LECTURAS | Las Mutaciones: La tragicomedia sobre el cáncer, de Jorge Comensal

05/11/2016 - 12:00 am

La primera novela del narrador y ensayista Jorge Comensal, Las Mutaciones, reflexiona sobre el impacto de los avances de la ciencia en nuestra vida diaria y del cáncer, como una enfermedad que lo trastoca todo y lo vuelve una tragicomedia.

Ciudad de México, 5 de noviembre (SinEmbargo).– Ramón Martínez es un abogado exitoso, ateo militante y patriarca convencional. Un golpe de azar lo privará de la lengua —la carne, el habla— y lo condenará a vivir una silenciosa tragicomedia.

En Las Mutaciones, novela de humor y desasosiego, Jorge Comensal narra las peripecias de Ramón y sus allegados: Carmela –la esposa– quien deberá volver a litigar después de veinte años sin hacerlo; Paulina y Mateo –los hijos adolescentes– que tendrán que acostumbrarse a la desgracia cotidiana mientras lidian con la obesidad y el onanismo; Elodia –la empleada doméstica–, dispuesta a renunciar al aguacate y al chile de árbol a cambio de una cura milagrosa para su jefe, y Benito, el loro blasfemo que se convertirá en el confidente de Ramón.

“El cáncer teje los hilos de Las mutaciones, una historia sobre la superstición y la codicia, sobre consultas médicas y deudas impagables, sobre la investigación científica y el cultivo de marihuana terapéutica, sobre un oncólogo ególatra, una psicoanalista heterodoxa y un joven hipocondriaco”.

Jorge Comensal (México, 1987) es narrador y ensayista. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Colabora en revistas como Este País, Tierra Adentro, Vice, Letras Libres y Variopinto. Tanto en Las mutaciones, su primera novela, como en sus ensayos, reflexiona sobre el impacto de los avances científicos en nuestras vidas y actualmente realiza un posgrado en Filosofía de la Ciencia en la UNAM.

Con autorización de la editorial Ediciones Antílope, reproducimos para los lectores de Puntos y Comas el primer capítulo de esta novela.

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Las mutaciones, capítulo 1

De pie frente al espejo, Ramón abrió la boca como un babuino furioso contra sí mismo. Trataba de mirarse la garganta, pero la tenue luz del baño de La Montejo, su cantina predilecta, no alcanzaba a iluminar el sitio donde sentía un dolor agudo, incandescente, primo acaudalado del cólico biliar. Al cerrar la boca supo que ese dolor le impediría comerse la torta de cochinita pibil que había ordenado. Se ajustó la corbata con encono, le dio la espalda a su reflejo y salió del baño. En la mesa lo esperaba un cliente con el que había ido a celebrar el desenlace favorable de un juicio administrativo. Ramón llamó al mesero y le pidió que le pusiera la torta para llevar y le trajera una sopa de lima. Hablar le producía molestos calambres en la lengua. Tendría que ser tacaño con las palabras e indulgente con el triste caldo que le sirvieron.

Antes de empezar a comer, el cliente levantó su vaso tequilero para brindar por la victoria en los tribunales. Ramón lo secundó diciendo “Salud” sin saber que a la mañana siguiente despertaría con la lengua paralizada, incapaz de articular las consonantes necesarias para volver a pronunciar esa palabra feliz.

Carmela, su esposa desde hacía veinte años, se alarmó al oírlo decir “eho muiyo peoh de a boga”, y en lugar de darle una cucharada de jarabe para la tos, como había hecho el día anterior, programó una cita de urgencia con el médico familiar al que solía llevar a Mateo y Paulina, sus hijos adolescentes, cuando tenían una gripa muy fuerte o necesitaban un justificante para faltar al colegio.

—Por lo que la señora me comenta —dijo el médico—, puede ser que tengamos una pequeña inflamación de la tiroides. ¿No le han dado cosquilleos en las manos o los pies?

Ramón negó con la cabeza.

—Okey. Pues vamos a revisar la zona.

El otorrinolaringólogo sacó una linterna de minero y se la ajustó en la frente con un par de cintas elásticas.

—Abrimos bien grande la boca — el médico, acostumbrado a tratar con niños agripados, hablaba con una jovialidad que Ramón encontraba denigrante—. Eso. Muy bien.

El babuino reapareció entonces y el médico traspasó sus fauces abiertas con un abatelenguas que al hacer contacto con el órgano paralizado se convirtió en un arma de electrochoques. Ramón sintió que le exploraban la lengua con picahielos. Pensó en los métodos que usaban los judiciales para interrogar sospechosos y supo que en esas circunstancias habría dicho cualquier cosa con tal de concluir la tortura, ya fuera verdad —que siempre deseó a su cuñada Angélica— o mentira —que mató a Luis Donaldo Colosio. Pero el médico buscaba un secreto que Ramón no podía confesar.

—Tenemos una inflamación un poco rara —concluyó después de sacar el abatelenguas—. Vamos a tomar un ultrasonido para ver bien de qué se trata.

El médico agregó que los síntomas podían deberse a una sialolitiasis, una infección producida por un cálculo mineral atorado en un conducto de saliva. Se perdieron tres semanas tratando de confirmar ese diagnóstico. Mientras tanto, el presunto sialolito creció e inflamó la lengua a un ritmo insólito. Al percatarse de ello, el médico refirió al paciente con el doctor Joaquín Aldama, “un oncólogo con mucha experiencia”.

La idea de ir a consulta con un oncólogo mortificaba más a Ramón y Carmela de lo que estaban dispuestos a confesarse. Padecían la zozobra en silencio. Aunque trataban de no darle importancia a la cita programada para el cuatro de diciembre, decidieron no decirle nada a sus hijos, que estaban en periodo de exámenes. Mateo cursaba el último año de la preparatoria y Paulina el primero. Mientras él se esforzaba, dentro de los límites de su innata molicie, para aprobar las cuatro materias que solía reprobar —matemáticas, química, física e historia—, ella aspiraba a la excelencia para vencer a su único rival académico, el pequeño y arrogante Jesús Galindo. Ambos, concentrados en cumplir sus metas escolares sin renunciar a la masturbación y el karaoke, sus respectivos pasatiempos, eran ajenos a la tribulación de sus padres.

En Martínez y Asociados, el despacho jurídico de Ramón, los pendientes se iban acumulando. Había asuntos que sólo el licenciado podía solventar, sobre todo aquellos que requerían ser lubricados con alcohol. Mario Enrique López, dueño de la agencia inmobiliaria Sagitario, tenía la costumbre de no tomar decisiones sin haber bebido antes por lo menos media botella de ron. Las relaciones públicas del despacho dependían por completo del carisma y la elocuencia del licenciado Martínez, pero la atrofia de su lengua estaba saboteando esas cualidades. Al escuchar su propia voz, Ramón sentía que un ladrón sordomudo le había robado el cuerpo, y al mirarse en el espejo se topaba con un rostro más gordo que de costumbre, ceñudo y amargo, con la boca repleta de pastel.

Incapaz de alzar la voz como solía, Ramón se desahogaba al volante, haciendo que su coche vociferara por él. Aporreaba la bocina para apurar a los pilotos distraídos en los semáforos, para ahuyentar a los peatones con reumas o simplemente para bramar su frustración a la hora pico del tráfico. El sonido gangoso y apocado de su claxon era un cruel recordatorio de que no estaba a bordo del poderoso vehículo alemán al que siempre había aspirado, sino de la copia japonesa de cuatro cilindros y asientos de piel sintética.

El viernes 15 de diciembre terminó el periodo más álgido de la espera, luego de haberse sometido a una dolorosa biopsia en la que le extrajeron unos cuantos milímetros de lengua con una aguja gruesa. En el sótano del hospital, un equipo de patólogos había analizado las células con diversos antígenos y tinciones para revelar su naturaleza a la luz del microscopio. El informe ya había sido enviado al consultorio del oncólogo. Ahí esperaba, en un sobre cerrado, a que el doctor interpretara los resultados frente al paciente. Para ello faltaban aún varias horas.

Llegaron temprano a la cita. Tomaron asiento a un lado de la enorme pecera que adornaba la sala. Carmela tomó una revista y comenzó a hojearla. Ramón clavó la mirada en el acuario y se puso a reflexionar sobre los efectos negativos de su reciente ausentismo laboral. Consideró necesario regalar canastas navideñas a sus clientes con el fin de recompensarlos por su paciencia y fidelidad al despacho. Ramón se distinguía por su buen trato con los clientes, a los que conquistaba con una equilibrada mezcla de lisonja e irreverencia. Por lo demás no era hipócrita, ventajoso ni corrupto; operaba siempre en estricto apego a las leyes que podían ser acatadas —los códigos locales y federales estaban repletos de lagunas e inconsistencias que ni el más santo de los juristas podría haber sorteado sin controversia. Ramón estaba seguro de que, gracias a su impoluta trayectoria, su reputación no se vería damnificada por esa mala racha de salud.

La pecera distrajo a Ramón de sus apuros. Había una docena de peces coloridos que nadaban en circuitos por encima de las rocas y los corales. Era una danza hipnótica. ¿Cómo era posible que existiera en los mares tanta variedad decorativa? Los biólogos la imputaban a la selección natural, una fuerza lenta y azarosa que iba remodelando poco a poco la figura de todos los animales y que era capaz de convertir monstruosos dinosaurios en gallinas indefensas. Cada pollo rostizado era un triste recordatorio de las vueltas que da la vida.

Carmela interrumpió sus reflexiones con un codazo amistoso.

—Mira —le dijo, mostrándole una revista abierta en la imagen de una joven pareja que posaba delante de un castillo—. ¿Te acuerdas?

Ramón asintió. Recordaba su viaje de bodas por Francia. Carmela cambió de página. Aparecieron los mismos personajes de la fotografía anterior, pero ahora semidesnudos, asoleándose en la cubierta de un yate. Según el pie de foto, se trataba de unos nobles españoles en su luna de miel. La nobleza le parecía a Ramón un atavismo repugnante.

Ramón y Carmela se habían conocido veinte años atrás, frente a una mesa de bocadillos. Él se fijó en ella desde que llegó a la fiesta de cumpleaños de Luis, su amigo de la Facultad de Derecho. Con una cuba en la mano, estuvo al acecho del momento oportuno para abordarla. Cuando la vio separarse de sus amigos y caminar hacia la mesa, Ramón embistió.

—¿Ya probaste los sopes de chorizo? —le preguntó en tono amistoso, convencido de que la mejor manera de romper el hielo era a través del apetito.

Había dos opciones: que ella ya hubiera probado los sopes de chorizo o que no lo hubiera hecho; el vegetarianismo era tan raro en esa época que no hacía falta tomarlo en cuenta. Las dos opciones se bifurcaban en cuatro respuestas posibles: si ella respondía que ya los había probado y que estaban ricos, el cortejo podía continuar agresivamente; si ya los había probado sin más comentarios, Ramón tendría que avanzar con cautela; si no había probado los sopes y prefería no hacerlo, habría que abortar la misión; pero si no los había probado y pasaba a servirse uno, poco le faltaba para triunfar. Ramón creía tener bajo control todos los mundos posibles, mas no había previsto que ella respondería de manera analítica:

—Sí. El chorizo está bueno, pero los sopes no.

—¿A poco? —dijo Ramón, aturdido.

—Parecen chicle —explicó ella.

—A ver—dijo él con el orgullo picado—, me voy a comer otro para fijarme.

—Fíjate —dijo ella, se dio la vuelta y se marchó a otro rincón de la fiesta.

Ramón se quedó a solas con un plato desechable saturado de antojitos mexicanos. Caminó hasta un punto estratégico desde donde podía ver a Carmela, que había ido a sentarse con un par de amigas. Sin perderla de vista, Ramón se metió el sope a la boca y lo masticó atenta- mente. Dejó su plato abandonado sobre una cajonera y se acercó a donde estaba Carmela.

—Disculpa —la interrumpió—. Te quería comentar que tienes toda la razón. Lo que pasó es que se enfriaron y ya no saben igual. La verdad yo los traje…

—Ay, perdóname, no sabía —dijo ella, sorprendida por ese joven que en vez de llegar a la fiesta con una botella de vodka y una bolsa de hielos, se había tomado la molestia de llevar una charola de sopes.

—No, al contrario, qué bueno que me dijiste. Es que no te imaginas qué buenos son cuando los acaban de hacer. Yo le dije a Luis, que por cierto es mi amigo del alma, “Despreocúpate, yo te llevo los mejores sopes que existen en el Distrito Federal”.

—¿Tanto así?

—Te lo firmo ante notario —dijo él—, pero recién hechecitos.

Ella, que también era abogada y cuyo jefe era un notario lóbrego, se carcajeó de la suma gravedad con que él defendía sus sopes. La risa desinhibida de Carmela anuló las estrategias de Ramón. Quedó pasmado por la doble tirolesa de esos labios, por el esqueleto pulcro de los dientes, por la sombra alrededor de los ojos egipcios; sintió una lumbre derretir todo su aplomo, se quedó en silencio, huyó la mirada y la escondió entre los arabescos de la alfombra, ¿Y ahora qué digo? Pero ella,

—¿Dónde los compraste?

—Es un secreto —respondió con repentina lucidez.

—¿Ah sí?

—Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Carmen, ¿y tú?

A partir de ese momento, Ramón ya no tropezó. Fue cautivador y ocurrente. Combinó anécdotas graciosas con preguntas halagadoras. Supo reprimir la verborrea que lo caracterizaba. Carmela le platicó de sus proyectos a futuro como abogada civil. Era brillante. Estaba tan contento con ella que no se atrevió a volver a la mesa de bocadillos por temor a perderla. A pesar del ayuno y la sobriedad, salió extasiado.

El lunes siguiente Carmela recibió un arreglo de rosas en la notaría, acompañado de una tarjeta de presentación que decía, con letras elegantes de imprenta, Lic. Ramón Martínez / Abogado, y abajo, manuscrito, un plagio de Armando Manzanero: Cuando miro que las rosas son más rojas y más bellas, es que estoy pensando en ti. Ella no reconoció la cita. Tampoco la incomodó, a pesar de que su educación sentimental se debía a grupos como Mecano y Presuntos Implicados, situados en las antípodas del bolerista yucateco. Cuando Ramón la llamó al día siguiente para saber si había recibido las rosas, la voz de Carmela se sonrojó al darle las gracias. Luego fue invitada a cenar el viernes por la noche. Aceptó.

Ramón llegó a recogerla puntualmente a su casa. Antonia, la madre de Carmela, abrió la puerta y se encontró no con un joven elegante y cortés, sino con un mestizo. La señora pertenecía al subgrupo más pretencioso de la clase media, y puesto que la tez morena de Ramón contravenía sus aspiraciones racistas, no lo invitó a esperar adentro. “Un momentito”, le dijo su futura suegra, y procedió a dejar la puerta emparejada frente a él. Estaba de pie en la banqueta, esperando a que saliera Carmela de casa de sus padres, cuando una pareja de ancianos entró con sombría lentitud a la sala de espera del consultorio.

Los viejos saludaron con familiaridad a la secretaria del doctor Aldama y procedieron a sentarse frente a Carmela y Ramón. Al ver con cuánta lentitud y cautela tomaba asiento el señor, Ramón concluyó que padecía cáncer de próstata. Pobre cabrón, pensó con empatía, ha de tener que sentarse para orinar. Tengo que empezar a ir al urólogo, ya me ha de estar creciendo la próstata también. Es natural. Pero eso de que te metan el dedo… espero que no me guste.

Qué lejos se encontraba en ese momento, esperando junto a Carmela para entrar con el oncólogo, de aquel joven Ramón que se excitaba al verla salir de la notaría vestida de traje sastre. Al cabo de dos meses de encuentros pudorosos, fue ella quien dijo “Vamos a otro lado”. Ramón la llevó a un motel de la Colonia Roma. Se desnudaron sin glamur entre las sábanas pulcras de una suite oscura y mientras la besaba con toda la ansiedad de sus veintiocho años escuchó la voz punzante de la secretaria que gritaba su nombre veinte años después, anunciando que por fin había llegado su turno de pasar a consulta con el doctor Aldama.

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