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Antonio Calera

05/10/2019 - 12:04 am

Un horno de piedra y leña

Para que nuestro ser sea cada vez más anfibio. Esto es, a fin de cuentas, lo que he querido yo escribirte con esto de hacernos de un horno. Un horno de piedra con corazón de leña.

Para que nuestro ser sea cada vez más anfibio. Esto es, a fin de cuentas, lo que he querido yo escribirte con esto de hacernos de un horno. Un horno de piedra con corazón de leña.  Foto: Especial.

Por Antonio Calera-Grobet y Melisa Arzate Amaro

¿Te cuento una cosa? ¿Lees esto? Me gustaría hacernos un horno de piedra, que si lo vemos cabrá fácilmente en el jardín. Lo haremos pequeño, si quieres. Bueno, nada de eso. Pequeño no porque para nunca hemos andado con medianías; hagámoslo grande, tan grande como vayamos queriendo, para que dentro quepan panes y pescados, remos astillados y tepalcates rojizos por el paso de los años. No lo dejes a un lado, piénsalo. Ahora pararé unos minutos de escribir. Acaban de oírse unas sirenas. Siempre que eso ocurre enmudecemos brevemente. Nos cimbramos en lo más hondo, rogando nunca ser su destino confuso, desubicado por el efecto del sonido. Y pienso. Ya qué importa si son de ambulancias, del cuerpo de bomberos, de la policía. Cómo llaga esa palabra, ¿no lo crees? “Policía”. Nadie la quiere oír. Nadie los quiere cerca. Ni la palabra ni la policía representan lo que deberían. Dislocado el significante y su significado, se trata en todo caso de “un insignificante” sin significado posible del que sólo hemos recibido culetazos. Luego sobreviene la rabia que cargamos todos. Incurable. Parece mentira que estemos pensando mejor en vivir como hace un siglo. Dejando la puerta abierta, caminando por los parques y avenidas, saludando con un abaniqueo de manos a los vecinos de toda la vida. No apretando el paso, volteando a cada rato, con miedo de que se nos arranque así, de súbito, casi por una cosa de suerte, eso que hemos tejido desde la historia y llamábamos nuestra vida. Más aún siendo mujeres, porque el error parece que lo heredamos desde la gestación que nos predispuso al terror impune y silenciado. Pero te ruego olvidemos por ahora todo ello. O mejor dicho, porque no podemos ni debemos olvidar, al menos, dejémoslo abajo, como sustrato de lo que quiero contarte, como un telón de fondo, una relatoría que no habremos de registrar, no habremos de montar en esta nuestra película. Te escribía que quisiera tenerte ahora a mi lado para, sin tanto alarde, tanto artificio, levantar juntos un horno y cocinarte algo rico. Uno de esos guisos lentos en los que improvisamos con lo que tenemos, que es más que suficiente porque la fuerza del sabor viene del fuego, del abrazo. Me refiero al que nosotros encedemos con paciencia, con algo de maña y movidos por el ánimo de salpimentar, de mezclarnos en el aquí y el ahora.

Porque ya no hay tiempo que perder y pasa que al hacernos de un todo perdemos de vista lo importante, lo que lograremos con ello: iluminarnos, volver a vernos por dentro. Vamos, sabemos que hacernos de comer es una cosa simbólica y que por lo demás es algo que nos va muy bien a los amantes y es algo que podemos hacer casi perfecto. Y porque vengo pensando que, no como una conformidad, una suerte de letargo o medianía insípida sino como resultado de una vasta experiencia en esto de sentir (los amantes somos eso, expertos en sentir), no debiéramos sólo irnos por todo lo alto sino también regalarnos tiempo. En donde ese tiempo significa ensoñar, una revuelta poética del espacio y el tiempo: ensanchar el patio de juegos, divertirnos, acariciarnos por dentro. Lo sabemos. Por otro lado las casas son siempre chicas. ¡Quién puede hacerse de algo digno ahora! Departamentos gallinero, departamentos huevo. Poco paréntesis hay ya para alguna dicha. En todo caso, está bien que la cocina sea pequeña y los fuegos contiguos, casi como uno solo, como una hoguera de grupo primitivo. Porque entonces podremos chocar en los ires y venires por budineras y cucharas, codearnos en serio, acalorarnos y arrimarnos en el guiso del otro, que acabará siendo uno en la mesa puesta debajo del limonero. Pero la idea de irnos por las ramas, de demorarnos, cometer una deriva, plantar de una vez la plataforma de despegue de las ideas, es cosa fecunda y quizá hay que ir por ello antes que nada. Justo por eso, porque nos quieren más que nunca robar el tiempo. Por eso. Y vaya que ya hierven estos calderos, y hay presión. Por ello van bien estas ideas. Deseos como una milpa en las lluvias y por eso sí que reverdecen. ¡Y mira desde donde hablamos! ¡Dónde es que vivimos! Pero está bien, quizá si tuviéramos mucho dinero, si viviéramos en una quinta o una hacienda, todo nos quedaría un tanto guango, pienso. Ya me perdía: el horno de piedra. Para cocinar lento, para darnos quietud, irnos por las ramas de la horizontalidad ya te contaba, preparar poco a poco cada uno, cada quien, día a día, sin checar tarjeta, nuestro alimento.

Y ritualizar. Mundanamente, claro, si es que tal cosa exista, cuando vayas conmigo y yo contigo por esta vida. Que eso del ritual es también un talento, una cualidad amorosa que se ejerce en iglesias y bares, habitaciones y botes, todo cuanto nos une a sorbos de lo que volvimos divino. Ya lo creo. Pero el horno de piedra también para que la casa huela a leña. Y ahora mira que caigo en cuenta de una cosa, apenas un remedo de idea.  Te lo escribo. Caí en cuenta que hoy por la mañana, de camino con mi crío que es todo lo que puede ser para un humano un perrito, cuando escuché al afilador de cuchillos que pareciera silbar desde lo más antiguo (y hacía mucho que no lo escuchaba, ¿sabes?), que hay que poner todo esto también en el tablero. Porque todo lo que existe se irá. Sabemos que lo que fue casi ni es y lo que casi ni es seguro no será más. ¿Quién hace caso al llamado de un afilador ahora? Nadie. Esto es algo muy duro. Digo lo que oímos. Porque como contraparte de esas sirenas y el ruido de los trascabos construyendo, hay otras realidades que nos pertenecían y que por más que parezca mentira subsisten y no nos habrán de arrancar. Y entonces, dando rondines al parque, sumé también al triángulo que vende empanadas, el sonido de barco de los carritos camoteros. ¿A poco no pasa con ellos que nos asustan, que hablamos más de su estruendo pero no de su olor a bosque, a anafre de la tarde listo para darnos placer, a humo de poema viejo? Nada del placer que daba salir a comprar algo de ese dulzor ahumado para calentarnos por dentro, que en esos sabores viven los recuerdos proustianos, aunque no se trate de migas de mantequilla sino de plátanos con leche o mermelada de piña en envoltorios crujientes. Y luego, perdona la curva, vino a mi cabeza la bicicleta del pan, que la maneja en mi colonia una madre con su nena, y que lleva, casi a punto de caer la noche, luego del cansancio acumulado del trabajo mal pagado, ese santo olor de la panadería a las casas de las familias, como su hubiera en ello una suerte de recompensa al alma, una suerte de esperanza puesta sobre la mesa. Ese sonido y ese deseo, ese juego que todos hacemos y recreamos, ¿no valen oro para lo que éramos y casi ya ni somos?

Y bueno, qué decir del sonido de los tamales, de los helados, de las cremerías que todavía por ahí suenan, sí, un tanto a rancio, a mensaje olvidado, pero, ¿no por ello también a cuento, a memoria, a historia creada menos por los vivos y más por nuestros muertos, que no se permite morir? Quizá esa sería una nostalgia más para los que se han ido que para los que no nos hemos ido a otro lado, los que nos hemos quedado en este país donde levantarse a un nuevo día casi es un privilegio, donde salir a vivir es una forma de morir poco a poco. En donde madres no hay sólo porque mueran de cáncer, en donde ellas no viven porque se las llevan, se les roba el vivir,  se les humilla al vivir la muerte más descarnada, la menos imaginada salvo en una guerra, la más vil, vulgar, absolutamente  inhumana. ¿Irnos a vivir a otro lado? ¡Carajo! Sería maravilloso. Trabajaríamos duro, igual que siempre, como nuestros padres nos enseñaron, los lomos de los nuestros se acaban y acabaron, y nos abriríamos paso y haríamos una guarida de un vil llano, casas de las tierras baldías.  E igual sufriríamos, destino humano ese y muy digno. Millet.

Zapatos de Van Gogh. Acuchilladores de Caillebotte. Porque sabemos que la ansiedad, la melancolía, el stress o si queremos románticamente, el spleen, serán siempre iguales aquí o en Berlín, Michigan, Dinamarca, París o Tegucigalpa. Pasa que aquí algo nace muerto cada día, que apesta a muerte la vida misma. Pese a la belleza de nuestros volcanes, cerros apagados somos, al parecer aquí oxímoron somos y oxímoron moriremos. No hay cosmos, hay crisis, soles de medianoche. Y luego, con esto y con aquello, decimos sei la vie, igual nos morimos atropellados, de un tropezón, de cualquier ridícula manera e igual, con suerte, sea en estos lares una forma de irse menos cruenta. Pero no. Nunca nos iremos de aquí. O no pronto. Porque hay muchas cosas por hacer. Cosas que crear, que escribir, tantas otras por ayudar  a deshacer. Y no somos parvulitos ingenuos. Sabemos que no cambiaremos la vida del mundo al salvar a un ser vivo o un jardín a punto de morir, o haciendo poemas, ensayos, pintas o novelitas, pero al menos cambiaremos, un milímetro, un ápice, la vida de un tal algo, de alguien abandonado y, por ello un poco, desde la impotencia, la nuestra. ¿Cómo? Nutriéndola. Fortificándola. Porque hay que espesarnos, hacernos anchos, como cuando hacemos una salsa para la pasta con los amigos, un caldo para acompañar un chuletón, un aderezo para una frugal ensalada, un buen caldo de pescado. Hacerla espesa pero sin harinas, la vida digo, debería ser siempre un anhelo nuestro.

Pura, densa, apretujada en su sentido, crecida en su fuerza por no distraerese, como si un lomo de atún fuera. Y así dar color. Pintar nuestro rostro y nuestro paisaje. Porque unto rojo es lo que queremos. No grisallas. Habremos de ser rojos como el vino del cuerpo: rojo de cuerpo entero, rojo sangre. Me decías alguna vez, caminando sobre la playa, que reducir el uso del plástico debería ser ahora apenas una metáfora. Reducir a los espíritus de popote. Pues designar a los seres dignos como “ultramarinos” quizá sea otra. Porque al decirles así o, por qué no, espíritus “marisco”, deberíamos escuchar algo que se refiriera a los espíritus que quieren aflojar sus amarras, aguarse. Flotar. No para despedirse de las montañas sino para orientarse. Porque al mundo hay que llevarlo a Oriente, ¿no es así? ¡Vaya que hay que orientarnos! ¿Alguien dudará de ello? Hay que convertirnos en espíritus mariscos, orientados. Por eso quizá nos guste ir tanto a los parques y sus fuentes, a nuestras costas, vayamos de paseo a las chinampas de Xochimilco. Para que nuestro ser sea cada vez más anfibio. Esto es, a fin de cuentas, lo que he querido yo escribirte con esto de hacernos de un horno. Un horno de piedra con corazón de leña. ¿Otra metáfora? Puede ser. Puede que esté herido y que por ello las vea donde no las hay. Pero quisiera presentir ese horno como una forma de fortalecer el sistema inmunológico del espíritu. No, paro. Olvida esto último. Sistema inmunológico suena como decir “diésel”, “cobertura amplia”, puro esperpento. ¡Pase usted!  A nadie le interesa conocer al nuevo integrante de la familia Sunbeam, Chevrolet, General Electric u Osterizer! Y porque no queremos sólo protegernos o resisitir. Queremos hacer la contra. A donde vayamos evitar el dolor y hacer la guerrilla, el tráfico de ideas, la poesía. Sencillamente porque los que vamos por la libre, las carreteras viejas, queremos ser una vaga salida para los venideros, reclamar nuestra pequeñísima parcela. Y aquí pensarás, ¿pero cuál parcela? A lo que te contestaría, románticamente, un jardñin, una biblioteca, las casas viejas de la infancia, una cama o una mesa. Nuestros jardines de las delicias. El arte y la poesía que nos llevan a esa libertad que los infecta, hace a los cuatreros recular. Porque mientras más ricos seamos sólo en papel moneda, en la compra de tiempo aire sin saber necesariamente lo que eso sea, seremos más pobres en la dicha de carne y hueso y esa, lo sabemos bien, es la única, la verdadera. Pues bien, eso sería para mí nuestro horno de leña. Para que huela a poesía venidera. Como el levantamiento en nuestro terreno de un epicentro volcánico, una matriz hirviente, pero también para hacer la pira de lo inservible, de lo accesorio si no es que inútil. Olvidarnos de lo fósil, el cortoplacismo impuesto, recargar fuerzas en nuestro trecho, nuestro palmo de terreno, para responder a la flecha con una media vuelta. La “u” será una manera no de no ver, no de timarnos sino, sin tanto rodeo, volver a ver. Para sopesar pesos y medidas, volver a vivir, dejar de ser sombra, no más un peso muerto aunque ello parezca para otros un mero arrebato o capricho si así se nos antoja. Porque toda la vida ahora sí pasará por nosotros. No más pedacerías, no más remiendos, no jirones ni pantomimas, no borregos. No más. No seremos parsimonios: cronopios. Y cronopiaremos. Y la corrección política de los conservitas, esos que nos quieren quitar todo, (esos que dicen que tenemos derecho de manifestarnos pero luego nos aniquilan a los que disentimos), detestarán esta palabra y por ahí nos iremos recio: diremos que seremos “libres” sabiendo que se trata de una utopía. Seremos fanáticos de nosotros mismos, fundamentalistas de la vida misma, la vida de amantes cimarrones en, como lo entendamos cada uno, cada grupo, su cima. ¿Señoriales, regios? De nuevo me arrepiento. Olvidemos esos rancios abolengos. Digamos que meramente vivos. Y eso ya es ganancia en este mundo en donde, mínimamente, los de arriba, nos matan.  Y mira, ya de regreso de este camino que me he aventado por lo largo, quisiera decirte que, si lo vemos serenos, ya que muchos pares ya están hartos de lo mismo y por ello más que listos, sólo habrá que sumarnos, contarnos, citarnos y poner más manos a la obra.  Que comiendo juntos, levantando nuestra historia reunidos, junto a los otros que son  como nosotros mismos, soñaremos con ser y estar. Ya sea en Formentera o en el mero centro de Mérida, o bien sólo aquí cerca del horno que te propongo, siendo lo que siempre soñamos ser y hacer en nuestras cabezas. Quiero guarecernos en el fuego de ese horno macizo, casi bendito con nuestras manos para la crepitación de nuestras almas de aquí hasta que lo marque nuestro destino. Porque los hornos son cuevas que se conectan con la tierra, por decir lo menos. Construyamos pues ese horno. No será muy complejo después de todo lo que hemos hecho, después de los puentes levantados, las naves diseñadas y las casas de cal y canto (aunque las preferiríamos de adobe fresco y nunca de cristales templados en la exclusividad de lo alto). Ese horno será como las casas nuestras del pasado que, sin importar el barrio, hoy más que nunca nos sirven de remanso.

Y no habremos de abandonar las calles ni de ocultarnos como los hampones viles que tanto abominamos. Habremos de fortalecer gracias a él nuestra furia interior, el reducto de lo privado. Nos atrincheraremos en él y en sus mesas, haremos plantones familiares en torno a las ollas y cazuelas, sus guisos y sus caldos.  Para eso es que nos ayudará el horno que construyamos de inmediato. Porque no hay nada que esperar, todo está dado: la piedra y la mano de obra, que no de maquila sino de artificio dividido en jornadas como fresco renacentista dedicado a algún santo. Tú y yo seremos los santos patronos de la felicidad que dará de comer a los pares en tiempos prolongados. Congregaremos en ese horno a los amigos y familia para amarnos, irradiar un calor que ahuyente el miedo, que nos levante fortalecidos para batallar por lo que es nuestro y defender lo que adoramos. Esta es la pasión que no podemos darnos el lujo de extraviar u olvidar. Que para eso se construya nuestro horno de barro, los comales de arcilla, se prendan los fogones y las piras: para calentar el alma y luchar por lo que vale la pena, por aquello que nos hiere de tanta belleza, por el sabor añejo que es la memoria más honesta donde lo que somos se archiva: el tuétano de la identidad condensada en un acto emancipado. Y aquí el horno significa hablar no sólo de recetas, sino de lo dulce y salado, amargo y ácido, hasta lo picante que queremos sea nuestra efímera existencia. Y en sus mesas hablar de geranios malvones, de donar órganos, de olimpiadas mexicanas, de fechas menos felices y más dramáticas, la forma de hacerlas nuestras, catapultarlas sean extáticas o patéticas. Todo eso que habría que leer con la luz de ese horno. Ver el box luego del postre, hablar de barcos y la pertinencia de los circos, la cultura persistente del oro, del toro. Y de la  quinoa y el cale, el lemon grass tan de moda ahora, y hasta del futbol italiano, la política internacional, de la flora y fauna en el orbe, los precios de la fruta en el mercado, la gramática elemental. Proclamémoslo. La vida nueva está aquí por nuestro horno. Levantaremos desde sus piedras un nuevo humanismo que no sea más un pesimismo taxativo y radical. Nos recordará su escultura que la cosa de veras anda guardada en los detalles. En dejar pasar la vida entre nosotros, hacer que se nos resbale la cosa roma, chata, la cosa de la voluntad mediana tan cundida en los sapiens inanes. Hablaremos en vivo y en exclusiva frente a tal horno, nos preguntaremos, conversaremos sin la ansiedad de los robots inteligentes, nos apuraremos a la pulpa, la médula, nos daremos de nuevo una brújula y, con determinación kamikaze, llegar juntos y a tiempo a eso que podríamos llamar el partido de la existencia. Y bueno, que la imagen de ese horno nos recordará que nuestras carnes serán crudas o bien cocidas pero nunca a la mitad. Nos somos humanos al término medio. Seremos spíritus bien estofados, sacados de la escuela del calor. No más migajas. Esas estarán bien para las ardillas, las palomas, los patos. Las almas bajas. Haremos en este horno hechizos que nos infecten, que nos obliguen a salir de las cerraduras, las cáscaras. Doraremos ahí, sellaremos ahí nuestra piel a la luz de Sicilia, de Milpa Alta, de Azcapotzalco o Tlalnepantla, pero nunca sucumbiremos a la cosa culposa y puritana. Al no sentir, pensar, hacer nada. Que nosotros si algo tenemos es gravedad: no de muerte sino de vida, frenesí por sopesar la importancia de las cosas, aquilatar el instante que adivinamos fugaz pero brutal, el que marca el costado sin remedio pero con honra. Y ya. Hasta aquí. Quisiera tenerte cerca ahora para comenzar su construcción, plantar a un lado suyo un poco de perejil, romero, laurel, albahaca. Escucharemos en su eco toda la música y, poco a poco, la heremos nuestra, una coreografía de vida. Y bailaremos, bailaremos hasta caer rendidos. Un horno también para el trance del baile, entonces, donde se combustione el lastre, se calcine la cizaña con que, gracias a los tiempos modernos, nos han obsequiado los políticos nuevos, los que dicen, con toda soberbia, gobernarnos. ¿Crees tú, luego de tanto deambular en este texto, que le estaremos atinando al fin a un gran deseo? Hagámoslo. Un corazón de leña que bien puede caber, apretado, en el jardín. Una escultura de piedra frente a la que haremos refulgir la belleza, lenguas de fuego en homenaje a la vida, sus claroscuros y sobresaltos.

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