
Rentar un carro para no tomar taxi al llegar, y desinfectarlo completo con alcohol. Anotado.
Ahora a imaginarnos que estamos en Mazatlán.
No es recomendable comer fresco. El mercado de mariscos de Las Changueras queda fuera.
El Dunia, esa maravillosa cantina de barrio adonde lleva uno sus camarones y callos de hacha y te los preparan al gusto queda fuera.
La barra al aire libre del hotel Gaviana, junto al mar: demasiado desplazarse; a menos de quedarse allí, pero ese plan no está enlistado. Queda fuera.
El mar: a verlo. Meterse, pues no: Mazatlán está en rojo. Queda fuera andar de pata salada.
Nos queda el Puerto Viejo, en el Centro Histórico y frente al mar. Que nos disculpe Beto Osuna, pero nos tendrán que esperar los Pajaritos con frijoles y tortillas, y el ceviche playero (con zanahoria, qué cosa) y el atún con mango; y la música en vivo y la atención de casa. Me duele en el alma, Beto, pero Puerto Viejo queda fuera por ahora. Mazatlán queda fuera. Viajar queda fuera, entonces. Las vacaciones quedan fuera.
***
Leí una entrevista con un filósofo y visionario de no-sé-dónde que decía que “en unos años habremos olvidado la pandemia” aunque “nos habrá cambiado para siempre”. Sí, claro, pensé: habremos olvidado la pandemia, cómo no. Sobre todo Angelina Jolie y sus hijos, que viven en una mansión con vista al mar desde la terraza y con vista a cincuenta kilómetros de bosque propio desde una de sus cien recámaras. O ese filósofo y visionario de no-sé-dónde que está sentado junto a su escritorio de caoba en un piso de una capital europea: ése sí habrá olvidado la pandemia en unos años, sin duda.
Pero no la olvidarán millones que llevan meses metidos en departamentos sin ventanas que den a la calle; que pasan madrugadas en vela por los gritos de los niños y porque perdieron su trabajo y mañana tendrán que ver qué hacer para jalarse unos centavos y pagar los intereses de la tarjeta de crédito saturada, en el mejor de los casos; y no la olvidarán aquellos que perdieron a un familiar o que tuvieron uno, dos o tres casos de COVID en casa y que pues sí, sanaron y se quedaron con secuelas y que pues sí, se quedaron endeudados y con tanques de oxígeno vacíos en plena sala como recuerdo.
Yo escribo de vacaciones frustradas pero alguien piensa, ahora mismo, en qué le dará de comer a sus hijos mañana; porque así está el mundo, porque hacia allá ha caminado el mundo: millones desempleados, desesperados; millones desesperanzados porque esto no parece tener fin; porque habrá que salir a recorrer las calles en busca de un empleo de lo que venga porque no es posible quedarse en casa aunque el mensaje es “quédate en casa”; porque esto ya se pasó de lo previsible y no es posible quedarse en casa más tiempo a menos de que sea para morir en silencio.
Y mientras, las acciones de Amazon se disparan debido a las tendencias en las compras web. Y mientras, su fundador, Jeff Bezos, aumenta su fortuna en casi 20 mil millones de dólares durante el encierro o, mejor dicho, debido al encierro: ya casi tiene 200 mil millones de dólares para él solo cuando el mundo vive la peor recesión económica que se tenga memoria. Y el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg, tiene más de 15 mil millones de dólares nuevos en su alcancía. Y así.
Sí, y así. Porque cientos de millones se volverán más pobres en las siguientes semanas mientras un grupito se mete puños de oro en la boca. Se les trabaron las quijadas. Ya no pueden siquiera cerrarlas.
***
Mi padre nunca tomó vacaciones. Alguna vez dije que recordaba unas vacaciones con él, pero eran engaños; era mi mente inyectándose el deseo de que fuera así. No tengo eso en la memoria, que fuéramos de vacaciones. Muchos tendrán ese recuerdo, yo no. Lo que tengo grabado con cincel es al viejo llegando de madrugada, tumbándose en la cama, casado, con los zapatos puestos y a mi madre o a uno de nosotros desabrochándole las agujetas. Lo recuerdo jalando el cordón del teléfono fijo hasta donde diera, haciendo llamadas, caminando en dos metros, contactando gente, trabajando. Y qué digo de mi madre. Nadie me creería que ella no se tomó unos días hasta que ya estuvimos muy grandes, viejos; hasta que mis hermanas la obligaron a dejar sus cosas para ver el sol, para ver el mar, para comerse un pedazo de carne sin querer arrancarle pedazos para dárselos a sus retoños en la boca.
Es curioso, pero batallo con esa palabra: vacaciones. Sé que me hacen bien, y las programo, pero siempre tengo la maldita costumbre de pegarles algo. No voy sólo de vacaciones: voy a aprender. O no voy sólo de vacaciones: voy a cumplir alguna agenda oculta; a una ruta de trenes que me he planeado recorrer; a un lugar que leí en una nota o en varias notas y que quiero conocer, como reportero. No me hago trenzas porque no tengo el cabello y porque no quiero llegar y decirle a todos que me fui de vacaciones. Tengo una cierta vergüenza que no me explico. Batallo con esa palabra: vacaciones.
Así que, como decía, consultamos entre nosotros y sonaba a una buena idea. Lo comentamos con nuestros amigos y sonaba a una buena idea. Pero luego empecé a sumar precauciones y se me vinieron en cascada las cosas que pienso siempre que pienso en vacaciones y me dije: pues no, vacaciones no. Y por dentro quedé satisfecho conmigo; me alegré de no tener que sumarme más trabajo: el trabajo de querer irme de vacaciones.
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