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María Rivera

05/06/2019 - 12:03 am

Seis meses en la 4T

. Sí, sabíamos también que Morena no era, como tal, la izquierda, pero era la izquierda que teníamos y, sobre todo, no era la derecha que gobernó este país desde el año 2000 con diferentes siglas.

Sí, sabíamos también que Morena no era, como tal, la izquierda, pero era la izquierda que teníamos y, sobre todo, no era la derecha que gobernó este país desde el año 2000 con diferentes siglas.Foto: Galo Cañas, Cuartoscuro.

Vivir así, en el borde, al límite, extenuada. Seis meses. Aún recuerdo ese primero de diciembre, estaba en Hermosillo trabajando, pero mis alumnos decidieron postergar el curso de poesía que impartía para ver la toma de posesión de López Obrador. Yo la vi sola en el lobby del hotel. Nunca había experimentado la sensación de saber que el candidato presidencial por el que voté, ganara. Nunca, desde que empecé a votar.  No sabía, como todos los votantes de izquierda en este país, entre los que se encuentra una buena parte del sector cultural, lo que es “ganar” la Presidencia. Teníamos esperanza de que se haría justicia, se acabaría la guerra y la política militarista que por más de una década ha desangrado al país, que se combatiría la corrupción en todos los ámbitos, incluido el sector cultural, entregado a mafias intelectuales que tradicionalmente disponen del presupuesto público para beneficiarse. Un sector donde la palabra “corrupción” es satanizada, pero que funcionarios-autores practican diariamente. Estábamos esperanzados con otra forma de hacer política, un cambio en el modo de entenderla “un cambio verdadero”. Veníamos del sexenio de Peña Nieto, y sus proyectos culturales que elevaron a nivel de escándalo las prácticas indebidas de funcionarios culturales. Las elecciones del año 2006 nos habían enseñado, a todos, por la mala, que la alternancia no significaba “democracia” y que los poderes fácticos determinaban a los presidentes; habíamos recorrido las calles, hecho esténciles, sido agredidos por los granaderos del Jefe de Gobierno que votamos bajo las siglas del “izquierdista” PRD. Sí, sabíamos también que Morena no era, como tal, la izquierda, pero era la izquierda que teníamos y, sobre todo, no era la derecha que gobernó este país desde el año 2000 con diferentes siglas. Una izquierda contrahecha, más parecida al PRI, capaz de meter en una misma bolsa, a un empresario millonario neoliberal, un partido de ultraderecha, ex militantes del partido comunista, expanistas, expriistas, y flamantes miembros del PVEM, una izquierda al servicio de un líder conservador, incapaz de defender el derecho al aborto, por ejemplo. Un candidato contrario a las luchas progresistas que el propio partido del que se salió dio en la Ciudad de México. No un partido, Morena era un movimiento. Hubo quien pensó que esa “pluralidad” era una forma de fortaleza y quienes vieron en la mezcolanza mero oportunismo político y una señal inequívoca de que nos llevaría al abismo. El problema: los críticos eran los mismos que, en los hechos, nos habían arrojado a él en los últimos sexenios. No, nosotros somos de izquierda, somos los artistas y los artistas, como se sabe, no somos, casi nunca, de derecha. No importa, nosotros debatimos y mucho, ríspidamente incluso, en redes, divididos entre la posible anulación del voto o el apoyo. Hubo los que sencillamente (es un decir) se anticiparon a desmontar críticamente al lopezobradorismo y que no tuvieron poca razón: los combatimos como si fuesen paranoicos, traidores, o despistados. Pensábamos que la derecha conservadora no debía regresar al país, que había que frenar el derramamiento de sangre, combatir la corrupción que privatizó, de facto, gran parte de los recursos del Estado. Todo va a cambiar. “Primero los pobres”, sí, repetíamos, convencidos, los artistas, “desmilitarizará al país, no más sangre”, decían los defensores de derechos humanos que habían luchado contra la Ley de Seguridad Interior, “apoyará a la cultura y la ciencia”, decían los académicos. Otros, más convencidos, cantaron con la esposa del candidato, hoy primera dama, e hicieron obra gráfica como propaganda electoral. Resonaban en nuestra memoria luchas históricas, el 68, el 88, pero también recientes: marchas, resistencia pacífica, bajo el sol o la lluvia inclementes, marchando contra el desafuero, por las mujeres agredidas en Atenco. Pocos años después, desesperados ante la muerte de miles, los disueltos en ácido, los desparecidos, las mujeres asesinadas, gritos desesperados desde el zócalo, fuentes rojas, pañuelos bordados, caravanas por la paz recorriendo el país, para terminar en Reforma, haciendo pases de lista: Ayotzinapa como un puñetazo en el estómago del que todavía no recuperamos el aliento, apesadumbrados por la certidumbre de que México era un narcoestado, un inmenso cementerio clandestino.

Así llegamos a “la cuarta transformación”, decretada por el Presidente López Obrador en diciembre. Vivir así, decía al inicio, en el borde, al límite, extenuada, desde entonces, porque día tras día, mes tras mes, de diciembre a junio, mañanera tras mañanera, el Presidente ha emprendido la transformación del Gobierno y de las instituciones del Estado, implementado políticas totalmente contrarias a las esperadas de un Gobierno de izquierda, casado con la idea de entregar apoyos y retirar todo el presupuesto posible del Gobierno, en una política de “pobreza franciscana”: convencido de que más que gobernar está haciendo Historia y la historia, cuando la escribe el poder, ya se sabe, siempre es maniquea, favorable a los poderosos: el Presidente no solo gobierna, escribe el libro de texto del futuro: maneja símbolos, sujeta todos los cabos, dicta la línea editorial del presente: ejerce el inmenso poder que tiene, pero mantiene la retórica opositora. Selecciona, diariamente, a los villanos, “enemigos de la patria” y a los redentores, (que es “el pueblo”, que es “nosotros”, que es él), desde que inició su Gobierno. A veces parece que no sólo no gobierna “para todos” sino que se concentra en gobernar contra algunos: medios, periodistas, activistas, científicos, intelectuales, entes autónomos, artistas, mujeres. Machuchones, fifís, hampa, privilegiados es la nueva gramática del poder para activar a sus simpatizantes, en las “benditas redes sociales”, contra quienes critiquen sus decisiones, donde tiene un ejército que está convencido de ser parte, no de una operación gubernamental oficial, sino de una gesta heroica: a los fifís hay que destruirlos, como sea: con tweets, posts, o a través de la burla grotesca en programas propagandísticos en la televisión pública: el Canal Once convertido en una trinchera para ataques contra críticos del Gobierno, porque sí, porque tienen, literalmente, los medios y no, no son distintos. No quieren debatir ideas, quieren degradarlos, retirarles la ciudadanía “digna”, siguiendo el ejemplo del Presidente ¿hay tragedia política mayor que conseguir el poder para convertirse en lo que se ha combatido? La pedagogía matutina de López Obrador pone al país a leer el capítulo que está escribiendo: y, como sucede con la historia oficial, está llena de huecos, de imprecisiones o de francas mentiras, pero es convincente porque repite, diariamente, el diagnóstico, verdadero, que lo llevó al poder; refrenda así, desde la siete de la mañana, el primero de julio del 2018 como si viviéramos en un loop histórico. Todas las mañanas volvemos a repasar la historia, los villanos, los latrocinios y por momentos, no sabemos en qué década estamos o en qué siglo: a veces he creído tropezar con Juárez en la calle, obligado a salir del inframundo, como fantasma desorientado.

Así fue como nos fuimos enterando, día tras día, con total estupefacción, de los “cambios”: que la Secretaría de Cultura recibiría menos recursos y que dejarían a miles sin trabajo, de abajo, no de “arriba”, (los meros machuchones siguen recibiendo sus cien mil pesotes o viajando a Europa a comisiones); que las organizaciones de la sociedad civil, todas, eran corruptas; que no habría contrataciones y se bajarían los sueldos por la política de austeridad republicana y que las funciones sustantivas serían seriamente mermadas; que estaría conformada por exfuncionarios del sexenio priista, denunciados por cometer actos de corrupción en la administración anterior, empezando por la propia Secretaria Frausto, según notas periodísticas; que los artistas, todos, éramos “fifís de la Condesa” “privilegiados” “egoístas”, según el subsecretario San Juan, y que el Gobierno pretendía controlar los estímulos a la creación para restringir la libertad política y de expresión de los creadores; que las viejas formas de concebir la política serían exactamente las mismas, incluso más despóticas; que el “cambio verdadero” consistía en el retorno a la discrecionalidad y voluntarismo de funcionarios culturales como si viviéramos en la época dorada priista del siglo pasado; que despreciaban la cultural institucional que construimos, con mucho esfuerzo, a lo largo de décadas, para convertirlas en medios de control ideológico, no sobra decir, nada plurales ni incluyentes; que, en realidad, se desplazó a parte de una élite mafiosa para colocar a otra élite mafiosa con sus consabidos beneficiarios, conformada por amigos de la Secretaria, sin ninguna experiencia laboral, que en meses aprovecharon sus puestos y los recursos públicos, para autopromoverse como autores “excluidos”.  Asimismo, nos enteramos que la Secretaria de Cultura, paradójicamente, entiende por “inclusión”, la exclusión de la comunidad artística del país, destinada a ser sustituida por “los excluidos”, convertidos en vergonzosa materia propagandística; entendimos que la comunidad artística no sería contemplada como parte sustancial del cambio, sino “gestores culturales” en la tarea de convertir a la cultura en un patrimonio “de todos” y que la “política cultural de inclusión” significaba que miembros de la Guardia Nacional cuidaran el bosque de Chapultepec. La cultura vista como pobre entretenimiento para niños, Los Pinos convertido en parque recreativo, el pobre Vasconcelos mal copiado, porque seguro que nunca lo leyeron. También, muy pronto, nos enteramos que el partido de izquierda por el que votamos no desmilitarizaría al país, sino que se reformaría la Constitución para militarizarlo; que en lugar de crear instituciones para atender a los niños de escasos recursos y sus madres, desaparecería las estancias infantiles; que los órganos autónomos como la CNDH y contrapesos fundamentales del poder eran enemigos de la democracia; que las mujeres en serio riesgo de ser asesinadas, se quedarían sin refugios (en un país feminicida); que los científicos y académicos, que generan conocimiento y crítica, fundamentales para el país, se convertirían, por estos días, en el epítome de los fifís; que los enfermos más pobres del país, niños y mujeres, no podían atenderse en los hospitales públicos que han sido llevados al borde del colapso por los recortes presupuestales, pero que el deporte preferido del Presidente, recibiría una enorme bolsa de dinero; que a los atletas que compiten en juegos internacionales les redujeron dramáticamente las becas y a los médicos, ya inaceptablemente mal pagados, que atienden alejadas poblaciones rurales, sus sueldos; y hace poco días que las plicas de cuatro concursos nacionales de literatura a cargo del INBA fueron abiertas en un hecho inédito…

Seis meses, todo esto y más ha ocurrido en seis meses. Lo que no esperaba, ni remotamente, esa mañana en Hermosillo, mientras veía la tele, apaciblemente ¿qué nos espera cuando se cumpla un año? No quiero imaginarlo, lo confieso. Lo que espero es estar aquí comentándolo: con eso me conformo en cuanto a las buenas noticias.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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