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Fabrizio Mejía Madrid

05/05/2022 - 12:05 am

Democracia, ¿para quién?

La llamada “transición a la democracia” fue un cuento que encubrió lo que realmente sucedió: la alianza entre las élites del PRI y Acción Nacional, financiadas por organismos empresariales, para darle un disfraz electoral al saqueo del neoliberalismo.

Con el arribo de la iniciativa de reforma política llega una pregunta que debemos respondernos como sociedad: ¿Para quién es la democracia? Es una cuestión pertinente después de que la ciudadanía plebeya rebasó la patraña de la llamada “transición a la democracia”, de Fox a Peña Nieto, que no fue más que un acuerdo secreto entre las élites para alternarse en el poder federal y el de los estados. Vale la pena hacer el resumen de ese cuento: desde el fraude electoral que puso en la silla presidencial a Carlos Salinas de Gortari, éste utilizó sus poderes meta-constitucionales para darle a Acción Nacional gubernaturas interinas. Desde 1991, con Guanajuato, y hasta los cuatro gobernadores que Chiapas en 1994, Salinas gobernó con 17 gobiernos estatales que no habían surgido de las urnas. Ilegítimos, igual que él. En el siguiente sexenio, el de Ernesto Zedillo, producto del asesinato de Luis Donaldo Colosio, Acción Nacional fue recompensado con la Procuraduría General de Antonio Lozano Gracia, el mismo que utilizó a una vidente, Francisca Zetina, “La Paca”, para excavar la calaca del desparecido Diputado Muñoz Rocha en el jardín de Raúl Salinas de Gortari en 1996. Zedillo terminaría por entregarle la banda presidencial a Vicente Fox en un arreglo que incluyó los votos de los diputados de Acción Nacional a favor de convertir 552 mil millones de pesos de deuda privada en deuda de todos los mexicanos, el célebre Fobaproa. Un pago de Zedillo a los servicios de Felipe Calderón, entonces Presidente del PAN, a Diego Fernández de Cevallos, el que mandó quemar los paquetes electorales de 1988, a Medina Plascencia, el primer Gobernador de Acción Nacional designado por el dedo de Salinas, y a Santiago Creel, aquel que le dijo a López Obrador, “enfréntelo como hombrecito”, durante el desafuero como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México.  

En el camino, se hicieron cuatro reformas políticas para endurecer un sistema manejado por las burocracias de los partidos. No sólo se le permitió al PRI y a Acción Nacional repartirse a los consejeros del Instituto Electoral, sino también a los jueces del Tribunal que valida los procesos. Además, se hizo que los partidos obtuvieran dinero público durante toda su existencia, no importando si había campañas electorales o no. Y al propio Instituto Electoral se le dotó de un papel político más que administrativo, sesgado a favor de los dos partidos alternantes. El antiguo IFE y su Tribunal Electoral, de 1990 a 2014, fue parcial a favor de los fraudes electorales, y el INE, desde su nacimiento, no logró fiscalizar las aportaciones del crimen organizado y empresas como Odebrecht en las campañas del PRI y del PAN, menos de anular elecciones en que abiertamente se rebasaron topes de campaña y se utilizaron recursos ilegales, como en la llegada de Enrique Peña Nieto. Ahora, la Junta Ejecutiva del INE, la del Chipotle, es abiertamente opositora al Gobierno de López Obrador y, en especial, de que se le consulte a la ciudadanía. Así, la llamada “transición a la democracia” fue un cuento que encubrió lo que realmente sucedió: la alianza entre las élites del PRI y Acción Nacional, financiadas por organismos empresariales, para darle un disfraz electoral al saqueo del neoliberalismo. No podemos tener ya un Instituto Electoral que vaya de estar a favor de los partidos a los que les debe lealtad a estar en contra del movimiento que lo cuestiona. Necesitamos que sea árbitro equitativo, neutral, y juicioso. No el chile chipotle que regaña y escupe a los ciudadanos porque no entienden la democracia.

Sobre el Instituto Electoral cabe señalar algunos datos. Según la encuesta del Barómetro de las Américas, sólo el 26.2 por ciento de los mexicanos confían en el INE y el Tribunal Electoral, mientras que 63 por ciento creen en la democracia como mejor forma de Gobierno. Así que estar contra el INE no es estar contra la democracia, como reza la cantaleta de la oposición. El INE es el monstruo que emergió de los sueños de la razón neoliberal. Tiene más cuarteles que el ejército, con 332 juntas ejecutivas en los distritos del país, que se pagan haya o no elecciones; exista o no confiabilidad. Tiene una estructura duplicada que se dice “nacional” o “organismo público local”. Utiliza el 50 por ciento del tiempo en radio y televisión para campañas electorales. Tiene dos fideicomisos donde esconde sus subejercicios del presupuesto público: en vez de devolver lo que no se gasta a la Tesorería de la Federación, lo oculta hasta atesorar casi tres mil millones de pesos que —alega— no puede usar para poner el total de casillas en una consulta histórica como la de Revocación de Mandato. Además, 400 personas de su Junta General ganan ilegalmente más que el Presidente de la República. En los últimos tres años, el INE se ha desbordado, se ha excedido en sus funciones administrativas, al tratar de definir el presupuesto, cosa que es función de los diputados, e imponer una ley censura para que el Gobierno en turno no pueda informar de sus logros, cosa que no debiera competer más que a un Juez federal. Por si esto fuera poco, sus consejeros más imprudentes, Córdova y Murayama, han querido dictarle a la población cuál es la “verdadera” democracia y, como diría Vargas Llosa, qué es “votar bien”. El INE se desbordó en dinero público, en funciones, y en prepotencia. 

La Reforma Electoral de 1986 consolidó el financiamiento permanente de los partidos políticos. Curiosamente, ni la izquierda socialista ni la derecha del PAN estuvieron de acuerdo. Pero el entonces Presidente De la Madrid la impuso para legalizar lo que el PRI recibía de los sindicatos afiliados, como el de Pemex, y comenzó lo que ahora tenemos: partidos de burocracias sin militantes, pelándose por las prerrogativas, y el vicio de la creación de partidos para hacerse de recursos públicos, como el PES o Fuerza México, que reaparecen con otros nombres en cada elección, sin llegar jamás al 1.5 por ciento de la votación. La subvención perpetua, haya o no campañas electorales, de partidos, institutos, tribunales, ha propiciado una falsa pluralidad que en la sociedad no existe. Que la sociedad rechaza en cada elección, donde, a diferencia de Francia donde cada voto cuesta un dólar con 80 centavos, en México cuesta 25 dólares. Por otra parte, la dinámica política del país ha asentado, de una vez por todas, que sólo existen dos fuerzas en disputa: la del proyecto de la 4T y la coalición de intereses afectados. No se necesitan, por el momento, más burocracias de partidos. La nueva iniciativa pone énfasis en un rezago democrático: las candidaturas independientes. 

La presentada por el Presidente, es un reforma, para los nuevos tiempos, los de la politización de los plebeyos, los de una oposición que se asume como igual, como coalición que ya no finge ser plural o distinta entre sí a los intereses de las empresas extranjeras y sus súbditos en México. El rechazo a la Reforma Eléctrica soberana dejó en claro que el McPRIAN es un polo, no una “pluralidad”, como querían los intelectuales abajofirmantes. En medio de esos dos polos se requiere un árbitro, no alguien que se sume y cargue de un lado. Como la disputa política pasó en 2018 de los partidos de la élite a los ciudadanos pobres, se requiere confiablidad en las instituciones electorales. De ahí la propuesta de que sean electas. 

En entrevistas, la oposición ha dicho que no se necesitan consejeros o jueces electorales “populares” pero, en esa crítica, exudan la confusión que todavía tienen entre los concursos de canto en la televisión y una elección. La tuvieron en la Revocación de Mandato cuando alegaron que era “para el ego del Presidente”, sin entender que ir a una urna a votar es establecer un lazo de confianza en el futuro entre el elector y el gobernante; la confianza de que haga lo que prometió. No hay otra actividad humana que establezca ese vínculo como un sufragio. Tampoco es un contrato laboral, en el que uno emplea a un profesional para realizar un trabajo. Contar votos no es una ciencia ni una profesión, así lo demuestran los miles de ciudadanos que lo hacen en las casillas en cada elección y cuya capacitación es cuestión de unos cuantos días. Esa es la función del Instituto. La del Tribunal es validarlo, para lo cual no se requiere más que atenerse a las leyes. La imagen de “especialistas” que nos han querido vender de los encargados del INE o del Tribunal va en contra del principio mismo de la democracia y de la propia materia de sumar votos y sacar porcentajes. Lo que requiere una autoridad electoral, no son doctorados en ciencia política, sino confiabilidad, respetabilidad, y prudencia, tres rasgos de los que carece ahora mismo.

Al final, lo que requiere el país post-2018 es lidiar con la falta de representatividad de los gobernantes, desde los regidores hasta los senadores. Todos hemos sido testigos de cómo los diputados plurinominales presumen su lealtad a las empresas extranjeras y su alejamiento de los que deberían de representar, los ciudadanos de a pie, los plebeyos, el pueblo politizado. Ese alejamiento le está costando sangre a la oposición pero, eventualmente, le costará al conjunto del sistema democrático mexicano. Se propone inaugurar la representación popular en el Congreso deshaciendo los distritos electorales y sometiendo la asignación de curules a la proporcionalidad total. Mediante listas en cada entidad de la República se votaría por los diputados y senadores que se repartirían entre partidos e independientes sin más fórmula que cuántos votos del total obtuvieron. La idea es que no haya votos inútiles, es decir, que, no importando si la oposición sólo obtuvo 10 por ciento de los votos, pueda tener un representante electo. Y, al contrario, que si un partido obtiene el 42 por ciento de la votación no sobrerepresentarlo automáticamente al 51 por ciento como sucede ahora. Es proporcionalidad total donde se corresponden votos emitidos y cargos asignados, sin la priista “cláusula de gobernabilidad” que hacía una mayoría artificial. 

Este sistema se usa en 99 países del planeta y es representativo, plural, y proporcional porque obliga a los candidatos a hacer campaña en sus estados. No es adecuado confundir proporcionalidad con plurinominales, como ha dicho la oposición. Los “pluris” eran productos de las burocracias de los partidos disfrazados de unas agrupaciones de estados por supuestas regiones que se llamaron “circunscripción”. Eso desaparece. También se acaban los distritos uninominales que, en cuarenta años, no generaron ningún tipo de asiento de la representatividad. Al contrario, el distrito hizo de los votos de la minoría algo inútil. Se va hacia un modelo de listas en cada estado de la República, pensando que las entidades son materia de arraigo político. 

La idea que la oposición tiene del “contrapeso” es pensar que, para demostrar independencia, es indispensable estar en contra del Presidente. Anunciaron que irían contra esta reforma aún antes de conocerla, en boca del dirigente nacional del PRI en uso de la tribuna de la Cámara de Diputados, aquel oscuro domingo del 17 de abril de 2022. Dijo: “No va a pasar y como les decía, aquí nos vemos en la electoral”. Pero justo su problema es el que buscaría resolver la iniciativa de reforma a 18 artículos de la Constitución: la representatividad, es decir, cuando se corresponden el individuo delegado con el interés de quien lo votó. 

Para responder a la pregunta, “para quién”, es necesario saber para quién ya no más: para las burocracias de partidos, institutos autónomos, jueces leales a intereses partidistas, medios de comunicación que se benefician de la propaganda electoral. Debe de ser, cada vez más, para los ciudadanos. Uno de los rasgos de la democracia es que su contenido siempre excede a su representación. Así, una democracia constituyente, como la que tenemos en los anhelos ciudadanos, siempre perderá algo al instituirse. Sigue en pie hacer política con el sustento de toda democracia, aquel que apunta: “Todos los seres humanos nacen y permanecen libres e iguales”.       

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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