La novela definitiva sobre el 2 de octubre de 1968: “Esa luz que nos deslumbra”

04/08/2018 - 12:04 am

A lo largo de medio siglo, el 68 mexicano ha dejado a su paso una gran variedad de libros testimoniales, análisis políticos y memorias personales que aspiran a esclarecer los hechos que ocurrieron la fatídica noche del 2 de octubre en 1968. Pero hasta ahora ninguno había conjuntado todas las voces en un mismo relato. Una novela de Fabrizio Mejía Madrid.

Ciudad de México, 4 de agosto (SinEmbargo).- Esa luz que nos deslumbra es la historia del choque entre el autoritarismo del Partido Único y la diversidad, la alegría y la esperanza de los universitarios. De esa colisión emergió la tragedia que no se olvida, pero también los gérmenes de un mito cívico que ha perdurado por más de dos generaciones.

La novela transcurre desde los preparativos oficiales para la inauguración de los Juegos Olímpicos de México 68 hasta la matanza del Jueves de Corpus en 1971 y los finales trágicos de algunos de los líderes y represores del movimiento estudiantil. Pero no se detiene ahí. También se adentra en las discusiones y dilemas que estudiantes y gobierno tuvieron para resolver el conflicto, y nos presenta a las personas que sorprendentemente jamás advirtieron la magnitud y el significado de las protestas y que apoyaron, con su silencio, la brutal represión. Sólo una cosa queda en claro: el fantasma de estos sucesos nos persigue hasta nuestros días, convertido en la pregunta que atormenta a unos y otros: ¿quién es culpable de la Historia?

Una novela sobre el 68. Foto: Especial

Fragmento de Esa luz que nos deslumbra, de Fabrizio Mejía Madrid, con autorización de Grijalbo

—Viven en una nave espacial —nos dijo y nadie entendió qué era eso.

A Pablo le teníamos miedo y nada de confianza. Sus informes sobre los alrededores solían estar exagerados a tal grado que, cuando llegábamos a la selva del tigre, resultaba un montón de maleza saliendo de la roca volcánica. No había tigres, sólo ardillas y ratas de campo, tejones. Pero no le podíamos negar la valentía para acercarse a aquellos lugares prohibidos de los que esperábamos siempre una narración fantástica. Nosotros, Pepe, Rafa y Mauricio, lo esperábamos en el campamento jugando con una llanta en el lodo. Para ese entonces, septiembre de 1968, nos habían dicho que teníamos que desalojar o que iban a mandar al ejército. Incluso para nosotros que dedicábamos muy poco tiempo a ponerle atención a lo que decían nuestros padres, el mensaje estaba claro: no teníamos a dónde ir.

El lodazal con tiendas de campaña y cuartitos de lámina acanalada blanca que había sido nuestro hogar durante más de un año estaba en riesgo. A diario escuchábamos a nuestros padres decir que los policías los hostigaban, que los camiones de granaderos esperaban una orden en Insurgentes para derribarlo todo, que venían los bulldozers que trabajaban en la pirámide recién descubierta en Cuicuilco. Nosotros no queríamos volver. Mauricio a Guanajuato, Rafa a Hidalgo, Pepe y nosotros a Tecamac. Mi madre me preguntaba por qué me negaba a volver, y yo sólo podía contestarle:

—Aquí hay luz.

Con Pablo nos habíamos aventurado a entrar a la Villa Olímpica, terminada para mirar las luces de la ciudad abajo; unos resplandores en círculo: los faros de los coches sobre la avenida en medio del pedregal. Nuestros padres habían construido aquellos edificios altísimos pero no les habían dado ninguno para vivir. Así que, en cuanto terminaron de poner el último ladrillo, pintar las paredes, poner las banderas de todos los países en la plazoleta, dijeron entre todos, los albañiles, carpinteros, electricistas, los cargadores:

—No nos moveremos hasta que nos den una vivienda.

Al lugar donde vivíamos le llaman “La Obra” pero a últimas fechas los policías y los ingenieros que custodiaban que no nos metiéramos a la Villa Olímpica, le decían “Ciudad Perdida”. Desde lo alto de los edificios uno hubiera pensado que, en efecto, los de abajo estábamos desencaminados y olvidados. Pero, desde aquí, los andadores de lodo, las casas medio hechas de ladrillos sin mezcla, las puertas con hojas de madera disparejas atrancadas con cables o ganchos de alambre hormigueaban con señoras, niños, perros, gatos y ollas con agua para aplanar el terreno todas las mañanas. No estábamos perdidos. Alguien quería que lo estuviéramos.

Por eso, cuando Pablo nos dijo que la familia de Luciano vivía en una nave espacial, aunque no sabíamos qué quería decir, ni le creyéramos, el corazón se nos aceleró y el hambre de andanzas también.

—Está allá —señaló al horizonte— y es un cuete.

Entonces, Pablo nos informó que, aunque no sabía el origen de la nave espacial, seguramente Luciano y su familia lo encenderían para volar hasta la luna. Especuló que era un “proyecto espacial” de la Olimpiada y que probablemente los habían escogido para colonizarla porque eran una familia pequeña, de siete. Incluso, con el brazo debajo de la camiseta y rascándose un pelo en pecho que no tenía, sugirió que ese despegue a la luna se daría cuando el presidente viniera a inaugurar Villa Olímpica.

—Hay que verla antes de que se vayan —propuso Pepe.

Quisimos que fuera cierto moviendo los arbustos de maleza y escalando los montículos de piedra volcánica a las orillas de Insurgentes. Quisimos que fuera cierto mientras se arrastraban crujiendo bajo nuestros pies insectos, lagartijas, serpientes que nunca vimos. Quisimos que fuera cierto entre nubes de mosquitos que se levantaban a nuestro paso. Y era cierto.

Delante de nosotros se erigía un cohete de piedra con tres eslabones, una puerta, y unas escaleras que le daban la vuelta de costado. Nos quedamos en silencio oyendo cómo, adentro de la nave, se escuchaba que la mamá de Luciano, doña Bertha, lavaba trastes. La puerta estaba abierta y decidimos visitarlos. Bajamos como apaches entre el sonido de esos segunderos de la noche, los grillos.

Cuando nos asomamos, primero Pablo y luego yo, pudimos ver el interior de la nave: sillones blancos de concreto anclados al piso, una pared irregular limpia, una mesa, el suelo de piedra maderosa. Una de las hermanas chicas de Luciano que jugaba con unos cerillos en el suelo nos miró y dio la voz de alarma. De las profundidades de la blancura espacial salió su papá enarbolando un machete. Nos echamos a correr de regreso al campamento, seguros de lo que habíamos visto: la familia de Luciano iba a despegar en un cohete a la luna y nosotros nos quedaríamos en “La Obra” hasta que nos desalojaran.

No tuvimos muchos más días para especular. Una noche comenzamos a escuchar las botas de los granaderos acercándose al perímetro de “La Obra”, luego, pateando puertas, tanques de gas, perros que salían chillando. Era el final. El presidente Díaz Ordaz iba a inaugurar ya los edificios para los atletas del mundo, con sus banderas de colores, una por cada poste, en la construcción que todavía olía a pintura fresca. Nosotros estábamos de más. Mi madre extendió la sábana de la cama y echó ahí ropa, ollas, platos, y la amarró.

—Agarra las cubetas —me ordenó y metí en una de ellas mi cuaderno de español.

Formamos una fila hacia Insurgentes y los granaderos nos iban repartiendo al azar toletazos en la cabeza, patadas, jalones de pelo, hacia unos autobuses de línea alumbrados por los reflectores encima de las tanquetas militares. Nos insultaron. “Indios”, nos decían. “Regrésense al ejido.” “Vámonos, tepujas.”

El papá de Luciano, cuyo nombre he olvidado y que era pintor, estaba hincado con las manos amarradas en la cuneta. Me pareció verle un ojo sangrando.

—¿Por qué? —pregunté al aire, pero mis ojos terminaron en el rostro de mi madre.

—¿Por qué, qué?

Caminamos entre los gritos y el ruido de los motores inundando el aire con diesel. Subimos al camión que nos dijeron y muy pronto estábamos en una carretera rumbo a ninguna parte. En el camino se veía un letrero que acababan de poner: “Ruta de la Amistad” y formas de colores, geometrías locas, redondeles que iluminaban focos desde el piso hacia arriba. En algún momento pensé que estábamos ya en la luna. Antes de pasar por la nave espacial leí otro que decía:

TORRE DE LOS VIENTOS. URUGUAY.

Pero no fue hasta muchos años después que, atando recuerdos con fotos, supe que Luciano y su familia habían vivido durante meses dentro de una escultura.

I

Todas las mañanas, desde que se mudó al 501 de la calle Enrico Martínez 1111, Ledezma las veía desde su ventana. Una abuela, con un chal verde sobre los hombros, en pleno julio, y una joven, quizás su nieta, con una mascada morada amarrada al cuello, empujando la silla de ruedas rumbo al sol. A Ledezma le daban una sensación de paz. En cuanto conseguían llegar al límite entre la luz y la sombra —todos los días a las 9:10—, se iba agachando, sin ver la silla, calibrándola de memoria, para sentarse, abstraído por aquellas dos mujeres acompañándose. Aunque la joven a veces encendía un cigarro, hábito que a Ledezma le repelía en una mujer, apreciaba cómo le acomodaba a su abuela el chal y ponía la oreja derecha al lado de la boca probablemente desdentada para oírla mejor. La mayor parte del tiempo al sol —hasta unos minutos antes de que él tuviera que apurar el café e irse al trabajo— permanecían sin mover los labios, absortas en la mañana, en el flotar de las hojas llevadas por una brisa liviana sobre la explanada. Pero estaban juntas. Podía sentir esa cercanía en el instante en que el calor les pegaba por primera vez en la piel helada por estos departamentos sin sol. Hasta creía poder verlas sonreír, a cien metros de ellas, desde la fría ventana. Antes de irse a trabajar —entrada a las 10:00 con reloj checador—, Ledezma se despedía con la mano, un gesto que nadie más atendía.

Llevaba dos meses viviendo en el 501, desde que pudo ahorrar en su nuevo trabajo en la Secretaría de Hacienda como inspector de la subsecretaría de ingresos. Dos meses de renta y un depósito, al que siempre le iba a faltar un día, porque el Día del Trabajo nadie quiso llevar su cama, una mesa, dos sillas y una cafetera, y subirlos cinco pisos. En dos meses, la pareja de mujeres que todas las mañanas salía al sol empezó atener nombres: la abuela, María Luisa; la nieta, Rosa María. Para irse corto, Ledezma decía quedito para sí mismo entre las paredes heladas del 501: “Ahí vienen las Marías”. Sin mirar la silla, sin dejar de verlas a ellas, se iba agachando hasta situar las posaderas y le daba tragos a su café, imaginando cuál sería la razón por la que María Luisa estaba en silla de ruedas y por qué Rosa María la cuidaba, qué le ocurrió a la mujer en medio de ellas, la hija y madre, y desde cuándo adquirieron el hábito de salir a esa explanada. O no eran parientes, sino que vivían juntas, señora y criada adoptada. O no vivían siquiera juntas, sino puerta con puerta, vecinas haciéndose compañía. De cualquier forma, a Ledezma le parecía encomiable que la joven, a pesar de fumar, se diera el tiempo para proteger a la anciana, acomodarle el chal, intercambiar una o dos frases. Las jóvenes ya no hacían eso, dedicadas de tiempo completo al hedonismo, a lo que les daba la gana hacer sin que nadie se lo prohibiera. A Rosa María misma la había visto desde hacía un par de semanas con una minifalda azul cielo que desde lejos parecía tener remolinos blancos. Ledezma apreció sus piernas y se inventó cómo sería recorrerlas hacia arriba, poco a poco, hasta los calzoncitos delgados, níveos, los vellos iridiscentes, escalofriados, escalofritos, tornasoleados, tornasolitos. Las muchachas de minifaldas al vuelo, en ese verano, con sus pañoletas al límite del cabello, con arracadas, con collares largos, con pulseras de plástico amarillo, con las pestañas de colibrí. Rosa María no usaba las minifaldas de maxi-cinturón, no era una rabona, sino algo justo en la marca, listos-fuera. La invitaría a salir. Algún día. A una competencia de las Olimpiadas. Hay que ahorrar, los boletos están muy caros. Dicen en la oficina. Su abuela nunca la dejaría salir con alguien tan mayor como él. Esa niña tendría veinte, si acaso. La mitad de la suya o casi. A lo mejor, una cita a escondidas, a un helado, al cine. La silla de ruedas da la vuelta. Adiós Marías. Hay que irse ya. Al sol.

A finales de julio de 1968, ir a la oficina cobró para Ledezma un hálito distinto; pareció, de golpe, más prestigioso. Él no desdeñaba el cotidiano redactar de requerimientos, avisos, declaraciones, pedimentos, manifestaciones a los deudores de impuestos. Reconocía el alcance que para el país tenían los recursos que aportaban los contribuyentes y, en el cimiento, él estaba convencido de que México funcionaría si cada uno de sus habitantes hacía lo que les correspondía: pagar impuestos, obedecer, trabajar y cuidar de los suyos. Desde niño, su madre le enseñó que nadie puede vivir como quiere, sino como debe. Por eso, Ledezma no albergaba como una derrota el hecho de ser un contador público de la Secretaría de Hacienda y no un escritor.

Desde los ocho o nueve años, Ledezma había tenido el impulso de escribir cuentos y poemas, pero a su madre sólo le interesaba que le ayudara en la redacción de peticiones a la delegación de policía, al servicio de basura —por los horarios poco precisos de los camiones en la colonia—, de cartas echadas abajo de las puertas de vecinos ruidosos o que no limpiaban las heces de sus perros. Ledezma se fue conformando con escribir lo que fuera útil.

Ahora, en las oficinas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, era él quien pasaba a máquina el requerimiento: Por incumplimiento de sus obligaciones fiscales.

Año: 1966.

Año: 1967.

Semestres: febrero-agosto.

Semestres: agosto-diciembre.

Se le ordena presentarse en las oficinas de recaudación antes del: 15 de octubre.

De lo contrario, se hará acreedor a la multa correspondiente de acuerdo con lo establecido en los artículos 325 y 326 de la Ley Fiscal en vigor.

Le gustaba acomodarlo como poema.

Le gustaba, a veces, usar adjetivos como “flagrante” para “incumplimiento”.

Le gustaba que el “deudor” se hiciera “acreedor”.

Pero lo trascendental era el orden esférico en su mente: todo, al final, confluyendo en un mar que llamamos “México”. Sus cartas con notificaciones funcionaban como quitarle el lodo a un afluente. En su mayoría los destinatarios querían engañar al gobierno, quedándose con lo que le correspondía. Las obligaciones estaban para obedecerlas y se les prevenía a los deudores que su mentira, su falsedad, simplemente no iba a colar. Nadie aventaja al gobierno y él, en su perpetuo donaire, todavía echaba mano de la delicadeza de avisar antes de multar o embargar. Existía, además, una apariencia, un disfraz que a Ledezma le divertía: se ocultaba el hecho de que el deudor estaba tratando de tomarle el pelo al país y se simulaba que, en realidad, se le había pasado; una distracción perdonable para el señor que no tuvo cabeza para calcular sus ingresos, deducir, y pagar el excedente en tiempo y forma. ¿A quién se le puede olvidar su obligación? Para Ledezma eran ladrones descarados que deliberadamente intentaban defraudar y embolsarse lo que nunca les pertenecería.

Las cartas que escribía Ledezma todos los días eran sutiles avisos comparados con el nivel de engaño y mala fe en el que los deudores pretendían incurrir. El Estado, con naturalidad, les escribía: sé quién eres, dónde vives, y no creas, ni por un instante, que no iré por ti, cuántas veces sea necesario. Las cartas que Ledezma escribía a nombre del Estado mexicano eran enviadas como telegramas, sirviéndose del carácter de alerta, de mala noticia, que suele asociarse con ese tipo de correos. Se esperaba un plazo razonable de un par de semanas para que el insolvente se presentara a dar la cara y, si no lo hacía, si persistía en su desobediencia, entraban en actividad los inspectores de la Subsecretaría de Ingresos. Su pinta era la cara del gobierno, ya molesto, a las puertas de tu casa: sudorosos por el trayecto, casi siempre mal rasurados, los inspectores olían a drenaje mal desazolvado, a discordias en camión atestado, a sol a plomo en los cráneos encalvecidos. Rojos de la cara llegaban a la puerta sin ánimos de conversar, sólo de advertir:

—Tiene tres días hábiles para presentarse. De lo contrario vendremos por los bienes equivalentes al adeudo —y hacían firmar de recibido a los deudores.

Era la mejor forma de castigar a los ladrones sin conciencia de que, a quien realmente robaban, era al pueblo de México. Por eso, la nueva tarea que su jefe, el actuario Rafael Solís, le confirió ese julio de 1968 pareció darle un viso que enfatizó la importancia de su esfuerzo diario.

La reunión fue en el privado del actuario Solís que estaba sentado en el sillón de piel color marrón, los expedientes en dos charolas negras de metal, la cigarrera automática a la que se le oprimía un botón y se desplegaba, como la cola de un pavo real, en decenas de cigarros con el filtro. Ledezma había visto cómo funcionaba la cigarrera, pero el actuario jamás le había ofrecido uno. Hasta ese día. Él se negó porque el gesto le tomó por sorpresa. También le señaló con una mano tendida al momento de invitarlo a que se sentara en una de las dos sillas de madera frente a su escritorio. La muestra, inédita para Ledezma, concordó con la importancia del encargo que estaba por recibir.

—Éste es el teniente Salcedo y viene con una solicitud muy atendible.

Era difícil confundir a ese militar con un civil, a pesar de que sólo llevaba una camiseta blanca que permitía adivinar los pectorales debajo; el casquete corto y las picaduras de acné enmarcando los pómulos lo delataban.

—Aquí mi teniente es miembro del —el actuario hizo un gesto con ambas manos como si nadara de perro— cuerpo.

—Batallón —corrigió el teniente y dejó ver un solo diente dentro de su boca.

—Del Batallón —siguió el actuario— que cuida nuestras Olimpiadas. Y cuenta con las direcciones.

—A veces sólo el rumbo —volvió a interrumpir el militar.

—Los lugares en los que podrían estar viviendo, durmiendo, algunas personas que planean hacerle daño al país.

Ledezma se acomodó en su silla que se tambaleó un milímetro.

—Con el vaciado de contribuyentes podríamos saber cómo se llaman —continuó el actuario—, quiénes son estas personas.

—Y detenerlas —concluyó el militar—. En otros casos tenemos nombres, pero muy pocos. Y nos hace falta una dirección.

—¿Co-co-munistas? —tartamudeó Ledezma como cada vez que hablaba con alguien desconocido.

—En general —dijo el teniente—, aunque hay muchos estudiantes.

—Bueno, ésos no son co-contribuyentes —Ledezma cruzó una pierna pero, de inmediato, el gesto le pareció teatral.

—Haremos todo —subió un poco el tono el actuario— lo posible y un poco más, ¿verdad, Ledezma? Muéstrale a mi teniente “las sábanas”.

Se despidieron de mano y ninguno se la extendió a Ledezma. Apretó los labios hacia arriba como cada vez que algo le avergonzaba.

Cuando desplegaron “las sábanas” de papel milimétrico verde, Ledezma esperó a que el militar se diera cuenta por sí mismo de la imposibilidad que les estaba solicitando: los contribuyentes estaban enlistados a mano en orden alfabético por apellido paterno. ¿Cómo iban a buscar una dirección o un “rumbo”?

—Va a estar cabrón —se talló la nuca hirsuta el teniente Salcedo—. Hay que revisar de uno en uno.

—¿Lo v- lo v- loveee? —dijo Ledezma un poco perturbado por el lenguaje procaz del militar.

—Hagamos una prueba —propuso el teniente y sacó una hoja de papel cuadriculada de la bolsa de su pantalón caqui. La dirección era: “Lomas de Bezares”. Así, sin calle, ni número exterior ni interior, ni nombre ni apellido paterno.

—En esta columna —señaló Ledezma buscando ser didáctico— están los domicilios. Tendríamos que peinar todas esas miles, cientos de miles de hojas milimétricas, para tener algún nombre y, aun así, ¿cuál de ellos es el que estaríamos rastreando? ¿Lo sabe, teniente?

—Es un líder de Ciencias de la Universidad Nacional. Tenemos una foto.

—No tenemos contra qué cotejarla, ¿sí me explico, teniente?

—Ledezma evitó el demasiado familiar “mi”—. Si tienen la dirección, el rumbo, la colonia, es cosa de vigilar y detenerlo en caliente, ¿o no?

—Tengo algunos nombres —giró la página cuadriculada—. Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca.

—Ése sí que es un nombre. Lo buscaron durante hora y media, y dieron con una Cabeza de Vaca, llamada Rocío.

Mientras iban en el Dodge Charger negro sin placas, Ledezma se sintió en una serie policiaca. Esa sensación de ir por las calles de la colonia Obrera a resolver un enigma. Tomaba con las puntas de los dedos el requerimiento para no sudarlo; mientras, a su lado, el teniente Salcedo, con la vista fija en el respaldo del conductor —alguien que no se presentó—, en apariencia muy atento a los desvaríos de un radio transmisor con el sonido apenas perceptible.

El número 82 de la calle de Manuel Caballero era una vecindad que se extendía a ambos lados de un pasillo amarillo yema de huevo. A lo largo, la ropa tendida, decenas de macetas en latas oxidadas y tubos que emergían de los muros en forma de pequeñas chimeneas. La puerta estaba abierta y sonaba en la radio un anuncio: “Los productos Allen, por su alta calidad, fueron seleccionados y oficialmente autorizados por el Comité Olímpico para la higiene de las instalaciones deportivas”.

—Buscamos a la señora Rocío —aguardientó el teniente Salcedo.

—No hay ninguna Rosaura aquí —respondió una mujer que tendía calcetines amarrándolos a un mecate tiznado. El militar miró la extensión del pasillo y le preguntó a Ledezma si tenía un número interior. No.

—Somos de Ha- de Ha- de Ha- de Hacieeeenda —terció Ledezma para compensar la falta de información confiable, pero el teniente ya había tocado en varias puertas.

Le abrieron sólo en una y se metió a la fuerza diciendo que era “un avalúo para un embargo”. Ledezma, desde el pasillo, cruzó miradas con la mujer que tendía. No le pareció apropiado usar en vano el nombre de una institución que él estimaba honesta. El requerimiento era una cosa y otra distinta un embargo. Dentro del cuarto se escucharon cajones cayéndose, las protestas de dos mujeres o quizás niños, el arrastrar de una silla, mientras él trataba de aminorar la tensión:

—¿Si viv- viv- vive aquí alguien apellidado “Cabe- Cabe- cabeeeza deva- de va de vacaa”?

La mujer le sonrió y desvió los ojos hacia la canasta que ya se empotraba entre el brazo y el costillar.

—Bue, bue, bue bueeenas —dijo Ledezma en cuanto vio que huía hacia la escalera de cemento.

El teniente Salcedo emergió del cuarto allanado con un papel en la mano, agitándolo:

—Ésta es propaganda subversiva —vociferó—. Podría detenerlos por tener esto.

Alguien apagó la radio y salieron de la vecindad un poco apresurados. Ya en el Dodge Charger negro y sin placas, Ledezma le pidió al teniente con un gesto de la mano el papel confiscado en el cuarto. Era un volante de la Facultad de Ingeniería, larguísimo:

Cuando un niño pasa por la escuela primaria, se le obliga a memorizar que nuestro país se rige por un sistema democrático. Que nuestro pueblo un día ya no pudo soportar más y se lanzó a las armas consumando nuestra gloriosa Revolución. Se le enseña que tenemos una Constitución. Se le enseña que el gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Este niño escucha sobre la gloria de nuestros héroes y lo cree todo porque, al fin y al cabo, es un niño. Pues verán: ahora ese niño es un hombre y casi un profesionista al que ya no le pueden enseñar esas cosas, que ya conoce la verdad sobre esa Revolución, sobre ese gobierno, sobre esa democracia. Ese niño es el estudiante que tú, granadero, golpeaste. Es el niño que tú, soldado, mataste. Ahora es el estudiante que reclama justicia. Porque ya no quiere que a los niños se les obligue a memorizar mentiras.

—Bueno, al menos le dicen “gloriosa” a la Revolución —argumentó Ledezma regresando el papel pero, al voltear a ver al teniente Salcedo, vio que tenía un trapo que tentaleaba con las yemas de los dedos. Era un calzoncillo blanco de mujer.

—¿Y eso, teniente? —se escandalizó Ledezma—. ¿Es evidencia?

—No —replicó el teniente abriendo los ojos—. Es guerra psicológica.

II

Llegaría a ser personaje de libros, candidato a una delegación de la ciudad, buscado por los reporteros para entrevistarlo, pero ese martes 23 de julio yo lo vi sacar una pistola y correr con ella alzada sobre su cabeza con un grito largo y oscuro. Era como un centurión excitando a su batallón a embestir a su enemigo. Así de fuera de lugar, porque debo decirles que se trataba de un grupo de preparatorianos y no de pretorianos, que se dirigían a apedrear nuestra escuela. Ésa fue la primera vez que lo vi y entendí por qué le decían “El Fish”: tenía los ojos a ambos lados de la cabeza, no enfrente, y que te miraba como sumergido en un estanque. Con los días me fui enterando que estaba inscrito en la Facultad de Química de la Universidad Nacional pero, al igual que sus pretorianos, no estudiaba ahí: deambulaba por los pasillos en busca de cualquier frase al aire que pudiera ser vendida como “información”, se reunía en un cubículo cerca de la plaza de la Ciudadela con su guardia y recibía encargos de quien le pagaba, algo llamado “Acción Social” del partido, pero trabajaba en “Servicios Generales” del Departamento del Distrito Federal, aunque también cobraba en las oficinas de prensa. Además de señalar a quien pudiera tener opiniones políticas —porque “El Fish” era un convencido de que los estudiantes deberían dedicarse sólo a estudiar— su trabajo consistía en pacificar cualquier brote de violencia en las escuelas. Con palos, a pedradas, con disparos al aire.

Esa tarde de martes en que lo vi por primera vez, el asunto era vengar a los del equipo de “tochito” de la escuela Isaac Ochoterena porque los de mi escuela les habían pegado, después de perder cuatro touchdowns a cero. Toda la Voca 5 sabía que vendrían a buscar su revancha, pero cuando llegaron en camiones de basura de la regencia del DF y en autobuses de la ruta de San Ángel, agitando varillas metálicas y banderas de la unam cuyos palos eran más visibles que la tela dorada y azul, los escoltaban dos columnas de granaderos, con escudos y toletes; sólo los ojos ahí al final del túnel de los cascos, moviéndose al vigilar.

Salimos a los balcones, vimos Atenas repleto de policías. Rodeado de su guardia apareció Alfonso Torres Saavedra, “El Johnny”. A él sí lo conocíamos porque era del Poli. De Zacatenco, más que de la Voca 5. Desde arriba, avistamos cómo se le abrió paso, como una quilla contra el agua de un pantano. Como dos capitanes se encontraron en el medio de la calle.

—¿Quién es el que trae la pistola? —le pregunté a Sonia, mi compañera de clase.

—Le dicen “El Fish” y es creo de la unam —me dijo antes de sumergirnos en la porra que reúne, en el mismo canto, la huelga con los toletes que la someten:

—“Hueeeelum-gloria-a-la-cachi-cachi-porra.

Las porras eran los cantos, pero también quien las cantaba. Tenían que ver con el futbol americano, pero más con los deportistas fortachones que, a cambio de un dinero o de que los promovieran dentro de los equipos oficiales, impedían las huelgas. Por eso el cántico del Poli juntaba la palabra “huelga”, así incompleta, con la “cachiporra”, el garrote de la policía. La tonada de la unam era casi lo contrario: irse de pinta al Cine Goya y cachondearse a una compañera entre las butacas sudorosas. La universidad de los fresas. El instituto de los pobres.

Los dos porros parecieron de acuerdo y lo que en seguida supimos fue que “El Johnny” nos arengaba a los espectadores del balcón.

—¡Vamos a enseñarles a esos mariquitas quiénes somos los burros! Yo no bajé. Sonia y los demás compañeros teníamos “cálculo de impuestos”. Nos metimos al salón y escuchamos el arrancar de los camiones y los gritos alejándose. Las “goyas” y los “huelums” a la distancia.

Las golpizas en una huelga y los arrumacos en un cine.

Cada vez que pasaba una clase, teníamos la urgencia de salir del salón y recargarnos en el barandal para ver la calle, que nos diera el aire fresco. Cuando salimos de las dos horas de “cálculo de impuestos” —así le llamábamos a matemáticas porque todos los ejemplos del maestro tenían que ver con tasas, deducciones, multas— ya estaba lloviendo. Hemos de haber confundido el ruido del aguacero sobre los charcos del día anterior con el ruido de los escudos contra las escaleras. Ramiro estaba ofreciendo cigarros y presumiendo que se los había robado al prefecto Aguilar. Eso fue lo último que realmente vi. Un empujón seco me metió al salón y caí con una rodilla sobre la esquina del estrado del profesor. Cuando sentí el embate terminante en la cabeza, me hice bolita. Después del golpe noté mi propio cerebro reverberando adentro del cráneo, como una gelatina vibrando hasta volver a su posición inicial. Luego, los zapatos pisándome una mano, las piernas pasando sobre mis hombros, la rodilla de alguien que descansó un momento en mi cuello y, tras dos segundos, se echó a correr.

Olía a sudores de perros asustados. A ingles y encías maceradas. Pesada la transpiración de ropa mojada. A esos hedores de almizcle y vinagre con boca apretada de aguantar una pesadilla.

Siempre es curioso lo que uno piensa en medio del caos, de la revuelta de las cosas que no adivinaste, dentro del remolino. Yo me preocupé por las llaves de mi casa. Me las había encargado mi madre antes de irme porque calculó que ella tardaría más en ir a barnizar los muebles de una casa que yo en regresar. Estaba seguro de que las traía en la bolsa derecha del pantalón porque, en el autobús, y varias veces durante la clase, las tenté, seguras, a través de la tela, las tintineé. Ahora no podía sentirlas con la mano sin destaparme la cabeza, así que me puse de rodillas y abrí los ojos.

Los cascos, los escudos y los petos parecían impropios, ajenos, foráneos, entre las filas de los mesabancos tirados, las mochilas destripadas, los cuadernos despatarringados, mis compañeros, mis amigas de clase, tirados en cuatro, jalados del pelo, pateados. El profesor Salas debajo del escritorio, sin sus lentes, con el escaso cabello en puntas, sangraba de la nariz.

—¡Para que aprendan a respetar! —grita un granadero mientras arrea a Ramiro a toletazos en los riñones.

Se me ocurre que lo están castigando por robarle cigarros al prefecto. Y es que no entiendo qué hacen los granaderos dentro de mi salón. Qué tienen que ver los cuadernos de hoja milimétrica en los que hay números con lápiz, con las pecheras negras, los cascos, y los escudos que se alzan para descender sobre una espalda flaca. Por qué un brazo levanta del torso a Sonia. La mano del granadero sobre uno de sus pechos, el codo sobre el otro. Sus ojos congelados de pánico. El cabello untado sobre la cara. Su grito apenas por encima del aire:

—¡Suéltame, animal!

Girarme en cuclillas y añorar alcanzar la puerta, pero está bloqueada por cuerpos uniformados. Meterme la mano en la bolsa derecha del pantalón para tentar las llaves, para manosearlas, para saber que ahí está la posibilidad de salir de ahí. Y en eso siento la cortada en la mano que me duele y me hace sacar la mano de la bolsa, del pliegue que se siente como filo.

Jadeo, de mi boca sale un líquido con regusto a centavo, a flema de bronce. Una nube blanca entra por la puerta. La veo avanzar impulsada por el viento de la lluvia afuera. Y creo que nos va a refrescar, pero llega a los ojos y los pica como agujas, y llega a la nariz y se clava como polvo de vidrios.

Hay un mueble verde pistache al fondo del salón donde se guardan reglas T, papel bond, un sacapuntas de manivela. Me paro y, sin poder abrir los ojos que lagrimean como torrentes, respirando por la boca como un pescado fuera del agua, empapado con su propio llanto, empujo a cuanto me obstaculiza. Mi idea es llegar atrás del armario verde y esconderme atrás de él. Es una idea ridícula porque la nube que viene entrando no se detendrá con un mueble, sino que lo abarcará todo, cada orificio, cada poro, cada rincón. Pero es lo único que se me ocurre y me entrego a ello como si fuera un escape.

Entre las gotas que distorsionan las sombras, alcanzo a ver que el mueble está tirado. Salto en el espacio que creo que existe entre la pared y la cómoda verde y ahí me quedo con los ojos apretados y tratando de exhalar los cristales que se inflaman en una erosión de gargajos ácidos. Bajo mi brazo izquierdo y siento la dureza de la suela de un zapato…

Fabrizio Mejía Madrid. Foto: Random House

Fabrizio Mejía Madrid nació en 1968 en México. Es escritor y periodista. Es columnista semanal de la revista Proceso y ha colaborado con el diario La Jornada. Su trabajo ha sido incluido en varias antologías como la de la Universidad de Wisconsin, The Mexico City Reader y la editada por Carlos Monsiváis, A ustedes les consta. Es también autor de los siguientes libros de crónicas: Entre las sábanas (1995), Pequeños actos de desobediencia civil (1996), Salida de emergencia (Literatura Random House, 2008) y Días contados (2012). De las novelas: Hombre al agua (Premio Antonin Artaud, 2004), El rencor (Debolsillo, 2010), Tequila DF (Literatura Random House, 2017), Disparos en la oscuridad (2011), Vida digital (2012), Arde la calle (2014), Nación TV (Debolsillo, 2015), Un hombre de confianza (Debolsillo, 2015) y 42 m2 (Literatura Random House, 2016).

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video

más leídas

más leídas