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Tomás Calvillo Unna

05/05/2021 - 12:01 am

El descalabro de la fe

La ventana de la noche se quedó abierta: nadie reparó en ello, siguieron los juegos de artificio y la guerra florida de adjetivos hirientes.

Se quedó abierta. Pintura Tomás Calvillo Unna

La fiesta de los sentidos

no puede ocultar la desnudes del Ser:

 

la ventana de la noche se quedó abierta:

la luna de tres cuartos dejó su halo,

una inquietante sensación de ir a la deriva;

sin rumbo cierto,

un naufragio advertido

que impregnó el amanecer

del hondo dolor de la incomprensión;

apenas perceptible en la superficie,

en la epidermis del mediodía;

sofocante al paso de las horas…

Una pérdida que emerge día a día.

 

La ventana de la noche se quedó abierta:

nadie reparó en ello,

siguieron los juegos de artificio

y la guerra florida de adjetivos hirientes.

La ansiedad que habita los temores

desapareció las pausas del ritmo,

y engulló al mismo destino,

para atropellar a unos y otros.

 

Los sentimientos encallados

se preñaron de murmuraciones

al delinear el enfado

en rostros agriados por el tiempo.

Pocos, se dieron cuenta del suceso;

la pérdida profunda del encuentro,

el anhelo incrustado en su desamparo,

los abrazos expropiados por la ausencia,

las tristes voces de la indiferencia

al correr de las semanas;

el coraje sin más del enfado enmudecido;

la sujeción a los vaivenes inciertos

de toda posesión perdida;

el oficio de las rutinas,

la dosis de su veneno diario,

aguijones de una furia oculta

que exige sus pertenencias;

parcelas e imposturas

de pretendidos dominios;

el fiasco anquilosado;

la sevicia de los rencores convocados;

la estupidez enaltecida y propagada,

y el inevitable recital de culpas;

estalactitas inverosímiles, pero ciertas,

en las cavernas de la duda

sin respuesta alguna posible.

 

La ventana de la noche se quedó abierta:

hay un sin sabor,

la falsa salida:

el desprecio y la ruptura.

Los temores agazapados al acecho

de las presas de la debilidad;

los grilletes del apego,

el amor propio,

su exigencia truncada,

arrogante orgullo,

la insensatez como fachada.

El yo: amurallado empoderamiento,

lo mío, como afrenta obsesiva;

la esclavitud camuflajeada de libertad;

el marasmo como herencia;

la inocencia perdida en las primeras letras,

en la soga de las vocales

ante el filo mortal de las consonantes

y su decretar continuo.

La sutil comprensión (el sutil entendimiento)

de lo indeterminado

que nos permite aún

sembrar vocablos en su amoroso vuelo.

 

La ventana de la noche se quedó abierta:

y el recuento apenas inicia;

si tan solo se rescatara

una palabra verdadera;

el gesto, la sonrisa del afecto cierto

en medio del mundanal ruido

y los ciegos reclamos;

si la aguda mirada al dejar atrás los sueños

y las sombras de sus pesadillas,

nos comparte la disciplina de su vaciamiento

y el arte de su devoción:

la amorosa tarea de toda ofrenda;

tal vez ese gozo de la nada descubierto

permita a los relatos de la historia

recuperar su aliento

y esa Gracia que restaura el verbo

al conjugar las horas…

 

y así de esta manera,

otro cantar, sí otro,

se daría entre nosotros.

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