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Jorge Javier Romero Vadillo

06/02/2020 - 12:04 am

La elección de 2006, entre el mito y la realidad

El objetivo de revivir el mito del fraude de 2006 es el INE. Entre la ojeriza presidencial contra el instituto autónomo y la andanada de iniciativas de reforma electoral.

El Presidente López Obrador. Foto: Cuartoscuro

Hace unos días, en la habitual sección de diatribas de su conferencia matutina, el Presidente López Obrador se lanzó a descalificar ad hominem los argumentos sustentados por el consejero electoral Ciro Murayama sobre el fraude a la ley cometido por MORENA para hacerse con la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados a pesar de solo haber obtenido el 38 por ciento de los sufragios y de la prohibición constitucional de una sobrerrepresentación mayor al ocho por ciento entre los votos obtenidos y los legisladores asignados. El Presidente eludió responder lo que se le cuestionaba con la falacia de dar por sentada la falsedad de una afirmación con base en quién la ha emitido. De acuerdo con López Obrador, las afirmaciones de Murayama carecen de validez porque él no está capacitado para sostenerlas dado que en 2006 firmó una carta que avalaba el fraude electoral cometido aquel año, carta que yo también suscribí y que llamaba a aceptar el veredicto del órgano jurisdiccional de calificación de las elecciones, tal como lo mandata la Constitución, nada menos.

No es la primera vez que, como Presidente de la República, López Obrador reitera la tesis del fraude en aquella elección en la que perdió por medio punto porcentual contra Felipe Calderón. Sus dicho reiterados, repetidos por sus corifeos e intelectuales orgánicos han logrado construir un mito para exaltar su propia figura, pero no son equivalentes a pruebas que transformen en verdad los que no pudo probar en su momento, por lo que es necesario recapitular sobre lo realmente acontecido hace trece años y medio.

La campaña electoral comenzó con una amplia ventaja del entonces candidato del Partido de la Revolución Democrática. Hacia febrero, el promedio de encuestas que yo hacía entonces le daba alrededor de diez puntos de ventaja respecto a su más cercano contrincante. Sin embargo, conforme fueron transcurriendo las semanas de campaña, la ventaja de López Obrador se iba reduciendo. En aquellos días me dediqué a seguir las encuestas con detenimiento y a cruzar sus resultados con los acontecimientos de las campañas y me hallazgo de entonces, sin otra validez que la observación, fue que las caídas en las preferencias por López Obrador de los encuestados se correlacionaban más con sus dichos y actitudes que con lo que hacían sus adversarios. Por ejemplo, en aquel ejercicio resultaba que el “cállate chachalaca” espetado contra el Presidente Fox le hizo más daño al candidato puntero que el spot del Consejo Coordinador Empresarial que lo consideraba “un peligro para México”. Es verdad que aquel anuncio era ilegal y que debió ser retirado y sus emisores sancionados, pero de ahí a atribuirle la derrota de López Obrador hay un trecho, que tiene implicaciones insostenibles sobre el comportamiento de los electores.

De aquel ejercicio poco riguroso saqué entonces la conjetura de que más que un triunfo de Calderón, la elección se había definido por una derrota autoinfligida por una campaña estratégicamente mal diseñada, pero más allá de mis opiniones de entonces, lo relevante fue lo ocurrido a partir de la jornada electoral de aquel seis de julio.

Aquella noche quienes estuvimos en las instalaciones del IFE en Tlalpan vivimos de cerca la tensión desatada por la incertidumbre que provocó la decisión del Consejo General del IFE de no dar a conocer los resultados del conteo rápido ordenado por el instituto, como consecuencia de un acuerdo tomado unos días antes de no difundirlo si la diferencia entre el primero y el segundo lugar se encontraba dentro del margen de error. Entonces, aquella decisión me pareció una equivocación y lo sigo creyendo, pues abrió paso a la especulación. Si bien el discurso Luis Carlos Ugalde no debía cantar un ganador, los datos sí debieron hacerse públicos para mostrar lo cerrado del resultado y sus tendencias.

El conteo rápido del IFE era un ejercicio basado en una muestra estadística de los datos de las actas de las casillas y tenía el aval de un equipo técnico de académicos de diversas instituciones de educación superior y sus resultados coincidían con enorme precisión con los resultados oficiales finales. Por cierto, también el conteo rápido de Ana Cristina Covarrubias, contratado por el PRD y que tampoco se publicó aquella noche, coincidía en lo apretado de la votación y en la pequeña ventaja del candidato del PAN, lo mismo que tres de los cinco conteos rápidos realizados por empresas privadas y que sí se hicieron públicos entonces.

A partir de entonces, comenzó la oleada de sospechas y “otros datos”, impulsada desde el cuartel del candidato perredista. Cuando estuvieron los resultados el Programa de resultados electorales preliminares (PREP) del IFE, primero vino la especie de que habían desaparecido millones de votos, falsedad aclarada por el hecho de que se trataba de las actas con inconsistencias, no consideradas en la versión general del PREP, pero que todo mundo podía consultar. Después, el mítico algoritmo insertado en el programa del PREP para sumarle votos a Calderón, con base en la imposibilidad estadística de que la progresión de votos se comportara como lo había hecho el programa. También ese mito se desmontó con argumentos técnicos, por el simple hecho de que la llegada de las actas a los centros de cómputo no es aleatoria, sino que depende de la cercanía o lejanía de las casillas respecto a los comités distritales del IFE.

Los conteos distritales del miércoles siguiente a la elección coincidieron con los datos del PREP, aunque entonces solo basados en las actas y no, como ahora, en la vuelta a contar boleta por boleta. El personal del IFE actuó entonces con todo el profesionalismo que lo ha caracterizado desde la creación del servicio profesional electoral, garantía de imparcialidad. Vino entonces el clamor del voto por voto, casilla por casilla, consigna callejera que, sin embargo, no se reflejó jurídicamente en la demanda del PRD ante el Tribunal Electoral. Con todo, y a pesar de que hubiera sido preferible que el órgano jurisdiccional optara por un recuento completo, el tribunal abrió doce mil paquetes electorales y los recontó, una muestra estadística que confirmó el hecho de que los votos de la ciudadanía se habían contado de manera fidedigna. Uno a uno de los argumentos de quienes reclamaban el fraude entonces se desmontaron con pruebas. A partir de entonces, el clamor de fraude se centró no ya en el conteo de votos, que es lo que determina si una elección es fraudulenta o no, sino en consideraciones sobre las irregularidades ocurridas antes del día de la elección, cuyo impacto en los votantes es imposible de evaluar con certeza.

El objetivo de revivir el mito del fraude de 2006 es el INE. Entre la ojeriza presidencial contra el instituto autónomo y la andanada de iniciativas de reforma electoral, lo que se vislumbra es un intento de captura partidista del órgano electoral por parte de la coalición de poder. La defensa de la autonomía del INE es la defensa de la democracia misma, por lo que es indispensable soste

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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