Breves cuentos de Felipe Garrido

05/05/2020 - 12:00 am

La Quinta

Entonces lo recuerdas. Confundido con un sueño, extraviado en la memoria, cubierto de ceniza, de pronto llamarada espejo, punzante realidad. El barrio perdió la paz, los árboles su luz dorada; las casas se hicieron estacionamientos, misceláneas, escuelas, talleres, edificios, oficinas. Pero la Quinta es la misma y mamá Tita los recibe arrastrando los pies, pidiéndoles paciencia mientras enciende su aparato para oírlos. “¡Tanto tiempo!”, grita alzando los brazos papá León y luego, a tu marido, “¿Ya no te acuerdas? Ahí al lado de la escalera”. Sigues a Leoncito, que quiere agua. “Voy arriba, ma”, grita Marita. “Dale lo que pida”, insiste tu padre, que sigue al niño con el refresco, Manuel viene por el pasillo sacudiéndose las manos, Marita baja a saltos, corre a tus brazos, mete la cabecita al lado de tu cuello, un murmullo sólo para ti, y sus palabras te queman, te devuelven a tu infancia, te hacen apretarla mientras la escuchas: “¿Quién es, ma? ¿Quién es esa vieja que está arriba? ¿Por qué está llorando, ma?”

Final

Entrarás empujado por otros, con el ansia de no quedarse en el andén, y buscarás de dónde asirte, proyectado hacia atrás por la sacudida y sólo después, cuando los vagones tomen el paso regular, bajo tierra, podrás mirar a los lados. Verás, como todas las noches, los cuerpos doblados, las bocas que roncan, las barbillas clavadas en los pechos. Apoyadas en la puerta, dos muchachas irán abrazadas; de vez en cuando se besarán. Una de ellas te retará con la mirada. Solamente después, mucho tiempo después, te darás cuenta de que nadie habla. Un hombre joven y fuerte, un obrero que llevará una mochila con herramienta, moverá en silencio la boca, como si comiera o como si rezara. Sólo después, mucho tiempo después, cuando habrán pasado dos o tres paradas que no habrás visto nunca, te darás cuenta de que no volverás a salir.

La rebelión

Señor director:

Permítame distraer su muy digna atención para hacer de su conocimiento una serie de extraños acontecimientos que han sembrado entre nuestros empleados, si no el terror, cuando menos el desconcierto y la desesperación.

Pese a que no existe consenso, todo hace suponer que esta insólita secuencia comenzó el lunes pasado, a eso de las siete y medio de la mañana, cuando la señora Luisita se disponía a realizar el aseo. Según cuenta la susodicha trabajadora, que, entre paréntesis, no ha regresado al trabajo, esa mañana le resultó imposible efectuar la limpieza pues, en sus palabras, perdonando la expresión, “el pinche trapeador se puso en huelga”. No sólo era imposible llevarlo en la dirección debida, sino que continuamente se le enredaba en los pies, tiraba todo lo que había encima de los escritorios y volcó dos veces la cubeta. Por último, después de un breve forcejeo, el trapeador se volvió contra la señora Luisita y la golpeó en la espalda y en los brazos. Cuando los demás empleados llegaron, la oficina era un desastre y la señora se había encerrado en el baño de hombres, de donde costó trabajo sacarla. Debo reconocer que en ese momento la narración de la señora Luisita fue juzgada en general con desconfianza y que prevaleció la opinión de que había vuelto a beber.

Sin embargo, al día siguiente el contador Reséndiz se presentó un tanto alterado en mi despacho y, tras vencer cierta reticencia, acabó por decirme que el ventilador de su oficina había comenzado a funcionar sin que él lo encendiera, con tanta fuerza que los papeles del inventario que estaba preparando salieron volando. Cuando llegué a Contabilidad pude ver el aparato: un ventilador de pie de los que compramos el año pasado, que accionaba a toda su capacidad, revolviendo la cabeza con sorprendente rapidez y de manera totalmente irregular, con el evidente aunque inverosímil propósito de amenazar al mozo que pretendía apagarlo. A fin de cuentas fue necesario suspender la energía eléctrica en todo el piso para restablecer la calma.

Esa misma tarde los escritorios de Ventas se negaron a ser abiertos. Es difícil creerlo, pero le aseguro que pasamos toda la tarde, auxiliados por dos cerrajeros expertos (uno lo envió el fabricante de los muebles), sin que pudiéramos abrirlos.

De allí en adelante, durante ayer y hoy, los acontecimientos se han sucedido con velocidad creciente. La cafetera del señor Alegría se negó a calentar el agua; la puerta del almacén golpeó a Toño, a Manuel y a don Lupe; las llaves del lavabo en el baño de mujeres no pudieron cerrarse y fue necesario cortar el ague en todo el edificio; la señorita Ruiz dijo que el monitor de su computadora la veía “de manera indecente” y no quiso volver a pasar frente al aparato; el sillón nuevo del licenciado Iturbe lo esquiva cada vez que quiere sentarse; la caja fuerte se abre sin que nadie la toque; las alarmas repican sin motivo; los teléfonos rehúsan prestar servicio; nadie se atreve a usar las escaleras después de que uno de los mensajeros y la auxiliar de Cobranzas rodaron por ellas hace un par de horas, pero tampoco hay quien se atreva a entrar en los elevadores, porque corren rumores bien fundados de tres o cuatro atrocidades que serían capaces de cometer.

Así pues, me permito solicitar de usted que ed inmeiato, antes ed queh debamos lamentar nuevos, suplogue antracita y sin,; terminde laspligue arnulof antoforo desde lamire padql ugltrando;’, histeria o de vinnn qeun dienat es retvaa pulveriam siquel,:è.çal,,*–,

El lago

-¿Qué pasa contigo? –pregunta mamá y alza las cejas porque de nuevo traigo mojados los zapatos.

“Estuve jugando en la orilla del lago”, pienso que voy a decir pero mejor me quedo callado porque ella nunca lo ha visto y cuando le digo eso se enfurece o se pone triste o me mira como uno ve cuando ya no tiene palabras para decir lo que quiere, y entonces alza los brazos y los detiene un momento junto a la cabeza y después los deja caer a los lados en un solo movimiento y me grita o me da un empujón.

-No me di cuenta –digo, pues, aunque sé que es mentira y que no explica nada. Mamá me mira con los brazos cruzados, con los dientes apretados, mordiendo palabras que no quiere soltar.

-Ayer fue lo mismo. ¡Todos los días! –dice al fin, y pasa frente a mí, se sienta a la mesa, comienza a revisar los papeles que trajo de su changarro, como ella dice cuando se ríe. Me gusta la risa de mamá. “Ven a ver el lago –quiero decirle-. Hay pinos y sauces y palmeras. Hay búhos y tucanes y gaviotas. Hay tapires y búfalos y osos polares. El agua es tibia, espesa, perfumada.” Pero no me atrevo. Me quedo de pie, viendo cómo revisa los papeles, cómo lleva cuentas en su libreta, como se quita los zapatos con los pies, sin suspender lo que hace.

-¿Qué esperas? –me pregunta sin alzar la vista- ¿No vas a cambiarte?

“Ven conmigo –quiero decirle-. El lago es bellísimo y peligroso. No me dejes ir solo.” Pero las palabras se me quedan en la cabeza, no bajan a la boca. Se me quedan como meros pensamientos mientras la veo fumar.

-Vas a resfriarte –me dice subiendo el tono de voz- ¡A quién se le ocurre! –reclama- ¿Qué esperas? Sube a cambiarte –ordena, y entonces sí levanta la cabeza y me mira. Yo clavo en los suyos mis ojos, para que comprenda todo eso que me gustaría decirle. Pero ella vuelve a sus papeles. Doy media vuelta. Subo por la escalera de ladrillo y duelas. Recorro el pasillo. Llego a mi cuarto. Oigo el radio, abajo, porque mamá acaba de encenderlo. Me pongo de puntas y abro la puerta.

Entonces lo veo, enorme y verde, con altas nubes blancas por encima. Con yucas, jacarandas y papiros; con serpientes, elefantes y caballos. Me lleno las narices con el aroma de las flores que crecen en el agua; me lleno los oídos con los gritos de animales que no alcanzo a ver. Me quito los zapatos. Me desnudo. Siento en las piernas el agua tibia y espesa. Avanzo sin volver la vista. Cuando pierdo fondo comienzo a nadar, hacia el frente, con todas mis fuerzas, porque no quiero nunca, nunca, nunca regresar.

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