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Jorge Javier Romero Vadillo

04/03/2021 - 12:04 am

El Estado que nos heredó el PRI

Durante mucho tiempo creímos que el régimen del PRI se sustentaba solo en la manipulación electoral y que la corrupción era un problema moral. Hoy queda claro que el régimen del PRI era mucho más y que no ha bastado con elecciones libres para desmontarlo.

 Hoy queda claro que el régimen del PRI era mucho más y que no ha bastado con elecciones libres para desmontarlo. Todas las mañanas lo vemos resurgir en las peroratas presidenciales y lo vemos encarnado en una clase política que navega con el mismo mapa mental compartido de tiempos no superados. Foto: Galo Cañas, Cuartoscuro.

Mi solidaridad con los articulistas denostados todas las mañanas desde el púlpito presidencial.

La competencia política pluralista llegó a México antes de que se concluyeran otros procesos de construcción estatal indispensables para completar el tránsito a un orden de acceso abierto. Sobra decir que no existe una secuencia necesaria en el desarrollo de las organizaciones estatales, ni tampoco hay teleología alguna en la marcha histórica de los sistemas políticos. Hay, desde luego, relaciones causales y tendencias compartidas, pero las historias institucionales son diversas en sus trayectorias y están marcadas por combinaciones azarosas de decisiones humanas, tomadas con base en repertorios estratégicos limitados por la herencia cultural, la experiencia compartida y las visiones ideológicas con la que las personas interpretan al mundo.

El Estado mexicano actual es una construcción de reglas formales e informales, mecanismos de negociación e instrumentos de coacción que se ha erigido por etapas con materiales e influencias diversas. Sobre las ruinas del orden virreinal, patrimonialista y abigarrado, administrador de privilegios en un mosaico social de identidades diversas, con diversas capacidades de negociación y distinto grado de reconocimiento, surgió el orden de los intermediarios: los caciques y los caudillos militares, los hombres fuertes y sus agentes, que vendían protecciones particulares y reducían a duras penas la violencia en el territorio que dominaban, mientras establecían alianzas y las rompían, se enfrentaban y guerreaban entre sí.

Cuando finalmente se formó una coalición de caudillos capaz de controlar todo el territorio, hubo de generarse un sistema de reglas para regular la operación coordinada de la nueva organización estatal. El nuevo orden, por fin un Estado nacional, se basó en un sistema de arbitraje centralizado de las disputas entre los integrantes de las elites políticas, encarnado en el hombre necesario, Porfirio Díaz, gran elector y decisor, pero con una amplia autonomía de los agentes para actuar de acuerdo con sus intereses particulares con bastante arbitrariedad.

A partir de entonces, la construcción de las burocracias, tanto la nacional como las locales, se hizo con base en las redes de clientelas de los hombres fuertes, pues la reciprocidad personal era el único mecanismo a la mano para reducir los problemas de agencia y los costos de transacción de la política. El reparto del empleo público no solo implicaba la distribución de los salarios provenientes de erario, sino que era también un reparto de parcelas de poder estatal, con su dosis de arbitrariedad para vender protecciones y negociar la desobediencia de las leyes abstractas de acuerdo con las condiciones particulares y los recursos de quienes debían cumplirlas.

La siguiente etapa constructiva del Estado mexicano se hizo sobre los mismos cimientos y con lo materiales de las ruinas resultantes de la demolición revolucionaria. De nuevo, un pacto de caudillos locales para reducir la violencia fue la base del régimen reedificado, pero ya no garantizado por un hombre necesario, sino por una organización con reglas de operación aceptadas por todos sus integrantes. Una forma abstracta de poder, el presidencialismo a la mexicana fue la primera forma despersonalizada de autoridad de la historia nacional. Después de una década larga de ajustes en el pacto, desde la fundación del Partido Nacional Revolucionario hasta la convulsa sucesión de Lázaro Cárdenas, pasando por la derrota política de Plutarco Elías Calles, último pretendiente al caudillaje nacional, el arbitraje centralizado de los conflictos políticos y a tarea de gran elector recayó no ya en una personalidad concreta, sino en la investidura pro tempore como Presidente de la República.

De manera paralela a la institucionalización del poder presidencial, como uno de sus pilares, se construyó el mecanismo corporativo de negociación de intereses y control de las demandas sociales. La Presidencia de Cárdenas, con Vicente Lombardo Toledano como proyectista, edificó así la planta básica sobre la que se construiría todo el edificio del régimen del PRI, la forma madura de nuestro Estado natural. Si bien la intención central de Cárdenas era construir un sistema de intermediación institucionalizado en el que el Estado sirviera como fuerza de equilibrio en las negociaciones asimétricas entre los factores económicos, para evitar el abuso sobre los trabajadores, el resultado del mecanismo acabaría siendo por completo contrario a los intereses del creciente proletariado industrial, al que se pretendía proteger.

El corporativismo implicó la limitación de las organizaciones a las que el Estado les reconocía personalidad para representar los intereses tanto de los trabajadores como de los empresarios, al tiempo que restringía la libertad de organización y de agencia de prácticamente todos los actores sociales. Durante la época clásica del régimen del PRI, el control estatal sobre las organizaciones laborales limitó la capacidad de presión del movimiento obrero y sirvió para que la coalición de poder protegiera a los empresarios de las demandas salariales o laborales de los trabajadores. El corporativismo fue un instrumento más del proteccionismo que caracterizó a las décadas de crecimiento económico, cuyos grandes ganadores fueron los capitanes de industria y los jerarcas de la política que negociaban las protecciones a cambio de una parte de las rentas monopólicas u oligopólicas.

Cuando el proteccionismo al mercado interno periclitó y se amplió la competencia al exterior, el control corporativo sobre los sindicatos no desapareció y es parte de la pesada carga de la herencia que impone barreras insalvables al desarrollo de las organizaciones de trabajadores, mientras que otras formas del corporativismo limitan el reconocimiento a diversas expresiones de la organización social.

La venta de protecciones particulares, la negociación de la desobediencia de la ley en manos de los agentes del Estado, el sistema de botín clientelista de la administración pública, la preeminencia del arbitraje político centralizado y el corporativismo son tres expresiones del Estado que el PRI nos heredó y que constituyen obstáculos ingentes para la transición plena a un orden social súper inclusivo, donde el reconocimiento legal y la protección de derechos se extienda a toda la sociedad. No son los únicos resabios del Estado natural: están también los derechos de propiedad ineficientes, las protecciones monopolísticas, las reglas que aumentan los costos de transacción en lugar de disminuirlas, entre otras instituciones imperfectas. Durante mucho tiempo creímos que el régimen del PRI se sustentaba solo en la manipulación electoral y que la corrupción era un problema moral. Hoy queda claro que el régimen del PRI era mucho más y que no ha bastado con elecciones libres para desmontarlo. Todas las mañanas lo vemos resurgir en las peroratas presidenciales y lo vemos encarnado en una clase política que navega con el mismo mapa mental compartido de tiempos no superados, inútil para aprovechar las rutas abiertas por el desarrollo tecnológico y los mercados complejos e incapaz de brindar el piso común de condiciones materiales con el cual construir una sociedad menos inicua.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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